ANGELA MERKEL y Barack Obama quedaron a cenar en un hotel de
Berlín el pasado 16 de noviembre, durante la gira que el todavía
presidente de EE UU hizo por Europa para despedirse de esta parte del
mundo y de sus mandatarios. Antes de quedarse a solas, lo que sin duda
estarán deseando, han permitido que el fotógrafo levante acta del suceso. Como verán, Merkel se encuentra ya perfectamente acomodada, con la
espalda recta y los codos donde manda el protocolo, mientras que a Obama
lo hemos sorprendido colocándose o recolocándose, no lo sabemos: quizá
al introducir sus largas piernas bajo las faldas de esa especie de mesa
camilla ha tropezado con el cuerpo de un miembro de su seguridad, o de
la de su anfitriona.
Pero no es eso lo que llama la atención de la escena, sino la
iluminación, que parece planificada por un técnico de teatro. Y, tras la
iluminación, el decorado, que parece justamente eso, un decorado. Tiene
uno la impresión de que el telón acaba de levantarse para dar comienzo a
una obra con dos personajes. Todo es de atrezo: los sillones, la mesa,
la estantería de la derecha, pero también las ventanas del fondo,
abiertas a un paisaje urbano creado por un artista minucioso bajo las
órdenes de un director teatral adscrito al realismo costumbrista. ¿Cabe
esperar algo de una obra que comienza así? ¿ Asistiremos a un diálogo con
chispa o a una sucesión agotadora de lugares comunes? Nunca lo
sabremos, no estuvimos debajo de la mesa. La pregunta es si quienes
aparecen fuera de ella son de verdad Merkel y Obama o dos actores
contratados para la ocasión.
No todo es perder. Si te esfuerzas mucho y bien, con los años ganas
sabiduría. Pero hay que mantenerse alerta y no darse nunca por vencido.
VI LA NOTICIA en el periódico hace unos días. Una mujer de 94 años, Fernanda Pozo Carreño,
acaba de sacarse la licenciatura de Química en la Universidad de
Murcia. Venía foto y todo: una anciana pizpireta luciendo con ufano
tronío la beca azul de su graduación cruzada sobre el pecho. Al parecer Fernanda comenzó sus estudios en 1941. Eran tiempos
difíciles, y más para las mujeres. Por entonces sólo había cinco alumnas
en toda la facultad, incluyéndola a ella. En 1949, quedándole tan sólo
una asignatura para terminar, abandonó la carrera. “Por motivos
personales”, dice Fernanda ahora con discreta reserva. Tuvo que ser muy
duro; tardó ocho largos años en llegar hasta allí y después, rozando su
sueño, lo dejó . O tal vez la obligaron a dejarlo. No quiero ni imaginar
lo que hubo detrás, pero sin duda fue una herida profunda que arrastró
durante 67 años. Hasta que ahora, nonagenaria, en silla de ruedas y con
delicioso arrojo, se empeñó en titularse. Esta pequeña y preciosa historia me recuerda la proeza de Minna Keal,
a la que ya me he referido alguna vez en estos artículos. Minna fue una
inglesa nacida en 1909 que en su juventud estudió música. También ella
tuvo que dejar la carrera sin terminar a los 20 años, en este caso por
razones económicas: huérfana de padre, tuvo que ponerse a trabajar en el
negocio familiar, una librería de textos en hebreo. Se casó, tuvo
hijos, se divorció, se volvió a casar; se afilió al partido comunista,
organizó una asociación de ayuda para sacar niños judíos de la Alemania
nazi, se marchó del PC; trabajó de secretaria en diversos empleos y se
jubiló cuando le llegó la edad. Toda una vida, en fin. Tras la
jubilación, decidió retomar sus estudios de música. Empezó a componer y
en 1989 consiguió que le estrenaran una obra. Era una sinfonía y la
tocaron en los BBC Proms, unos conciertos muy importantes que se
celebran en Londres. Fue un gran éxito. Minna tenía 80 años. A partir de
entonces y hasta su muerte a los 90, Keal se convirtió en una de las
compositoras contemporáneas más importantes de Europa. “Creía que estaba
llegando al final de mi vida, pero ahora me siento como si la estuviera
empezando. Me siento como si estuviera viviendo la vida al revés”, dijo
en una entrevista. Pura magia.
