4 dic 2016
El placer de mirar cómo otros leen..................................... Manuel Morales
Primera edición española del libro en el que Kertész reunió medio siglo de fotos de lectores de todo el mundo.
Madrid
Publicado en 1971 en Estados Unidos, ha tenido que pasar casi medio siglo para que viera la luz una edición española, titulada Leer, coeditada por Periférica y Errata Naturae.
El original se ha singularizado para la ocasión con un prólogo del escritor argentino Alberto Manguel y una nota a la edición de Robert Gurbo, gran especialista en el genial Kertész.
El manoseado adjetivo de “mítico” se ajusta a una obra “imitada hasta la saciedad”, dice el editor de Periférica, Julián Rodríguez, que mostró hace meses su interés por publicar “un libro que trata sobre una dimensión” que le atañe.
Son 66 imágenes en blanco y negro, la primera de 1915, en Esztergom (Hungría), de tres niños con pantalones raídos, dos de ellos descalzos, que comparten un libro, y las últimas, de 1970, en Nueva York.
Una intermitente obra de más de medio siglo que, quizás, fue un homenaje de Kertész a su padre librero; en todo caso, una oda al sencillo acto de tomar un libro y abstraerse de lo que sucede alrededor.
Niños en escuelas, jóvenes en la calle, adultos en parques… se suceden en Leer, salpicados con toques de humor, como el del parisiense que hojea un periódico sentado en un banco mientras una vaca fisgonea las noticias por encima de su cabeza.
Otras fotos conforman una serie que suscita nostalgia, la de lectores de diarios en las calles de una gran ciudad.
Mucha ternura provoca una instantánea de Nueva York de un chaval que disfruta de un helado sentado sobre un colchón de tebeos, de los que lee un ejemplar.
Los retratados por Kertész no miran a la cámara, están absortos, quizás no sabían que alguien los estaba capturando.
Las últimas hojas del libro muestran a personas que leen en azoteas, parecen tomadas desde la lejanía de una ventana indiscreta.
Kertész declaró en alguna entrevista que “cada una de estas fotos contaba una historia”, apunta Rodríguez.
“Miras una imagen y te produce una gran evocación, no se trata solo de pasar las páginas, sino de quedarte en cada una algún tiempo.
Él entendía que, en la era moderna de la urbe, la lectura era un acto íntimo.
Hay fotografías de París, de Nueva York, de gente mayor y joven… quería que estuviesen todos los estados de la vida. Era una forma de igualar al ser humano”, dice Rodríguez. Para asemejarse a la primera edición, se ha respetado el reducido formato. “Kertész quería huir de algo ostentoso”.
El húngaro consiguió transformar el acto cotidiano de la lectura en imágenes poéticas gracias a encuadres en los que el protagonista queda desplazado por sillas, bancos, árboles… En el prólogo, Manguel enfatiza en la elegancia de su lenguaje, que bebió del dadaísmo y del fotoperiodismo, y a los que agregó la cotidianidad.
Kertész, al que su familia auguraba un próspero futuro como corredor de bolsa, empezó a tomar imágenes antes de la I Guerra Mundial.
Soldado del Ejército austro-húngaro, fotografió paisajes y a sus compañeros, pero en poses ajenas a los horrores de la contienda
. En 1925 se instaló en París, donde retrató durante una década, con una Leica, los escenarios por los que deambulaba, Montparnasse, la torre Eiffel, la periferia… junto a sus amigos, la crema intelectual, Mondrian, Chagall, Eisenstein… También se autorretrató junto al amor de su vida, Elisabeth.
Dos años después inauguró su primera exposición y comenzó a trabajar para revistas y periódicos.
En 1936 le llegó una oferta para trasladarse a Nueva York.
Sin embargo, la agencia que le había contratado solo le quería para aburridas sesiones de estudio, así que reunió dinero para regresar a Europa.
Sin embargo, se lo impidió el comienzo de la Segunda Guerra Mundial y se quedó atrapado en Estados Unidos.
Comienza una etapa de desarraigo —su inglés era muy pobre—, pena por no poder ver a sus amigos de París y olvido de su obra.
Sobrevive como fotógrafo comercial para publicaciones de moda y decoración.
Además, nacido en un país que había quedado bajo el yugo de la Unión Soviética, no es alguien que despierta mucha confianza en los EE UU del macartismo.
