TODAVÍA NO vivimos en el año 2062, pero el futuro que auguraban Los Supersónicos,
la serie de dibujos de Hanna-Barbera, ya se ha instalado en la
realidad.
Hace tiempo, de hecho, que los robots domésticos irrumpieron
en muchos hogares, aunque ninguno con la gracia de Robotina, la adorable
sirvienta de aquella familia animada.
Con Kuri, recién presentado en el
Consumer Electronics Show de Las Vegas, lo que entra ahora por la
puerta es precisamente eso, un compañero, un nuevo ocupante de la casa
capaz de aprender e interactuar con su propia personalidad, expresada
con sonidos, luces y miradas.
.
Preocupados por conferirle un aspecto agradable, desde la start-up Mayfield Robotics
recurrieron a un exanimador de Pixar, creadora de entrañables androides
como WALL·E, para diseñar sus movimientos.
Así que Kuri, que se
empezará a vender en EE UU a finales de año por 699 dólares (654 euros),
pestañea, agacha la cabeza y, si procede, hasta hace ojitos a sus
dueños.
Este autómata, de algo más de seis kilos de peso y medio metro
de altura, reconoce las voces y vigila el domicilio con su cámara.
Sin
chocarse, patrulla las habitaciones sobre tres ruedas.
Si percibe algo
extraño, como un sonido fuera de lo común, avisa vía iPhone.
Si todo
está en orden, para su regreso le pondrá un poco de música y leerá un
libro a los niños antes de irse a la cama
5 feb 2017
Llaves, cuerdas, cadenas, sombreros….............Juan José Millás
Y vestido, por cierto, de traje, corbata y zapatos negros bien pulidos.
Hay un contraste inexplicable entre su elegancia y las prendas que cuelgan de la pared.
La disposición de los bancos, así como la mesa y la silla que se aprecia parcialmente en el primer plano de la imagen, sugieren que se trata de un sitio de estar.
Pero de estar en qué postura.
Desplacen la vista, si no, al conjunto de cuerdas y cadenas que parecen preparadas para una sesión de sado-maso.
Ve uno distraídamente la imagen en el periódico, y pasa de página,
porque lo hacemos todo deprisa deprisa, siempre en busca de lo de
detrás, pero cuando ha llegado ahí, a lo de atrás, se dice: coño, en esa
foto ocurría algo.
De modo que retrocede, vuelve a observarla y
comprueba, en esta ocasión de manera consciente, que algo no encaja.
Pero no encaja con la normalidad con la que no encajan los materiales de
los sueños. ¿Jung leía normalmente en una mazmorra medieval repleta de
símbolos como los que adornan las paredes? No es todo: fíjense en el
manojo de llaves depositadas sobre la mesa.
¿Qué espacios abisales
abrirán?, nos preguntamos.
Y después se nos ocurre el pie de foto que
habríamos escrito nosotros: “Carl Gustav Jung, vestido para recibir, lee y fuma en el fondo de su subconsciente”.
Ahora ya podemos pasar de página.
Recordando el peligro..........................Rosa Montero
Trump es una completa anomalía. Jamás podemos normalizarle, para seguir
viendo su peligro y obligarnos a actuar en consecuencia.
EL CEREBRO es un afanoso constructor de certidumbres.
Necesitamos darle una apariencia de destino al caos del mundo, y las
neuronas se ponen a la labor como un solo hombre.
Por eso tenemos implantados en lo más profundo de nuestra cabeza una serie de pensamientos consoladores en los que creemos de forma natural, aunque sean falsos.
Por ejemplo: nos aferramos a la intuición de que el progreso existe y de que las cosas sólo pueden ir a mejor.
Es una idea carente de fundamento; basta con echarle una ojeada a la historia para darse cuenta de que, si aguzamos el oído, aún podemos oír el estruendo de las civilizaciones al derrumbarse. Sociedades intelectualmente muy desarrolladas, como la Grecia de Pericles, dieron paso a siglos de brutalidad y oscuridad.
La idea del progreso es un espejismo, y todos los logros sociales que tenemos, tan duramente conseguidos por la lucha de millones de individuos a lo largo del tiempo, pueden desaparecer en un instante.
Otro truco al que recurren las neuronas para ayudarnos a vivir es quitarle importancia a los peligros ante los que no sabemos cómo reaccionar.
Quiero decir que, si de repente nos encontramos en la calle a un tigre, nuestra mente nos pondrá de inmediato en situación de máximo rendimiento y máxima alerta.
Ríos de adrenalina circularán por nuestras venas y saldremos corriendo tan deprisa que probablemente nunca nos hubiéramos supuesto tan veloces.
