Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

3 abr 2016

El ‘jockey’ vienés y el sargento prusiano...................................................Javier Marias

Me ha tocado volver a Londres, y a diferencia de la anterior ocasión, en Heathrow no me sustrajeron nada.


Javier Marías

El ‘jockey’ vienés y el sargento prusiano

Me ha tocado volver a Londres, y a diferencia de la anterior ocasión, en Heathrow no me sustrajeron nada.

DE vez en cuando hay que darse una tregua y dársela a los lectores, y a mí suelen proporcionármelas los viajes.
 Puede que la última fuera mi relato de una frustrada visita a la casa natal de Goethe en Fráncfort, o acaso mis desventuras con los sistemas de grifos en los hoteles modernos.
 Ahora me ha tocado volver a Londres, y a diferencia de la anterior ocasión, hace ya casi tres años, en Heathrow no me sustrajeron nada
. Debo decir que la columna que escribí entonces (“Ladrones en Heathrow”) tuvo una rápida respuesta de las autoridades del aeropuerto
. Se justificaron con “las reglas” (ese cómodo comodín para todo), se disculparon y, al cabo de un tiempo, me devolvieron algunos de los objetos requisados por un celoso miembro de la seguridad: mi pequeño despertador Dalvey y una calculadora que no era la mía y que además estaba hecha un asco. Del cargador del móvil, ni rastro, y menos aún del botecito de agua oxigenada que el funcionario olisqueó insistentemente sin éxito (“No huele”, dijo, y eso le pareció aún más sospechoso).
 Pero algo fue algo y agradecí el tesón y el esfuerzo.
 No me imagino a Barajas rastreando semejantes menudencias entre todo lo confiscado a los pasajeros, facinerosos por definición y principio.
Esta vez mi estancia no tuvo tregua, así que no me quedó tiempo libre.
 Tan sólo veinte minutos un día: tenía que ir a una librería a firmar ejemplares, y me di tanta prisa en despacharlos que me encontré con ese regalo hasta la siguiente tarea
. Quiso el azar que la librería estuviese en Cecil Court, callejón peatonal del que he hablado en varias oportunidades (“Cuento de Cecil Court”, “La bailarina reacia”, “Cuento de Carolina y Mendonça”, para quienes tengan curiosidad o memoria).
 Como quizá recuerden los lectores más pacientes con mis tonterías, en una diminuta tienda de allí, Sullivan, he ido adquiriendo algunas antiguas figuras de pequeño tamaño: primero un señorín con bastón y bigotillo, luego la bailarina que lo acompañaba y que me dio ridícula mala conciencia haber dejado atrás en el establecimiento; por último, hace cuatro años, en marfil, el personaje de Dickens Mr Jingle (“El conveniente regreso de Mr Jingle”).
 Preveía yo entonces que, siendo éste un bribón y un seductor simpático, con numerosas conquistas en España según cuenta él mismo en Los papeles de Pickwick, traería alguna tensión a la pareja formada por Carolina y Mendonça, lo cual no me parecía mal para dar algo de aliciente a su silenciosa y estática existencia en mi casa.
 Pero la verdad es que Jingle, nacido de la pluma de su autor hace ya ciento ochenta años, se ha comportado de manera harto pasiva, en consonancia con su edad provecta
. Así que aproveché aquellos veinte minutos para asomarme a Sullivan y echar un vistazo veloz.
 Y hubo dos figuras que me hicieron la suficiente gracia.
Una de bronce policromado, vienesa de principios del XX, representa a un jockey extraño, porque, aunque su atuendo no deja lugar a dudas (chaleco a rayas rojas y amarillas, mangas negras, gorra negra y roja, como las botas altas, y ajustados pantalones de color canela), no está montado, sino graciosa e indolentemente apoyado en una valla que es parte de la pieza.
Sostiene en las manos un látigo, más que una fusta, y la verdad es que su postura y su cara (boca de piñón, ojos soñadores, nariz fina y estrecha) lo hacen abiertamente afeminado, como se decía antes y supongo que ahora está prohibido, como casi todo.
Sin que esto signifique otra cosa que una interpretación subjetiva, creo que ese jockey es un gay amanerado (lo cual sólo quiere decir que hay muchos gays que no lo son en absoluto).
 La otra figura que me llamó la atención no podía ofrecer mayor contraste: asimismo de bronce, pero sin colores, fabricada a mediados del XIX según el dependiente, yo diría que es un sargento prusiano, por el uniforme y el gorro; pero podría ser francés, por las largas patillas que casi se le unen con el bigotón poblado, por la nariz aguileña y la expresión muy severa, casi de permanente enfado.
 Lo curioso es que tiene una mano apoyada en el brazo contrario –como si lo tuviera herido– y no lleva ningún arma.
 La nuca se la cubre un pelo bastante largo recogido al final como coleta.
 Un tipo fiero en conjunto.
Los de Sullivan, que supieron de mis anteriores columnas, tuvieron la gentileza de ofrecerme un buen descuento, así que me llevé las dos sin pensármelo mucho.
 Y aquí están ahora, sin que haya decidido aún junto a quién colocarlas ni qué nombres darles
. Esta apacible convivencia necesita un poco de conflicto, y ya que Mr Jingle está anciano, espero que el sargento arme bulla con sus patillas pendencieras: que se burle del señorín con su bastoncillo y su aire de petimetre; que azuce al veterano seductor dickensiano; que husmee el atractivo escote de la bailarina y provoque la reacción de los otros en su defensa; y en cuanto al compañero que ha venido con él, el jinete amanerado, confío en que su postura y sus delicados rasgos lo irriten sobremanera. Claro que las apariencias engañan, y quién sabe si el sargento de aspecto recio y aguerrido no acabará por fijarse en el jockey más que en Carolina, y si no habré aportado a mi grupo una pareja de hecho que se querrán con locura el uno al otro.
 De ser así, no habrá bronca ni conflicto.
 A menos que el anticuado Mr Jingle, con sus ciento ochenta años, los observe con censura y desagrado, poco acostumbrado en su época a las efusiones entre miembros del mismo sexo.
 Pero siempre fue un hombre tan jovial y desenfadado que no lo creo capaz de homofobia.
Para eso hay que ser antipático, y él era la simpatía perpetua.
Vuelvan a Pickwick, si no me creen.