La historia de Minna Keal es monumental e inspiradora, pero todos
sabemos que es muy difícil, por no decir imposible, alcanzar algo así. Sin embargo, la proeza de Fernanda está a nuestro alcance: basta con no
tirar la toalla. Vivir es perder: vas perdiendo futuro, libertad de
elección, capacidades físicas y psíquicas; pierdes oportunidades, salud,
seres queridos, además de cabellos, vista, dientes, memoria, músculos,
agilidad, tersura, cosas que en realidad son una fruslería comparadas
con las pérdidas que he citado anteriormente. Uno empieza a envejecer
desde la cuna y desde muy pronto te echas una mochila a las espaldas, la
mochila de tu propia existencia, que se va llenando rápidamente con las
piedras de tus actos y de tus omisiones, del daño que te han hecho y
del daño que hiciste, de los sueños rotos y de las cobardías. No todo es perder, es cierto. Si te esfuerzas mucho y bien, porque no
viene de fábrica, ganas conocimiento del mundo y de ti mismo, empatía,
sosiego y, en suma, algo que podríamos denominar sabiduría. Pero creo
que para ello hay que mantenerse alerta y no darse nunca por vencido.
Como hizo Minna Keal, por supuesto; pero también como hizo Fernanda. La
vejez es la etapa heroica de la vida; no es para blandengues, como dice
el refrán estadounidense. Pero también es un tiempo para saldar cuentas. No creo que haya que dejarse llevar por el peso de los días como un
leño podrido al que las olas arrojan finalmente a la playa. Uno siempre
puede intentar sacarse alguna de las piedras que lleva a la espalda,
decir las cosas que nunca se atrevió a decir, cumplir en la medida de lo
posible los deseos arrumbados, rescatar algún sueño que quedó en la
cuneta. No rendirse, esa es la clave. Y sobre todo decirse: ¿y por qué
no? Porque la vejez no está reñida con la audacia. Debemos aspirar a
morir muy vivos.
Viví en Nueva York su segundo peor día del siglo, el del triunfo de
Trump. Ante mí desfilaron interlocutores desolados o en estado de
incredulidad.
HACÍÁ SIETE años que no viajaba a los Estados Unidos y me fue
a pillar en Nueva York su segundo peor día del siglo, el del triunfo de
Trump. Por la tarde tomé un café con Wendy Lesser, directora de una
revista californiana que exagera su gentileza al publicarme artículos
antediluvianos. Estaba de los nervios pese a que las últimas encuestas aún eran
tranquilizadoras. No mucho, pero algo. Su marido se hallaba en Sicilia, y
ella no se atrevía a seguir el recuento a solas, iba a reunirse con
amigos para encajar en compañía el golpe, si se producía. Conocía a
mucha gente que no pensaba levantarse de la cama al día siguiente, en
ese caso. Por la noche fui a casa de mi editor Sonny Mehta, al que no
conocía, y luego a cenar con él, su mujer Gita, mi agente María Lynch y
algunas personas más. Me extrañó que propusieran ese plan en fecha tan
crucial, pero bueno, era un placer. Sonny y Gita Mehta me inspiraron
confianza en seguida, al ver que a sus más de setenta años fumaban con
naturalidad en un país para el que eso –que estimuló y exportó como
nadie– parece ser peor que la pederastia. Inteligentes y cálidos, ella
también estaba de los nervios y pensaba aguantar hasta la hora que fuera
pegada a la televisión. Él, más tranquilo, restaba importancia al
posible drama. A lo largo de la cena algún comensal miró su iPhone
para comprobar cómo iba la cosa, y al saberse que Florida caía del lado
de Trump empezó a cundir la angustia. Llegó un momento en que nuestra
mesa era la única ocupada en el restaurante. Los camareros se mostraban
tan impacientes como aún confiados: “Obama iba perdiendo a estas horas,
hace cuatro años; puede cambiar”, dijo uno de ellos.