Ahora bien, si la amenaza es enorme y difusa, si escapa a nuestra respuesta animal inmediata, lo que hace el cerebro es minimizar el riesgo para bajar nuestro nivel de angustia.
Una estrategia muy ingeniosa desde el punto de vista orgánico, pero fatal en cuanto a la gestión social del problema.
Es lo que ha pasado con el calentamiento global; la gente se resistía y se resiste a creer en la tremenda calamidad que se nos viene encima.
Si hubiéramos sido capaces de asumir el verdadero riesgo del cambio climático cuando los expertos empezaron a alertarnos, quizá hubiéramos podido pararlo.
En cambio, nos decimos con supuesta pero en realidad perversa lógica: “No es posible, no puede suceder algo tan terrible, no vamos a ser precisamente nosotros la generación del apocalipsis”. Pero es que los apocalipsis ocurren y le ocurren a alguien.
La epidemia de peste negra de 1348, que mató en un año a entre la mitad y los tres cuartos de la población europea y que produjo un impacto del que el continente tardó en recuperarse dos siglos, le pasó a una generación concreta que tuvo mala suerte.
Pues bien, me temo que ese deseo de minimizar el riesgo también está actuando, a otro nivel, con Donald Trump.
Estoy harta de escuchar tranquilizadoras, esperanzadas frases del tipo de: “Nooooo, luego en el cargo se moderará, luego la política la harán sus asesores, esto es solo fachada, bravatas, apariencia, luego en realidad no cambiará casi nada”.
Siempre se dijo lo mismo de los monstruos; de Hitler, por ejemplo, que firmó un pacto con Rusia (estremecedor paralelismo) y a quien nos esforzábamos en ver inofensivo (al principio incluso hubo millonarios judíos que le dieron dinero para detener el auge del marxismo); o del ayatolá Jomeini, a quien todos creían una figura meramente simbólica y nada peligrosa.
Y tampoco me sirve ese otro consuelo de quienes dicen: “Pero no, lo sacarán del cargo, lo destituirán como presidente, el sistema americano no le permitirá desbarrar”, porque, aunque lo echen, habrá otro Trump que ocupe su puesto.
El problema es la crisis de la credibilidad democrática, y en tanto en cuanto no solucionemos eso, nuestro barco irá a la deriva.
Pero claro, como no queremos creer en la amenaza que suponen los diversos Trump, seguimos sin hacer los cambios necesarios, como tampoco los hacemos con el calentamiento global.
Miramos sus modos grotescos, su pinta estrafalaria, su flequillo ridículo, y nos reímos.
Pero es que este payaso tiene la llave del maletín nuclear.
Como me dijo el otro día la formidable periodista Soledad Gallego Díaz, Trump es una completa anomalía y no debemos dejar que se nos olvide.
Cierto: no podemos normalizar a Trump, nunca, jamás, para poder seguir viendo su peligro y obligarnos a actuar en consecuencia.
Por eso tenemos implantados en lo más profundo de nuestra cabeza una serie de pensamientos consoladores en los que creemos de forma natural, aunque sean falsos.
Por ejemplo: nos aferramos a la intuición de que el progreso existe y de que las cosas sólo pueden ir a mejor.
Es una idea carente de fundamento; basta con echarle una ojeada a la historia para darse cuenta de que, si aguzamos el oído, aún podemos oír el estruendo de las civilizaciones al derrumbarse. Sociedades intelectualmente muy desarrolladas, como la Grecia de Pericles, dieron paso a siglos de brutalidad y oscuridad.
La idea del progreso es un espejismo, y todos los logros sociales que tenemos, tan duramente conseguidos por la lucha de millones de individuos a lo largo del tiempo, pueden desaparecer en un instante.
Otro truco al que recurren las neuronas para ayudarnos a vivir es quitarle importancia a los peligros ante los que no sabemos cómo reaccionar.
Quiero decir que, si de repente nos encontramos en la calle a un tigre, nuestra mente nos pondrá de inmediato en situación de máximo rendimiento y máxima alerta.
Ríos de adrenalina circularán por nuestras venas y saldremos corriendo tan deprisa que probablemente nunca nos hubiéramos supuesto tan veloces.
Ahora bien, si la amenaza es enorme y difusa, si escapa a nuestra respuesta animal inmediata, lo que hace el cerebro es minimizar el riesgo para bajar nuestro nivel de angustia.
Una estrategia muy ingeniosa desde el punto de vista orgánico, pero fatal en cuanto a la gestión social del problema.
Es lo que ha pasado con el calentamiento global; la gente se resistía y se resiste a creer en la tremenda calamidad que se nos viene encima.