Palabras que nos salvan...............................................................Rosa Montero

Necesitamos poner palabras ante el abismo para que nos sirvan de parapeto y la oscuridad no nos engulla.

MANERAS DE VIVIR

Rosa Montero

Palabras que nos salvan

Necesitamos poner palabras ante el abismo para que nos sirvan de parapeto y la oscuridad no nos engulla.

EN el sufrimiento, en el espanto, cuando nos sentimos al borde de nuestras fuerzas, los humanos necesitamos contar nuestra experiencia, compartir con los otros nuestro dolor, para intentar encontrarle un sentido al tormento.
 Siempre me ha impresionado la historia de John Clyn, un humilde monje irlandés que vivió durante la Gran Peste de 1348, la epidemia más terrible de la historia de la humanidad.
 En menos de un año la enfermedad mató, con atroces dolores, entre la mitad y las dos terceras partes de la población de Europa
. Desaparecieron pueblos enteros, la maleza borró los campos de labor, los animales domésticos murieron o se asilvestraron, el orden se colapsó y reinaron el bandolerismo y la violencia.
 Ni siquiera quedaba gente para enterrar a los muertos; Agnolo di Tura, un cronista italiano, escribió: “Enterré con mis propias manos a cinco hijos en una sola tumba; no hubo campanas, ni lágrimas. Esto es el fin del mundo”
. Era, en efecto, una realidad posapocalíptica, como de Mad Max.
John Clyn experimentó esa pavorosa destrucción en el pequeño convento en el que vivía.
 Los monjes enfermaron y murieron uno tras otro con agonías horribles
; Clyn, que tuvo la mala suerte de ser el último, los fue enterrando hasta quedarse solo
. Le imagino asistiendo al hundimiento del mundo y esperando su propio fin en el convento vacío, consciente de que ni siquiera habría una mano que le cerrara los ojos.
 ¿Y cuál fue su único consuelo, su refugio, el arma secreta que probablemente impidió que se volviera loco?
 Pues escribir la crónica de lo que estaba sucediendo.
 Y al llegar a sus últimos días anotó: 
“Para que las cosas memorables no se desvanezcan en el recuerdo de los que vendrán detrás de nosotros”.
 A continuación dejó un espacio en blanco para que otros pudieran seguir escribiendo, “con el fin de que esta obra se continúe, si, por ventura, alguien de la estirpe de Adán burla la pestilencia”. Y sí, nuestra estirpe sobrevivió a aquel apocalipsis, y, tiempo después, alguien consignó en ese pedacito de pergamino la muerte de John Clyn.
Hoy la crónica del fraile irlandés es el mejor documento que tenemos para conocer lo que fue la Gran Peste.
Sí, necesitamos contarnos, sobre todo en el horror.
 Necesitamos poner palabras ante el abismo para que nos sirvan de parapeto y la oscuridad no nos engulla.
 Seguramente gracias a la gran visibilidad de EL PAÍS, yo tengo el enorme privilegio de ser la depositaria de muchas de esas narraciones.
 La gente escribe y me cuenta sus historias, o me mandan los libros testimoniales que han redactado, muchas veces autoeditados, y que son como el pergamino con el que se defendía John Clyn de las tinieblas.
 Te hablan de los abusos que sufrieron en la infancia, o de la muerte de un hijo, o del mobbing laboral que los hundió en la depresión
. Especialmente abundantes son los testimonios de enfermedades; del ELA atroz, por ejemplo, o del cáncer
. De hecho el cáncer es una fuente casi interminable de relatos, unos mejor escritos, otros peor, pero todos conmovedores e instructivos
. A lo largo de los años he citado en mis artículos varios de los libros personales que me mandaron; los más elocuentes, los mejor escritos.
 Hoy quiero hablar de otro que acabo de leer y que me ha dejado impactada: Ojalá volvamos a vernos, de Pascual Adrià (El Tábano)
. A los 44 años, en 2004, sintiéndose especialmente fuerte y sano, especialmente feliz, en mitad de unas vacaciones, Pascual tosió y escupió sangre.
 Y la desgracia apareció en su vida como un súbito ataque de feroces vikingos.
Qué bien narra Pascual esa irrupción de la desdicha, cegadora y atronadora como un rayo, que secuestra para siempre tu existencia, esa vida que ni siquiera sabías que era normal hasta perderla
. Un cáncer de esófago e innumerables complicaciones convirtieron la cotidianidad de Pascual en una tortura inimaginable.
 Poca gente ha debido de sufrir tanto como él durante nueve larguísimos años, parte de ellos intubado en una UVI.
