La misma fantasía adorna la Tarde Dorada, el famoso paseo en bote por el
Támesis aquel 4 de julio de 1862.
Acompañado por las hermanas Liddell y
el Reverendo Robinson Duckworth, Dodgson ameniza un descanso junto al
río improvisando una disparatada historia que entusiasmó a Alice: “Lo
que nos relató esa vez fue mejor de lo normal – recordó en una tardía
entrevista -. Al día siguiente empecé a insistirle en que me escribiese
el cuento y mi pesadez le movió, tras decir que lo pensaría, a hacer la
vacilante promesa de escribirlo.”
Lewis Carroll y la fotografía
Parece que el principal pasatiempo de Lewis Carroll, y que le
proporcionó mayores alegrías, fue regalar y agasajar a las niñas
. “Me
encantan las niñas (no los niños)”, escribió una vez.
Por los niños
sentía auténtico horror, y en la última etapa de su vida, los evitó
cuanto pudo. Consideraba el cuerpo de las niñas (al contrario que el de
los niños) sumamente bello, y cuando las dibujaba o fotografiaba
desnudas, lo hacía siempre con permiso de los padres por supuesto.
Al
respecto, escribió lo siguiente: “Si tuviese que dibujar o fotografiar a
la niña más preciosa del mundo y notase en ella una pudorosa
resistencia (por ligera y fácil de vencer que fuese) a quedarse desnuda,
consideraría un solemne deber para con Dios renunciar por completo a
semejante petición”. De hecho, para que estos retratos desnudos no
crearan complicaciones a las niñas más tarde, dispuso que, a su muerte,
fuesen destruidos o devueltos a las niñas o a sus padres.
En principio no existen, pues, indicios de que Carroll tuviera
conciencia de otra cosa que de la más pura inocencia en sus relaciones
con las niñas, ni existe la más leve insinuación o falta de decoro en
ninguno de los cariñosos recuerdos que muchas de ellas dejaron escrito
después sobre él.
Según refiere Gardner, en la Inglaterra victoriana
había una tendencia, que refleja la literatura de esa época, a idealizar
la belleza y la pureza virginal de las niñas: “Esto hizo más fácil a
Carroll suponer que su debilidad por ellas se situaba en un elevado
plano espiritual”.
La fundación Mapfre expone la obra de una de las grandes artistas de la fotografía del siglo XIX.
'Peace' (1864). Julia Margaret Cameron / Victoria and Albert Museum, Londres
En diciembre de 1863, ya con 48 años, Julia Margaret Cameron
(Calcuta, 1815-Ceilán, 1879) recibió un regalo que transformaría para
siempre la aburrida vida convencional que llevaba junto a su marido en
Freshwater, un pequeño pueblo de la Isla de Wight.
Era una aparatosa
cámara de madera acompañada de una nota firmada por su hija en la que
decía: "Quizá te divierta, madre. Intenta hacer fotografías durante tu
soledad en Freshwater". Inmediatamente, transformó la casa en función de
su nueva ocupación.
Convirtió la carbonera en el cuarto oscuro y el
gallinero en su estudio y comenzó a hacer retratos
. No había
transcurrido un mes cuando consiguió lo que ella misma llamó su primer
éxito: el retrato de una niña, Annie Philpot, hija del poeta William
Benjamin Philpot.
En ese trabajo estaba ya lo que sería la esencia de su
obra y lo que la convertiría en una de las más importantes artistas de
la fotografía del siglo XIX: iluminación intensa, enfoque indefinido y
composiciones de primeros planos en los que, casi siempre, aparecen
mujeres y niños que, en ocasiones, representaban personajes bíblicos o
literarios.
Mujer resuelta y segura de si misma, envió sus primeros trabajos a
Henry Cole, fundador y director del South Kensington Museum, el embrión
del actual Victoria & Albert, quien adquirió y expuso las tempranas
series realizadas por Cameron.
Por esa razón, el museo londinense
atesora su legado fotográfico y el pasado año le dedicó una antológica de un centenar de obras que, hasta el 15 de mayo, se puede ver en la sede madrileña de la Fundación Mapfre.
Julia Margaret Cameron era hija de un oficial de la East India
Company y de una aristócrata francesa. La cuarta de siete hermanas,
desde pequeña destacó como la más extravagante y sociable de todas
ellas.
Aunque nació en Ceilán (hoy Sri Lanka) se educó en Francia y
volvió a India en 1834.
Durante un viaje a Sudáfrica conoció a Charles
Hay Cameron, político y dueño de enormes plantaciones de café en Ceilán,
20 años mayor que ella.