Sin embargo, siempre encontrará un instante para retratar a alguien leyendo, sea en Nueva Orleans, Venecia, Tokio, Buenos Aires…
El director de Fotografía del MoMA, John Szarkowski, impulsó en 1964 una retrospectiva que le redescubrió, y ayudó a difundir por todo el mundo su obra, que él calificaba, con gran modestia, “de un aficionado”.
“Sin aquella exposición, la editorial Grossman Publishers no habría lanzado años después Sobre la lectura”, apunta Rodríguez. Por fin llegaron los reconocimientos, hasta que la muerte de su esposa, en 1977, lo dejó solo y deprimido, hasta 1985, cuando falleció a los 91 años.
Cuenta Robert Gurbo en su nota de la edición española que Kertész llevaba siempre un lápiz en un bolsillo cuando acudía a inauguraciones y eventos.
La razón era que, en los ejemplares de Sobre la lectura que firmaba, parte de las fotos habían perdido lustre con los años y las reimpresiones.
Así, mientras contaba, como un prestidigitador, la historia de una de sus imágenes, la retocaba con su lapicero.
Hoy, la tecnología digital haría innecesario que Kertész llevase ese lápiz.
Paradójicamente, esos avances, que amenazan el libro impreso, el tema de su gran obra, son los mismos que permiten disfrutar con fidelidad de sus fotografías.
Siguen los homenajes
Casi medio siglo después de la publicación de Sobre la lectura
y 31 años después del fallecimiento de Kertész, siguen los homenajes y
reconocimientos de fotógrafos a esa célebre obra.
El último, el de Steve McCurry, que acaba de publicar una versión con el mismo número de imágenes del original.
McCurry cuenta que conoció en un vuelo París-Nueva York a Kertész. El estadounidense vio a un señor pequeño con un gran trípode a cuestas, hablaron, compartieron taxi y, gracias a un atasco, pudieron charlar un rato largo.
Con el tiempo, el entonces aspirante a fotógrafo y la leyenda del arte de la imagen llegaron a vivir en el mismo edificio de Nueva York, en cuyo vestíbulo aún cuelgan las fotos del húngaro.
El último, el de Steve McCurry, que acaba de publicar una versión con el mismo número de imágenes del original.
McCurry cuenta que conoció en un vuelo París-Nueva York a Kertész. El estadounidense vio a un señor pequeño con un gran trípode a cuestas, hablaron, compartieron taxi y, gracias a un atasco, pudieron charlar un rato largo.
Con el tiempo, el entonces aspirante a fotógrafo y la leyenda del arte de la imagen llegaron a vivir en el mismo edificio de Nueva York, en cuyo vestíbulo aún cuelgan las fotos del húngaro.
Lo que Macarena le dijo al Caudillo............................... Juan Cruz
Una de las razones para ver 'La reina de España' es el diálogo entre la protagonista y Francisco Franco.
Hay muchas razones para ir a ver La reina de España a los
cines, pero una de ellas, una vez vista, es para escuchar (y ver) lo que
le dice Macarena Granada, la artista a la que da vida, y qué vida, Penélope Cruz,
a Francisco Franco, Caudillo de España.
Como se lo dice cuando la película de Fernando Trueba está terminando, no conviene repetirlo, porque está penado el spoiler, pero se lo dice tan bien, es tan pertinente lo que aquella reina del cine le dice al Jefe del Estado (Carlos Areces en la película) que uno sale del cine como si se lo hubiera dicho uno mismo o una multitud, la que llenaba el cine.
En su breve aparición en la película, Franco es joven todavía, presume de sus logros cinematográficos ante el productor norteamericano (hizo Raza, “un género en sí misma”, como advierte el ayudante de dirección que interpreta Javier Cámara en la ficción), camina con la barbilla levemente empinada, como si quisiera llegar antes con la cara que con los pies, y hace algo de lo que los españoles no tenemos constancia que hiciera alguna vez en su vida: sonríe.
Sonríe en busca de Macarena, por ejemplo, para abroncarla porque la artista no lo quiere ver ni en pintura.
Lo que ocurre luego, cuando a Franco se le hiela esa sonrisa, sólo es capaz de hacerlo Macarena Cruz y lo que hizo el Caudillo sólo es capaz de hacerlo Carlos Franco.