Si hubiéramos sido capaces de asumir el verdadero riesgo del cambio climático cuando los expertos empezaron a alertarnos, quizá hubiéramos podido pararlo.
En cambio, nos decimos con supuesta pero en realidad perversa lógica: “No es posible, no puede suceder algo tan terrible, no vamos a ser precisamente nosotros la generación del apocalipsis”. Pero es que los apocalipsis ocurren y le ocurren a alguien.
La epidemia de peste negra de 1348, que mató en un año a entre la mitad y los tres cuartos de la población europea y que produjo un impacto del que el continente tardó en recuperarse dos siglos, le pasó a una generación concreta que tuvo mala suerte.
Pues bien, me temo que ese deseo de minimizar el riesgo también está actuando, a otro nivel, con Donald Trump.
Estoy harta de escuchar tranquilizadoras, esperanzadas frases del tipo de: “Nooooo, luego en el cargo se moderará, luego la política la harán sus asesores, esto es solo fachada, bravatas, apariencia, luego en realidad no cambiará casi nada”.
Siempre se dijo lo mismo de los monstruos; de Hitler, por ejemplo, que firmó un pacto con Rusia (estremecedor paralelismo) y a quien nos esforzábamos en ver inofensivo (al principio incluso hubo millonarios judíos que le dieron dinero para detener el auge del marxismo); o del ayatolá Jomeini, a quien todos creían una figura meramente simbólica y nada peligrosa.
Y tampoco me sirve ese otro consuelo de quienes dicen: “Pero no, lo sacarán del cargo, lo destituirán como presidente, el sistema americano no le permitirá desbarrar”, porque, aunque lo echen, habrá otro Trump que ocupe su puesto.
El problema es la crisis de la credibilidad democrática, y en tanto en cuanto no solucionemos eso, nuestro barco irá a la deriva.
Pero claro, como no queremos creer en la amenaza que suponen los diversos Trump, seguimos sin hacer los cambios necesarios, como tampoco los hacemos con el calentamiento global.
Miramos sus modos grotescos, su pinta estrafalaria, su flequillo ridículo, y nos reímos.
Pero es que este payaso tiene la llave del maletín nuclear.
Como me dijo el otro día la formidable periodista Soledad Gallego Díaz, Trump es una completa anomalía y no debemos dejar que se nos olvide.
Cierto: no podemos normalizar a Trump, nunca, jamás, para poder seguir viendo su peligro y obligarnos a actuar en consecuencia.
¡Oigan!............................................Javier Marías
¿Oír o escuchar? ¿Qué ha sucedido para que en el español de hoy todo se
“escuche”, hasta las cosas más grotescas y menos escuchables?
COMO quien oye llover. Dios te oiga.
Oye tú, ¿qué te crees? Oiga, ¿me permite una pregunta? Oído (es decir, enterado).
Oyó las campanadas del reloj, eran las dos. No quiero oír una queja más.
Oí un ruido espantoso. He oído que tienes novia.
Oír, ver y callar. Se oyeron disparos.
OMO quien oye llover. Dios te oiga. Oye tú, ¿qué te crees? Oiga, ¿me permite una pregunta? Oído (es decir, enterado). Oyó las campanadas del reloj, eran las dos. No quiero oír una queja más. Oí un ruido espantoso. He oído que tienes novia. Oír, ver y callar. Se oyeron disparos. Como lo oyes. No oigo bien con este oído. ¡Oiga usted!
Todas estas expresiones están a punto de desaparecer o van desapareciendo de nuestra lengua.
El porqué es un misterio. Resulta difícil determinar cuándo los cursis horteras (no son términos excluyentes, sino que con frecuencia van juntos) decidieron que el verbo “oír” era “malsonante” o por lo menos no “fino”, algo tan absurdo como dictaminar lo mismo respecto al verbo “ver”.
A diferencia de cien mil otras aberraciones, esta no procede del inglés mal traducido: en esa lengua aún se distingue perfectamente entre “to hear” y “to listen”, “oír” y “escuchar” respectivamente. Tampoco es un catalanismo contagiado por los muchísimos catalanes con protagonismo en la radio y en la televisión nacionales.
Ellos, en su lengua, diferencian y no confunden “sentir” y “escoltar”. ¿Qué ha sucedido para que en el español de hoy todo se “escuche”, hasta las cosas más grotescas y menos escuchables?
Si me ocupo de la cuestión es, lo confieso, porque me saca especialmente de quicio.
La suplantación se da por doquier: en los telediarios, en las películas y series (teóricamente escritas por guionistas que deberían conocer mínimamente su lengua), en el habla de la gente, hasta en novelas y en este diario, que en tiempos remotos presumía de estar escrito correctamente.