Así que nos levantamos y yo me fui al hotel, que –oh desdicha– estaba
a dos pasos del Hilton, donde Trump tenía su cuartel general, y de la
Trump Tower, ante la que las masas idiotizadas se hacen selfies sin parar, y lo que te rondaré morena a partir de ahora.
al saberse que Florida caía del lado de Trump empezó a cundir la
angustia. camareros se mostraban tan impacientes como aún confiados
Mi estancia quedó amargada por el resultado. Estando en Nueva York, muy
demócrata, con escritores, editores y periodistas, ante mí desfiló un
cortejo fúnebre, mis interlocutores desolados o en estado de
incredulidad. Lo mismo en Filadelfia, por cierto; en todas las ciudades
grandes. Como es natural, les costaba prestar atención a mi novela
recién publicada allí. Pero no eran sólo los neoyorquinos “literarios”. Tampoco la conductora que me llevó al aeropuerto al marcharme salía de
su asombro, y vaticinaba lo mucho que se iba a añorar a Obama: “Su
corazón está siempre donde debe estar”. Fue otro taxista (americano, blanco, de unos cincuenta años) el único
que, sin estar complacido, tampoco parecía muy disgustado por la
victoria de Trump. Durante el trayecto hasta el Museo Frick discurseó
sin parar, como si fuera madrileño: “Yo lo había visto venir desde nueve
millas de distancia”, se jactó. Lo fui escuchando bastante en silencio,
hasta que dijo lo de las armas: “La gente no quiere políticos que le
limiten su uso. Si ellos las llevan, o sus guardaespaldas, ¿por qué
nosotros no?” “Bueno”, le contesté, “en Europa tenemos asumido que ante
un problema la policía se encarga, o el Estado, y lo cierto es que
padecemos un número de homicidios por arma de fuego infinitamente
inferior al de ustedes aquí”. Como si la idea le resultara novedosa,
respondió: “Ah, eso es interesante. ¿Infinitamente menor?” “Ya lo creo,
sin comparación”. Cambió de tercio: “Así que es usted europeo, ¿de
dónde?” Se lo dije. “¿A qué se dedica, si puedo preguntar?” Se lo dije.
“Dígame de qué va una de sus novelas”. Le conté el arranque de la
última, más no sabía decirle. Y entonces vino lo insólito: “¿Conoció
usted a Ortega, por casualidad?”, me preguntó. Mi sorpresa fue
mayúscula: “¿A Ortega y Gasset, el filósofo?” “Sí”. “De hecho, sí”, le
dije, “cuando yo era pequeño. Él murió en los años cincuenta. Un vago
recuerdo. Pero mi padre era muy amigo suyo y su principal discípulo”. Llegábamos ya a destino y no me dio tiempo a averiguar cómo diablos
conocía a Ortega un taxista neoyorquino al que no fastidiaba en exceso
Trump. Paró el coche ante el museo, se volvió, me estrechó efusivamente la
mano y exclamó: “Pues ha sido un honor conocerlo. Y además voy a comprar
su libro”. Al pagarle, con generosa propina (un colega asiático suyo me
había afeado que no le dejara “al menos el 20%”), me devolvió cinco
dólares, y añadió: “A alguien que ha conocido a Ortega le hago
descuento. Todo un placer”.