Pero lo cuenta sin quejas, con minucia analítica propia de entomólogo, dejando un lúcido testimonio de la casi inagotable capacidad de lucha y de adaptación que tiene el ser humano:
 “Es curioso cómo, de la manera más natural, nos vamos habituando a los pequeños cambios en nuestra vida aunque sean a peor, con la condición de que lleguen poco a poco”
 Y de cuando en cuando, entre tanto dolor, aún roza el cielo en un momento hermoso o una tarde feliz.
 En este pedacito de papel que me queda, en fin, anoto ahora la muerte de Pascual en 2013, igual que aquella mano anónima anotó el fallecimiento de John Clyn.
 Y así vamos formando entre todos una cadena de palabras que nos protege, al menos momentáneamente, del horror. 
Pues no sé si salvan pero la lectura de este Artículo me ha dejado muy mal.

Millás: “Al elegir el tema de una columna, es preciso cerrar el foco”...................................Carolina García

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El periodista y escritor Juan José Millás.
Juan José Millás (Valencia, 1946) es uno de los articulistas más reconocidos por los lectores de El PAÍS.
 Con su columna de los viernes ha llegado a muchos lectores gracias a su sutileza y visión crítica de la realidad.
 Cuenta que empezó a escribir en torno a los 17 o 18 años.
 A finales de la década de los 60 comenzó la carrera de Filosofía y Letras, pero la dejó al tercer curso.
Consiguió un trabajo como administrativo en Iberia y lo abandonó para dedicarse de pleno a la lectura y escritura.
 En 1974 publicó su primera novela, Cerbero son las sombras, con la que ganó el Premio Sésamo de novela corta
 Un galardón que, en aquella época, representaba un impulso muy importante para escritores hasta entonces desconocidos
. Millás también consiguió el Premio Nadal en 1990 por su novela La soledad era esto, que concurrió al certamen con el título simulado de Un infierno propio.
Es creador de un nuevo género, el articuento, en el que se mezcla realidad y ficción, y forma parte del equipo de colaboradores del diario desde 1990
. La primera columna que escribió en el periódico se titulaba Gripe.
 Millás aseguró en una entrevista realizada por Marta Nieto en 1998, que al hacer periodismo también tenía la sensación de estar haciendo literatura
. También explicaba que su afán era llegar a ser un buen reportero a los 60 años. “Yo empecé a escribir en los periódicos tarde, en 1990, y cada día más apasiona más el periodismo”, afirmó.
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Entrega de los Premios de Periodismo Ortega y Gasset en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. En la imagen, Eduardo Úrculo, pintor ( izquierda) ; Juan josé Millás, escritor ( centro) y Gonzalo Suárez, director de cine.
En la actualidad, a la hora de seleccionar el enfoque de una columna el escritor valenciano sostiene que es preciso cerrar el foco del tema sobre el que se quiere hablar.
 “Es muy difícil escoger entre cientos o miles de columnas, pero me gusta mucho una titulada El Kursk”, cuenta Millás.
 “Es sobre un submarino ruso que se llamaba así y que tuvo una avería en el verano del año 2000. Sus ocupantes murieron en el fondo del mar.
 Al rescatar los cadáveres, en el bolsillo de uno de ellos apareció una nota de cuatro o cinco líneas en la que se narraban aquellos últimos momentos”, continúa el escritor.
 “Un día me enteré de que la lectura de esa columna se utilizaba en la ceremonia de apertura de un taller de escritura creativa”.
El pensamiento del escritor acerca del lenguaje es claro: “en la actualidad está muy empobrecido, tanto desde el punto de vista del vocabulario como en el de las construcciones sintácticas”
. Para Millás, esto conduce a un empobrecimiento del pensamiento y hace a las sociedades más sumisas, sin capacidad de rebelarse.
Preguntado por la cercanía de los lectores, Millás recuerda con simpatía como se acercó una persona a saludarle a propósito de un artículo que escribió. “Yo estaba en un restaurante, sacó su billetera y de ella extrajo una columna mía publicada diez años antes.
 La llevaba allí desde entonces y se caía a pedazos”.
Millás ganó el Premio Nacional de Narrativa, el premio Planeta por su novela El Mundo y el Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes en 2002. Millás también consiguió el Premio Nadal en 1990 por su novela La soledad era esto, que concurrió al certamen con el título simulado de Un infierno propio.