La carcajada en la sala, que estaba llena, fue también una carcajada helada, porque la conversación llena de humor que fabricó Fernando Trueba resume una guerra y cuarenta años más.
Pero hay que verla.
Hay que verla y, sobre todo, hay que verla hasta el final, hasta que
ese estrambote en el hombre de la voz de pito (como la de un servidor,
por cierto) se encarna en Carlos Areces y resucita con el aire que tuvo
Franco, el de un dictador que parecía haber nacido para hacer reír,
aunque tanto hizo temblar
Es un resumen de aquellos tiempos en cuatro o cinco brochazos; y la película entera, concebida por una mente en la que caben los hermanos Marx, Berlanga, Billy Wilder, Rafael Azcona y Miguel Mihura, es un cuadro que encierra a España en un puño, en un pañuelo lleno de alcohol, rímel y lágrimas.
Como antes de que se exhibiera españoles muy conspicuos expresaron su rabia porque otros quisieran verla, conviene decir que si era porque temían que fuera poco española, o porque fuera poco español el cineasta, sus temores eran totalmente infundados. Si insisten en no verla será, aventuro después de verla, porque les cae mal Trueba o porque no soportan a Fernando.
Pero eso ya no tiene que ver con la película sino con lo que le dice el Caudillo a Macarena o con lo que Macarena le dice al Caudillo.
Antes de entrar al cine (el Renoir del Retiro, en Madrid, sesión del sábado 3 de diciembre, a las 20.15) una pareja me explicó que habían comprado las entradas por solidaridad con el cineasta, zaherido hasta marearlo en cuanto se anunció el estreno; ellos querían solidarizarse con Trueba, como en tiempos del Caudillo nos solidarizábamos con los autores o con las canciones o con las películas o con los libros que no eran bienvenidos por el Caudillo y los suyos.
Cuando acabó la película, una mujer llamada María coincidió conmigo en el carácter tan español de la película.
Comentamos la contradicción en que caen los que le creen a Trueba cuando dice que no se siente muy español.
Lo que pasa con Fernando es que es español de Macarena, me dijo la espectadora, “y no español del Caudillo”.
Por eso me quedé pensando en ese diálogo entre el Caudillo y Macarena.
Es tan español, te hiela tanto el corazón, te reconforta tanto. Macarena es mucho.
Como Penélope. Repito: vayan a verla.
No tengo ninguna autoridad (de nada) para recomendarla, pero me gusta que lo pasen bien mis conciudadanos con aquello que a mi me hizo reír (y pensar).
Como se lo dice cuando la película de Fernando Trueba está terminando, no conviene repetirlo, porque está penado el spoiler, pero se lo dice tan bien, es tan pertinente lo que aquella reina del cine le dice al Jefe del Estado (Carlos Areces en la película) que uno sale del cine como si se lo hubiera dicho uno mismo o una multitud, la que llenaba el cine.
En su breve aparición en la película, Franco es joven todavía, presume de sus logros cinematográficos ante el productor norteamericano (hizo Raza, “un género en sí misma”, como advierte el ayudante de dirección que interpreta Javier Cámara en la ficción), camina con la barbilla levemente empinada, como si quisiera llegar antes con la cara que con los pies, y hace algo de lo que los españoles no tenemos constancia que hiciera alguna vez en su vida: sonríe.
Sonríe en busca de Macarena, por ejemplo, para abroncarla porque la artista no lo quiere ver ni en pintura.
Lo que ocurre luego, cuando a Franco se le hiela esa sonrisa, sólo es capaz de hacerlo Macarena Cruz y lo que hizo el Caudillo sólo es capaz de hacerlo Carlos Franco.
La carcajada en la sala, que estaba llena, fue también una carcajada helada, porque la conversación llena de humor que fabricó Fernando Trueba resume una guerra y cuarenta años más.
Pero hay que verla.
Ese diálogo entre el Caudillo y Macarena es tan español, te hiela tanto el corazón, te reconforta tanto.
Es un resumen de aquellos tiempos en cuatro o cinco brochazos; y la película entera, concebida por una mente en la que caben los hermanos Marx, Berlanga, Billy Wilder, Rafael Azcona y Miguel Mihura, es un cuadro que encierra a España en un puño, en un pañuelo lleno de alcohol, rímel y lágrimas.
