Una de las razones para ver 'La reina de España' es el diálogo entre la protagonista y Francisco Franco.
Hay muchas razones para ir a ver La reina de España a los
cines, pero una de ellas, una vez vista, es para escuchar (y ver) lo que
le dice Macarena Granada, la artista a la que da vida, y qué vida, Penélope Cruz,
a Francisco Franco, Caudillo de España.
Como se lo dice cuando la película de Fernando Trueba está terminando, no conviene repetirlo, porque está penado el spoiler, pero se lo dice tan bien, es tan pertinente lo que aquella reina del cine le dice al Jefe del Estado (Carlos Areces en la película) que uno sale del cine como si se lo hubiera dicho uno mismo o una multitud, la que llenaba el cine.
En su breve aparición en la película, Franco es joven todavía, presume de sus logros cinematográficos ante el productor norteamericano (hizo Raza, “un género en sí misma”, como advierte el ayudante de dirección que interpreta Javier Cámara en la ficción), camina con la barbilla levemente empinada, como si quisiera llegar antes con la cara que con los pies, y hace algo de lo que los españoles no tenemos constancia que hiciera alguna vez en su vida: sonríe.
Sonríe en busca de Macarena, por ejemplo, para abroncarla porque la artista no lo quiere ver ni en pintura.
Lo que ocurre luego, cuando a Franco se le hiela esa sonrisa, sólo es capaz de hacerlo Macarena Cruz y lo que hizo el Caudillo sólo es capaz de hacerlo Carlos Franco.
La carcajada en la sala, que estaba llena, fue también una carcajada helada, porque la conversación llena de humor que fabricó Fernando Trueba resume una guerra y cuarenta años más.
Pero hay que verla.
Hay que verla y, sobre todo, hay que verla hasta el final, hasta que
ese estrambote en el hombre de la voz de pito (como la de un servidor,
por cierto) se encarna en Carlos Areces y resucita con el aire que tuvo
Franco, el de un dictador que parecía haber nacido para hacer reír,
aunque tanto hizo temblar
Es un resumen de aquellos tiempos en cuatro o cinco brochazos; y la película entera, concebida por una mente en la que caben los hermanos Marx, Berlanga, Billy Wilder, Rafael Azcona y Miguel Mihura, es un cuadro que encierra a España en un puño, en un pañuelo lleno de alcohol, rímel y lágrimas.
Como antes de que se exhibiera españoles muy conspicuos expresaron su rabia porque otros quisieran verla, conviene decir que si era porque temían que fuera poco española, o porque fuera poco español el cineasta, sus temores eran totalmente infundados. Si insisten en no verla será, aventuro después de verla, porque les cae mal Trueba o porque no soportan a Fernando.
Pero eso ya no tiene que ver con la película sino con lo que le dice el Caudillo a Macarena o con lo que Macarena le dice al Caudillo.
Antes de entrar al cine (el Renoir del Retiro, en Madrid, sesión del sábado 3 de diciembre, a las 20.15) una pareja me explicó que habían comprado las entradas por solidaridad con el cineasta, zaherido hasta marearlo en cuanto se anunció el estreno; ellos querían solidarizarse con Trueba, como en tiempos del Caudillo nos solidarizábamos con los autores o con las canciones o con las películas o con los libros que no eran bienvenidos por el Caudillo y los suyos.
Cuando acabó la película, una mujer llamada María coincidió conmigo en el carácter tan español de la película.
Comentamos la contradicción en que caen los que le creen a Trueba cuando dice que no se siente muy español.
Lo que pasa con Fernando es que es español de Macarena, me dijo la espectadora, “y no español del Caudillo”.
Por eso me quedé pensando en ese diálogo entre el Caudillo y Macarena.
Es tan español, te hiela tanto el corazón, te reconforta tanto. Macarena es mucho.
Como Penélope. Repito: vayan a verla.
No tengo ninguna autoridad (de nada) para recomendarla, pero me gusta que lo pasen bien mis conciudadanos con aquello que a mi me hizo reír (y pensar).
Como se lo dice cuando la película de Fernando Trueba está terminando, no conviene repetirlo, porque está penado el spoiler, pero se lo dice tan bien, es tan pertinente lo que aquella reina del cine le dice al Jefe del Estado (Carlos Areces en la película) que uno sale del cine como si se lo hubiera dicho uno mismo o una multitud, la que llenaba el cine.
En su breve aparición en la película, Franco es joven todavía, presume de sus logros cinematográficos ante el productor norteamericano (hizo Raza, “un género en sí misma”, como advierte el ayudante de dirección que interpreta Javier Cámara en la ficción), camina con la barbilla levemente empinada, como si quisiera llegar antes con la cara que con los pies, y hace algo de lo que los españoles no tenemos constancia que hiciera alguna vez en su vida: sonríe.
Sonríe en busca de Macarena, por ejemplo, para abroncarla porque la artista no lo quiere ver ni en pintura.
Lo que ocurre luego, cuando a Franco se le hiela esa sonrisa, sólo es capaz de hacerlo Macarena Cruz y lo que hizo el Caudillo sólo es capaz de hacerlo Carlos Franco.
La carcajada en la sala, que estaba llena, fue también una carcajada helada, porque la conversación llena de humor que fabricó Fernando Trueba resume una guerra y cuarenta años más.
Pero hay que verla.
Ese diálogo entre el Caudillo y Macarena es tan español, te hiela tanto el corazón, te reconforta tanto.
Es un resumen de aquellos tiempos en cuatro o cinco brochazos; y la película entera, concebida por una mente en la que caben los hermanos Marx, Berlanga, Billy Wilder, Rafael Azcona y Miguel Mihura, es un cuadro que encierra a España en un puño, en un pañuelo lleno de alcohol, rímel y lágrimas.
Como antes de que se exhibiera españoles muy conspicuos expresaron su rabia porque otros quisieran verla, conviene decir que si era porque temían que fuera poco española, o porque fuera poco español el cineasta, sus temores eran totalmente infundados. Si insisten en no verla será, aventuro después de verla, porque les cae mal Trueba o porque no soportan a Fernando.
Pero eso ya no tiene que ver con la película sino con lo que le dice el Caudillo a Macarena o con lo que Macarena le dice al Caudillo.
Antes de entrar al cine (el Renoir del Retiro, en Madrid, sesión del sábado 3 de diciembre, a las 20.15) una pareja me explicó que habían comprado las entradas por solidaridad con el cineasta, zaherido hasta marearlo en cuanto se anunció el estreno; ellos querían solidarizarse con Trueba, como en tiempos del Caudillo nos solidarizábamos con los autores o con las canciones o con las películas o con los libros que no eran bienvenidos por el Caudillo y los suyos.
Cuando acabó la película, una mujer llamada María coincidió conmigo en el carácter tan español de la película.
Comentamos la contradicción en que caen los que le creen a Trueba cuando dice que no se siente muy español.
Lo que pasa con Fernando es que es español de Macarena, me dijo la espectadora, “y no español del Caudillo”.
Por eso me quedé pensando en ese diálogo entre el Caudillo y Macarena.
Es tan español, te hiela tanto el corazón, te reconforta tanto. Macarena es mucho.
Como Penélope. Repito: vayan a verla.
No tengo ninguna autoridad (de nada) para recomendarla, pero me gusta que lo pasen bien mis conciudadanos con aquello que a mi me hizo reír (y pensar).
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