(Hace poco leí en un titular que no sé cuántas personas “atenderán a la toma de posesión de Trump”, en vez de “asistirán”, que es lo que significa “to attend” en el inglés que ya pocos traducen; la mayoría se limita a trasponerlo tal cual, aunque incurra en disparates.)
Como lo oyes. No oigo bien con este oído. ¡Oiga usted!
Oigo o leo continuamente incongruencias de este calibre: “Escuché disparos”.
“Se escuchó una explosión tremenda”. “El teléfono va mal, no te escucho”.
“Me seguían, o al menos escuché pasos a mi espalda”. “Se escucharon las campanas de la iglesia”. “No te he escuchado llegar”.
“Sin querer, escuché lo que le decías”. “Se escucha un gran alboroto”.
Y quizá mi favorita: “Llego tarde porque no he escuchado el despertador” (oída, lo juro, en una veterana serie de televisión).
Da vergüenza explicar cosas obvias, pero es el signo de nuestros tiempos. (Tiempos inútiles, sin interés y sin avance, si hay que repasar el abecedario continuamente y en todos los ámbitos.) “Oír” y “escuchar” se pueden usar indistintamente en algunas –pocas– ocasiones.
Se puede oír o escuchar música, la radio, una conferencia, un discurso.
Pero ni siquiera en esos casos los dos verbos son absolutos sinónimos.
“Escuchar” implica siempre duración y deliberación.
Es decir, que lo escuchado no sea efímero y que por parte del oyente haya voluntad de atender, de prestar cierta atención, aunque sea distraída.
“Oír” no implica por fuerza ninguna de esas dos cosas, más bien presupone involuntariedad.
Las explosiones, los tiros, los ruidos inesperados, los alaridos, el despertador, así pues, no se escuchan, sino que se oyen.
Su sonido alcanza los oídos, independientemente de que éstos quieran o no oírlo.
La distancia entre los verbos es parecida (no idéntica) a la existente entre “ver” y “mirar”.
Nadie diría (aún): “Ayer miré a Jacinto entrar en un bar de putas”, sino “Ayer vi …” La acción de entrar es muy breve, no puede “mirarse”.
Tampoco es que estuviéramos apostados a la puerta del bar para controlar quiénes entraban, sino que por casualidad –no intencionadamente– vimos a Jacinto en mal momento.
De la misma forma, asegurar que se “escucharon” petardos, o pasos, o voces, es una sandez y una cursilería.
Hace ya unos veinte años escribí un artículo titulado “Breve y arbitraria guía estilística para detectar farsantes”.
Mencionaba expresiones o latiguillos que a mí –reconocía que mi subjetividad mandaba– me servían para saber en seguida si quien escribía o hablaba era un impostor, un mentecato, un cantamañanas o incluso un hipócrita.
Al cabo de tanto tiempo, quizá debería actualizar esa “guía” algún domingo.
Vaya hoy por delante mi desconfianza hacia cuantos utilizan “estar en sus zapatos”, que han copiado literalmente de las novelas y series americanas porque les parece más “cool” –como se dice hoy en castellano– que sus equivalentes españoles más certeros, “ponerse en la piel del otro” o “no me gustaría estar en su pellejo”. También veo farsantes en cuantos utilizan el adjetivo “emocional”, que ha desterrado “sentimental” o “emotivo”, según los casos y las circunstancias.
De lo que no me cabe duda es de que son pretenciosos catetos los que lo “escuchan” todo, hasta el grito de una persona o el ladrido de un perro en mitad de la noche.
O viceversa, que todo puede llegar a ser, al paso que vamos.
Oye tú, ¿qué te crees? Oiga, ¿me permite una pregunta? Oído (es decir, enterado).
Oyó las campanadas del reloj, eran las dos. No quiero oír una queja más.
Oí un ruido espantoso. He oído que tienes novia.
Oír, ver y callar. Se oyeron disparos.
OMO quien oye llover. Dios te oiga. Oye tú, ¿qué te crees? Oiga, ¿me permite una pregunta? Oído (es decir, enterado). Oyó las campanadas del reloj, eran las dos. No quiero oír una queja más. Oí un ruido espantoso. He oído que tienes novia. Oír, ver y callar. Se oyeron disparos. Como lo oyes. No oigo bien con este oído. ¡Oiga usted!
Todas estas expresiones están a punto de desaparecer o van desapareciendo de nuestra lengua.