Como antes de que se exhibiera españoles muy conspicuos expresaron su rabia porque otros quisieran verla, conviene decir que si era porque temían que fuera poco española, o porque fuera poco español el cineasta, sus temores eran totalmente infundados. Si insisten en no verla será, aventuro después de verla, porque les cae mal Trueba o porque no soportan a Fernando.
Pero eso ya no tiene que ver con la película sino con lo que le dice el Caudillo a Macarena o con lo que Macarena le dice al Caudillo.
Antes de entrar al cine (el Renoir del Retiro, en Madrid, sesión del sábado 3 de diciembre, a las 20.15) una pareja me explicó que habían comprado las entradas por solidaridad con el cineasta, zaherido hasta marearlo en cuanto se anunció el estreno; ellos querían solidarizarse con Trueba, como en tiempos del Caudillo nos solidarizábamos con los autores o con las canciones o con las películas o con los libros que no eran bienvenidos por el Caudillo y los suyos.
Cuando acabó la película, una mujer llamada María coincidió conmigo en el carácter tan español de la película.
Comentamos la contradicción en que caen los que le creen a Trueba cuando dice que no se siente muy español.
Lo que pasa con Fernando es que es español de Macarena, me dijo la espectadora, “y no español del Caudillo”.
Por eso me quedé pensando en ese diálogo entre el Caudillo y Macarena.
Es tan español, te hiela tanto el corazón, te reconforta tanto. Macarena es mucho.
Como Penélope. Repito: vayan a verla.
No tengo ninguna autoridad (de nada) para recomendarla, pero me gusta que lo pasen bien mis conciudadanos con aquello que a mi me hizo reír (y pensar).
Carta a la guapa............................................Fernando Aramburu
Hace 30 años llamó a su puerta. El escritor era un universitario en
Zaragoza; ella, una estudiante alemana. Llevan juntos desde entonces.
GUAPA: PASA DE de treinta años que llamaste a la puerta.
Es la calle del Canal de Zaragoza, en el barrio de San José.
Llamas a una hora criminal para un estudiante nocherniego, las diez de la mañana
. Me acababa de levantar y me pillaste recién vestido, con una chaqueta marrón de punto que guardaré durante varias décadas como reliquia de aquel instante.
¿Eres un agasajo del azar?
Esto lo hemos hablado los dos a menudo, asombrados risueñamente mientras hacemos cábalas sobre el sinfín de casualidades que hubieron de sucederse en la historia de las naciones para que tú y yo nos encontráramos.
Abro la puerta del modesto piso de alquiler pensando en que quizá el cartero me traiga un paquete o un telegrama como aquel que tiempo atrás me anunció el fallecimiento de un pariente; pero quien llama es la vida con un obsequio formidable.
Te veo delante de la puerta, la melena ondulada, los ojos de un bellísimo gris azulado, la sonrisa tímida a través de la cual pronuncias, confiésalo, la frase que trajiste aprendida de memoria y que es encantadoramente incorrecta.
Vienes buscando nuevo alojamiento.
En el que ocupabas hasta entonces, compartido con dos compañeras de tu país, no puedes practicar la lengua española que estás estudiando.
Y entras y miras la habitación disponible y decides quedarte.
En la convivencia cotidiana, durante varios meses, se va adensando poco a poco, desde la atracción física inicial, esa sustancia que, además de unir cuerpos, une vidas.
Para mí es el amor; para ti, die Liebe.
Dos formas de expresar lo mismo.
Llega la primavera del año siguiente.
Has de regresar a tu país y a tus estudios en la Universidad de Gotinga.
Días antes de tu partida me voy a pasar el fin de semana en mi ciudad natal.
Es la despedida. ¿Para siempre?
Recuerdo la mueca mustia de tu cara al pie del autobús.
Tienes un rostro tocado por la belleza y me da mucha pena dejarte. Pero vives en Alemania; nos separan obligaciones distintas, además de fronteras y kilómetros de llanura europea.
El lunes, de vuelta en Zaragoza, al entrar en el piso viene a abrazarme tu ausencia.