Adiós al sexto ser humano que caminó sobre la Luna Daniel Marín 11 feb 16 El pasado 4 de febrero falleció Ed Mitchell, antiguo astronauta de la NASA famoso por pisar la Luna durante la misión Apolo 14 en 1971. Ironías del destino, al día siguiente se celebraba el 45º aniversario del alunizaje del módulo lunar Antares en las llanuras de Fra Mauro. Junto con el icónico Al Shepard, comandante de la misión, Mitchell pasó 33 horas y 31 minutos en la Luna, incluyendo las 9 horas y 23 minutos que estuvo fuera del módulo lunar caminando por la superficie a lo largo de las dos actividades extravehiculares que llevó a cabo. Ed Mitchell antes de despegar en la misión Apolo 14 (NASA). Ed Mitchell antes de despegar en la misión Apolo 14 (NASA). Llegar hasta la Luna no había sido fácil. Mitchell y sus compañeros de tripulación Shepard y Roosa habían sido asignados originalmente a la misión Apolo 13. Los problemas de salud de Shepard provocaron que fueran asignados a una misión posterior. De haber volado en el 13, Mitchell no habría pisado la Luna. El accidente del Apolo 13 trastocó todos los planes del programa tripulado de la NASA, pero el Apolo 14 tuvo su propia dosis de problemas que estuvieron a punto de dar al traste con la misión. Primero, de camino a la Luna, el módulo de mando Kitty Hawk se resistió a acoplarse con el módulo lunar Antares. Luego, ya en órbita lunar, el propio Mitchell tuvo que reprogramar el ordenad.

Adiós al sexto ser humano que caminó sobre la Luna

El pasado 4 de febrero falleció Ed Mitchell, antiguo astronauta de la NASA famoso por pisar la Luna durante la misión Apolo 14 en 1971. Ironías del destino, al día siguiente se celebraba el 45º aniversario del alunizaje del módulo lunar Antares en las llanuras de Fra Mauro. Junto con el icónico Al Shepard, comandante de la misión, Mitchell pasó 33 horas y 31 minutos en la Luna, incluyendo las 9 horas y 23 minutos que estuvo fuera del módulo lunar caminando por la superficie a lo largo de las dos actividades extravehiculares que llevó a cabo.
Ed Mitchell antes de despegar en la misión Apolo 14 (NASA).
Ed Mitchell antes de despegar en la misión Apolo 14 (NASA).
Llegar hasta la Luna no había sido fácil. Mitchell y sus compañeros de tripulación Shepard y Roosa habían sido asignados originalmente a la misión Apolo 13. Los problemas de salud de Shepard provocaron que fueran asignados a una misión posterior. De haber volado en el 13, Mitchell no habría pisado la Luna. El accidente del Apolo 13 trastocó todos los planes del programa tripulado de la NASA, pero el Apolo 14 tuvo su propia dosis de problemas que estuvieron a punto de dar al traste con la misión. Primero, de camino a la Luna, el módulo de mando Kitty Hawk se resistió a acoplarse con el módulo lunar Antares. Luego, ya en órbita lunar, el propio Mitchell tuvo que reprogramar el ordenador del Antares a contrarreloj por culpa de un interruptor defectuoso que podría haber ocasionado el aborto de la misión. Por último, el radar del módulo lunar dio problemas justo durante la crítica maniobra de descenso propulsado hacia la superficie, problemas que se solucionaron milagrosamente en el último momento. Sea como sea, Shepard y Mitchell lograron alunizar y se convirtieron así en el quinto y sexto hombre en alcanzar nuestro satélite, respectivamente.