En el Frick me esperaba un joven y culto periodista, tan deprimido
(era la mañana siguiente a la elección) que había estado a punto de
cancelar la cita, me confesó. Le relaté la inverosímil anécdota y lo
animaron la curiosidad y el estupor. “¿Y cómo era? ¿De qué origen? ¿De
qué edad?”, me preguntaba con sumo interés. Luego los cuadros del Frick y
nuestra conversación sobre otros asuntos lo llevaron a decir: “Me
alegro de no haber cancelado la cita. Todo esto ha sido una bendita
pausa”. También en lo más ominoso, en lo peor, se producen pausas. Nos
salva que casi nada es nunca sin cesar.
#KeepItOn ha documentado 51 bloqueos en los diez primeros meses de 2016, 36 más que en todo 2015.
Las autoridades gabonesas inauguraron en septiembre una nueva
modalidad de censura en Internet. Fueron los pioneros del toque de queda
digital. Después del conflicto generado por los controvertidos
resultados electorales, la red se volvía inaccesible en el país entre
las seis de la tarde y las nueve de la mañana, precisamente el momento
en el que supuestamente se intensifican los contactos y las pretendidas
conspiraciones entre los activistas. Es el caso de bloqueo de Internet
más sibilino, pero no el único, en un año en el que las autoridades se
han centrado en control del entorno digital para acallar la contestación
a sus regímenes. La campaña #KeepItOn
ha documentado 51 cortes de Internet (en diferentes modalidades)
durante los primeros 10 meses de 2016, mientras que durante todo 2015 se
habían constatado 15. Muchos de los países en los que se han confirmado
estos apagones digitales son africanos, pero también una buena parte de
la lucha contra esta nueva forma de censura se desarrolla en el
continente. Chad, Uganda, Etiopía, República Democrática del Congo,
Argelia, Libia, Zimbabue, Congo-Brazzaville o Gabón son algunos de los
que aparecen en esa larga lista. La abogada camerunesa Julie Owono es la responsable de la delegación africana de la organización Internet sans Frontières,
una de las participantes en la campaña #KeepItOn y de las que han
trabajado más activamente en la denuncia de los bloqueos de las redes
por parte de gobiernos africanos. “Si las autoridades bloquean Internet
lo hacen para ocultar atropellos . Intentan frenar el flujo de
información, tanto dentro del país, como hacia el exterior y con eso se
abre la posibilidad de violar derechos fundamentales. Ha ocurrido en la
región congoleña de Pool, un feudo de la oposición, donde el apagón
digital ha silenciado numerosas violaciones de los derechos
fundamentales. Ha habido incluso bombardeos”, revela Owono. Deji Olukotun, activista de AccesNow
y uno de los rostros más visibles de #KeepItOn insiste en que ese es el
motivo por el que los miembros de la campaña tienen “mucho cuidado en
registrar, documentar y analizar minuciosamente cada apagón”.
Y estos recursos de las autoridades para preservar sus posiciones han
puesto de manifiesto considerables paradojas. Las autoridades gabonesas
impulsan desde 2012 el New York Forum Africa,
un foro económico centrado en la transformación del continente y su
desarrollo y que pone el acento en la ciudadanía. Las autoridades del
país han desplegado durante las pasadas elecciones todo el catálogo de restricciones al acceso a Internet,
desde la reducción del tráfico, hasta el corte total, pasado por los
cortes puntuales y el mencionado e innovador toque de queda digital. Otro ejemplo curioso es el de la pujante Etiopía, sede de la Unión
Africana. Muchos de los asistentes a los encuentros promovidos por la
organización continental se han encontrado con que, por ejemplo, ni
siquiera podían tuitear. Julie Owono analiza estas situaciones
paradójicas: “Los gobiernos intentan hacer un uso a conveniencia de
Internet, quieren aprovecharse de los beneficios económicos que genera,
pero no están dispuestos a aceptar la apertura que trae consigo. No se
han dado cuenta de que el entorno digital no funciona así. Son actitudes
anacrónicas que eran útiles en los tiempos de las fronteras físicas,
pero ahora, ya no”.