En mi habitación, sobre la mesa, antes de marcharte habías dejado el diccionario español-alemán de tapas amarillas con el que tanto nos divertíamos a altas horas de la noche, yo buscando entre sus páginas, para moverte a risa, palabras picantes de tu idioma.
Has dejado asimismo una nota en la que me deseas la felicidad. Entiendo el gesto y entiendo que comporta un ofrecimiento.
El dilema es obvio.
A un lado, mi posible tesis doctoral sobre la obra de algún poeta clásico, mis costumbres, mi familia, mi círculo de amigos, la coyuntura de un porvenir laboral en esta o la otra ciudad española. Al otro, tú, tus ojos, tu voz, Alemania.
Ignoro, al cabo de más de treinta años, lo que me habría deparado la primera opción.
Sé lo que me ha dado la segunda. A veces me pregunto qué forma habría tenido mi vida sin ti.
No me respondo. ¿Para qué si no me importa nada la respuesta?
Es la calle del Canal de Zaragoza, en el barrio de San José.
Llamas a una hora criminal para un estudiante nocherniego, las diez de la mañana
. Me acababa de levantar y me pillaste recién vestido, con una chaqueta marrón de punto que guardaré durante varias décadas como reliquia de aquel instante.
¿Eres un agasajo del azar?
Esto lo hemos hablado los dos a menudo, asombrados risueñamente mientras hacemos cábalas sobre el sinfín de casualidades que hubieron de sucederse en la historia de las naciones para que tú y yo nos encontráramos.
Abro la puerta del modesto piso de alquiler pensando en que quizá el cartero me traiga un paquete o un telegrama como aquel que tiempo atrás me anunció el fallecimiento de un pariente; pero quien llama es la vida con un obsequio formidable.
Te veo delante de la puerta, la melena ondulada, los ojos de un bellísimo gris azulado, la sonrisa tímida a través de la cual pronuncias, confiésalo, la frase que trajiste aprendida de memoria y que es encantadoramente incorrecta.
Vienes buscando nuevo alojamiento.
En el que ocupabas hasta entonces, compartido con dos compañeras de tu país, no puedes practicar la lengua española que estás estudiando.
Y entras y miras la habitación disponible y decides quedarte.
En la convivencia cotidiana, durante varios meses, se va adensando poco a poco, desde la atracción física inicial, esa sustancia que, además de unir cuerpos, une vidas.
Para mí es el amor; para ti, die Liebe.
Dos formas de expresar lo mismo.
Has de regresar a tu país y a tus estudios en la Universidad de
Gotinga.
Días antes de tu partida me voy a pasar el fin de semana en mi ciudad natal.
Es la despedida. ¿Para siempre?
Días antes de tu partida me voy a pasar el fin de semana en mi ciudad natal.
Es la despedida. ¿Para siempre?
Has de regresar a tu país y a tus estudios en la Universidad de Gotinga.
Días antes de tu partida me voy a pasar el fin de semana en mi ciudad natal.
Es la despedida. ¿Para siempre?
Recuerdo la mueca mustia de tu cara al pie del autobús.
Tienes un rostro tocado por la belleza y me da mucha pena dejarte. Pero vives en Alemania; nos separan obligaciones distintas, además de fronteras y kilómetros de llanura europea.
El lunes, de vuelta en Zaragoza, al entrar en el piso viene a abrazarme tu ausencia.
En mi habitación, sobre la mesa, antes de marcharte habías dejado el diccionario español-alemán de tapas amarillas con el que tanto nos divertíamos a altas horas de la noche, yo buscando entre sus páginas, para moverte a risa, palabras picantes de tu idioma.
Has dejado asimismo una nota en la que me deseas la felicidad. Entiendo el gesto y entiendo que comporta un ofrecimiento.
El dilema es obvio.
A un lado, mi posible tesis doctoral sobre la obra de algún poeta clásico, mis costumbres, mi familia, mi círculo de amigos, la coyuntura de un porvenir laboral en esta o la otra ciudad española. Al otro, tú, tus ojos, tu voz, Alemania.
Ignoro, al cabo de más de treinta años, lo que me habría deparado la primera opción.
Sé lo que me ha dado la segunda. A veces me pregunto qué forma habría tenido mi vida sin ti.
No me respondo. ¿Para qué si no me importa nada la respuesta?
Suscribirse a:
Entradas (Atom)