El porqué es un misterio. Resulta difícil determinar cuándo los cursis horteras (no son términos excluyentes, sino que con frecuencia van juntos) decidieron que el verbo “oír” era “malsonante” o por lo menos no “fino”, algo tan absurdo como dictaminar lo mismo respecto al verbo “ver”.
A diferencia de cien mil otras aberraciones, esta no procede del inglés mal traducido: en esa lengua aún se distingue perfectamente entre “to hear” y “to listen”, “oír” y “escuchar” respectivamente. Tampoco es un catalanismo contagiado por los muchísimos catalanes con protagonismo en la radio y en la televisión nacionales.
Ellos, en su lengua, diferencian y no confunden “sentir” y “escoltar”. ¿Qué ha sucedido para que en el español de hoy todo se “escuche”, hasta las cosas más grotescas y menos escuchables?
Si me ocupo de la cuestión es, lo confieso, porque me saca especialmente de quicio.
La suplantación se da por doquier: en los telediarios, en las películas y series (teóricamente escritas por guionistas que deberían conocer mínimamente su lengua), en el habla de la gente, hasta en novelas y en este diario, que en tiempos remotos presumía de estar escrito correctamente.
(Hace poco leí en un titular que no sé cuántas personas “atenderán a la toma de posesión de Trump”, en vez de “asistirán”, que es lo que significa “to attend” en el inglés que ya pocos traducen; la mayoría se limita a trasponerlo tal cual, aunque incurra en disparates.)
Como lo oyes. No oigo bien con este oído. ¡Oiga usted!
Oigo o leo continuamente incongruencias de este calibre: “Escuché disparos”.
“Se escuchó una explosión tremenda”. “El teléfono va mal, no te escucho”.
“Me seguían, o al menos escuché pasos a mi espalda”. “Se escucharon las campanas de la iglesia”. “No te he escuchado llegar”.
“Sin querer, escuché lo que le decías”. “Se escucha un gran alboroto”.
Y quizá mi favorita: “Llego tarde porque no he escuchado el despertador” (oída, lo juro, en una veterana serie de televisión).
Da vergüenza explicar cosas obvias, pero es el signo de nuestros tiempos. (Tiempos inútiles, sin interés y sin avance, si hay que repasar el abecedario continuamente y en todos los ámbitos.) “Oír” y “escuchar” se pueden usar indistintamente en algunas –pocas– ocasiones.
Se puede oír o escuchar música, la radio, una conferencia, un discurso.
Pero ni siquiera en esos casos los dos verbos son absolutos sinónimos.
“Escuchar” implica siempre duración y deliberación.
Es decir, que lo escuchado no sea efímero y que por parte del oyente haya voluntad de atender, de prestar cierta atención, aunque sea distraída.
“Oír” no implica por fuerza ninguna de esas dos cosas, más bien presupone involuntariedad.
Las explosiones, los tiros, los ruidos inesperados, los alaridos, el despertador, así pues, no se escuchan, sino que se oyen.
Su sonido alcanza los oídos, independientemente de que éstos quieran o no oírlo.
La distancia entre los verbos es parecida (no idéntica) a la existente entre “ver” y “mirar”.
Nadie diría (aún): “Ayer miré a Jacinto entrar en un bar de putas”, sino “Ayer vi …” La acción de entrar es muy breve, no puede “mirarse”.
Tampoco es que estuviéramos apostados a la puerta del bar para controlar quiénes entraban, sino que por casualidad –no intencionadamente– vimos a Jacinto en mal momento.
De la misma forma, asegurar que se “escucharon” petardos, o pasos, o voces, es una sandez y una cursilería.
Hace ya unos veinte años escribí un artículo titulado “Breve y arbitraria guía estilística para detectar farsantes”.
Mencionaba expresiones o latiguillos que a mí –reconocía que mi subjetividad mandaba– me servían para saber en seguida si quien escribía o hablaba era un impostor, un mentecato, un cantamañanas o incluso un hipócrita.
Al cabo de tanto tiempo, quizá debería actualizar esa “guía” algún domingo.
Vaya hoy por delante mi desconfianza hacia cuantos utilizan “estar en sus zapatos”, que han copiado literalmente de las novelas y series americanas porque les parece más “cool” –como se dice hoy en castellano– que sus equivalentes españoles más certeros, “ponerse en la piel del otro” o “no me gustaría estar en su pellejo”. También veo farsantes en cuantos utilizan el adjetivo “emocional”, que ha desterrado “sentimental” o “emotivo”, según los casos y las circunstancias.
De lo que no me cabe duda es de que son pretenciosos catetos los que lo “escuchan” todo, hasta el grito de una persona o el ladrido de un perro en mitad de la noche.
O viceversa, que todo puede llegar a ser, al paso que vamos.
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