El líder de Podemos recuerda, en algunas de sus actuaciones, a episodios del realismo mágico.
Madrid
También recuerda al gran Houdini, que desaparece la realidad con tres palabras, o con una sola, abracadabra.
Eso no existió, vayamos a otra cosa.
Pasó con la cal, a la que sucedió la miel.
Así quiere dejar la trifulca navideña: eso pasó, pero ya no pasa, ya no va a pasar.
La luz le vino por carta: una señora le envía un documento grabado, él lo abre y, oh Dios, se da cuenta de que lo que había pasado era algo más que un mal sueño contado por unos monstruos: se habían peleado unos amigos.
Veámonos otra vez, aquí no ha pasado nada.
Y se pone a redactar, él mismo, una carta que lee ante una cámara que le graba.
El pliego dura casi ocho minutos, un exceso en el mundo de Twitter.
El reguero de miel que deja en el suelo trata de borrar la pólvora que hasta minutos antes dominaba el escenario.
La pólvora la habían sembrado él y los suyos, con un hashtag que no inventaron ni el diablo ni medios como éste.
Pero la palabra de Pablo Iglesias, cándido y contrito, decretó la ley de las culpas colectivas, y de la suya propia, y pidió perdón urbi et orbe, como hacen los papas por Navidad.
Pidió perdón, incluso, para él, con palabra de rey: “yo también me equivoco”.
Como si se mirara al espejo y descubriera que lloraba, después de las batallas de la navidad entre los suyos y los demás recibió esa carta ahora famosa de la (ahora famosa) “abuela de Podemos”, Teresa Torres; después de esa lectura, como dice Raúl Castro que le pasa a veces, se descubrió llorando, o casi.
La abuela desolada le decía que ya estaba bien, que se abrazara; eso mismo se lo dijeron, pasivos o activos, sus propios compañeros, desde el minuto uno del abundante hashtag.
Pero hasta que no se lo dijo la abuela desolada eso no tomó carta de naturaleza en su rocosa cabeza de líder contemporáneo.
En la educación antigua la letra entraba con la sangre; en la educación de ahora mismo, si no hay una cámara delante, o un argumento que se pueda televisar, uno no aprende.
Hasta que no te miras al espejo no sabes que eres tú el que está llorando.
¿Candidez? ¿Desolación? En este universo en el que todo se radia o se exhibe ya no hay posibilidad de apelar a la candidez, pues ésta ni se crea ni se destruye, se transforma.
Cuando el (también famoso) asunto de la cal, Iglesias pidió perdón, no igualmente contrito, porque vio que se había pasado tres pueblos.
Ahora ha recorrido el camino de la dureza a la candidez con igual desparpajo; quedó en el camino el cuerpo maltrecho de su compa Errejón, y por su carta parecía que el que había llenado el carcaj de veneno era su segundo en el pupitre.
Le dio tal vuelta a la historia, ayudándose de la carta que le leyó a la abuela desolada, que parecía que el cándido Pablo había sido sorprendido, tras un largo sueño navideño, con una batalla que había ocurrido en su ausencia.
Estaba en Macondo, quizá, viendo cómo llovían mariposas.
La cosa es no parar de salir en la tele o de robarle cámara a Dios en Twitter.
Ahora pasa con su guerra: era sólo el prólogo de la paz.