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Mitchell sobre la Luna cerca de los instrumentos del ALSEP fotografiado por Shepard (NASA).
La visita a la Luna tampoco resultó sencilla. El módulo lunar Antares había quedado inclinado con una pendiente de 8º, más que suficiente para complicarles las cosas a los dos astronautas durante las 24 horas que permanecieron en su interior. Incluso en la baja gravedad lunar, Shepard tenía que esforzarse para no caer sobre Mitchell en el reducido espacio del Antares. Por culpa de la inclinación del LM los dos astronautas no durmieron nada bien en sus hamacas, a lo que también contribuyó lo incómodo de los trajes de presión A7L (como iban a estar poco tiempo en la superficie, Houston consideró que era demasiado arriesgado que se los quitasen). Este cansancio les pasaría factura durante la segunda EVA y la pareja se perdió buscando el borde del cráter Cono. No tenían forma de saberlo —en la Luna no había, ni hay, GPS—, pero se dieron la vuelta cuando estaban a tan solo veinte metros de su objetivo.
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Retrato oficial de Mitchell para la misión Apolo 14 (NASA).
A pesar de todo, la misión fue un éxito y los dos regresaron a la Tierra con 41 kg de rocas de otro mundo. Mitchell se convirtió de forma accidental en el primer lanzador de jabalina lunar al tirar lo más lejos posible el palo del experimento del viento solar. Después de abandonar la NASA, Mitchell se haría popular por su interés sobre todo tipo de temas “paranormales” —de hecho, llegó a realizar varios “experimentos” telepáticos durante su vuelo lunar—, pero la verdad es que su comportamiento no fue más excéntrico que el de muchos de sus camaradas del Apolo. En cierta medida se puede decir que Mitchell fue un bicho raro. Aunque de formación militar como todos los astronautas del Apolo —con la excepción de Harrison Schmidt—, Mitchell era prácticamente la antítesis de Shepard, el astronauta por excelencia. Tímido y reservado, pero al mismo tiempo cercano, Mitchell no encajaba con esa imagen de superhéroe todopoderoso que por entonces se suponía debía tener un astronauta del Apolo.
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La tripulación del Apolo 14: Ed Mitchell, Al Shepard y Stu Roosa. Ya no queda ninguno vivo (NASA).
Ahora que se ha ido para siempre ya no queda entre nosotros ningún miembro de la tripulación del Apolo 14.
 Ya no hay nadie que pueda contar de primera mano cómo es caminar por las planicies de Fra Mauro o qué se siente al intentar dormir dentro de un módulo lunar inclinado. Sin Mitchell, solo nos quedan siete humanos vivos que hayan pisado la Luna: Aldrin, Bean, Scott, Young, Duke, Cernan y Schmitt. Las probabilidades de que alguno de ellos siga vivo cuando nuestra especie vuelva a la Luna son mínimas.
 Aunque, pensándolo bien, lo triste es que también son minúsculas para nosotros.
A medida que sus protagonistas van desapareciendo uno tras otro los viajes del Apolo se van perdiendo en el olvido para las nuevas generaciones.
 Pronto, y si no lo remediamos, no serán más que una pequeña nota a pie de página en los libros de historia.
 Eso sí, una nota gloriosa y épica, una nota que nos recuerda de las cosas maravillosas de las que somos capaces cuando nos lo proponemos.
 Ante esta sombría perspectiva, no es de extrañar que cada vez más gente inteligente crea que nunca fuimos a la Luna.
 Pero no importa, podemos autoengañarnos todo lo que queramos. Porque hace 45 años Ed Mitchell se paseó por la Luna
. Sus huellas todavía siguen allí y allí seguirán hasta mucho después de que todos nosotros hayamos desaparecido.
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El lugar del alunizaje del módulo lunar Antares visto por la sonda LRO. Se aprecian la etapa de descenso del módulo lunar, el ALSEP (marcado por la flecha) y las huellas que dejaron Shepard, Mitchell y el carrito de instrumentos MET (NASA).