Se casaron en Calcuta y, dentro de aquella
sociedad colonial, se convirtió en la gran anfitriona y animadora
social, aunque en 1860 la pareja volvió a Inglaterra por motivos
familiares, una estancia de 15 años en la que el matrimonio tuvo seis
hijos
. En 1875, retornaron a sus plantaciones y ella siguió haciendo
fotos hasta el final de su vida.
La exposición de Mapfre, comisariada por Marta Weiss, conservadora de
Fotografía del Victoria & Albert, está articulada a través de cinco
secciones.
Las cuatro primeras están centradas en la evolución de la
artista: Del primer éxito alSouth Kensington Museum, Electrizar y sorprender, Fortuna además de fama y Sus errores eran sus éxitosLa quinta sección contextualiza la obra de Cameron y la enmarca entre
la producción artística de otros fotógrafos contemporáneos.
Junto a un collage
de sus retratos más irónicos puede leerse una frase que resume su
filosofía creativa
: "Aspiro a ennoblecer la fotografía, a darle el tenor
y los usos propios de las Bellas Artes, combinando lo real y lo ideal,
sin que la devoción por la poesía y la belleza sacrifique en nada la
verdad".
Los trabajos de sus primeros años son Retratos, en los que
usaba como modelos a personas de su entorno: sirvientes, vecinos de las
fincas próximas, sus hijos y amigos y personajes conocidos del panorama
cultural y artístico de la Inglaterra victoriana, como Alfred Tennyson,
Charles Darwin, William Michael Rossetti o Julia Jackson (la madre de
Virginia Woolf)
. Aquí se incluye su serie de las Madonnas, composiciones de temática cristiana con un fin moralizador e instructivo, siguiendo sus creencias religiosas, y las Fantasías con efecto pictórico,
inspirada en la pintura renacentista y en temas del medievo y cuyo
resultado son fotos muy próximas estéticamente a la pintura de su época.
No todo fueron aplausos en su carrera
. Al menos en sus comienzos.
El
efecto de desenfoque, alabado por muchos como una innovación, el raspado
de los negativos o la impresión sobre negativos rotos o dañados, fueron
considerados por los más críticos como la prueba de que era una dama
aficionada que no dominaba los secretos del oficio.
Ella rechazó siempre
las observaciones negativas y aseguró en los textos con los que solía
acompañar sus fotografías que ningún resultado era ajeno a sus
intenciones.
Quería electrizar y sorprender al mundo y le gustaba jugar
con varias interpretaciones.
Una de las más bellas obras de la
exposición, La estrella doble (1864), es un buen ejemplo
. En
ella se ve a dos hermanas abrazadas que parecen flotar.
La imagen tiene
un efecto acuoso conseguido con las ralladuras, volutas y burbujas
producidas por el baño irregular del negativo.
Se cree que Cameron buscó
ese efecto para aludir a las investigaciones astronómicas sobre las
estrellas dobles.
Sin embargo, también podrían representar a Cristo y
San Juan Bautista.
La sucesión de imágenes muestra niños retratados con ternura y mucha
poesía.
Solos o acompañados, conmueven la mirada del espectador e
incluso sorprende la inocencia con la que aparecen abrazados o
besándose, con gran delicadeza, un tipo de imagen que actualmente sería
considerada políticamente incorrecta por una sociedad aún más puritana
en muchas cosas que la de la época victoriana.
Al final del recorrido, en el apartado dedicado a los fotógrafos
contemporáneos de Julia Margaret Cameron,
se encuentra una de las joyas
de la exposición: el retrato de una niña que mira desafiante tumbada en
un sofá, firmado por Charles Lutwidge Dodgson, más conocido como Lewis
Carroll, el autor de Alicia en el país de las maravillas, que visitó a Cameron en 1864 en la isla de Wight.
EL PAÍS reconstruye la primera cena del presidente de EE UU en un restaurante de La Habana.
Los Obama con su camarero, Reinier Mely, anoche en La Habana.
Pajarita negra, camisa blanca, delantal, pantalón negro y zapatos
lustrados, Reinier Mely Maldonado, 33 años, entró sobre las siete de la
tarde al salón privado del restaurante y le dijo al presidente de
Estados Unidos: “Hello, welcome to the paladar San Cristobal, my name is Rei and I’m gonna be your waiter. And it’s a great honor for us”. Barack Obama lo miró, sonrió como sólo puede sonreír el deslumbrante Barack Obama y le respondió a su camarero cubano: “It’s an honor for us too”.
“En ese momento”, relataba Mely con una rodilla en tembleque una hora
después de que Obama se marchase, “le presenté a Jorge, el otro
camarero, que acababa de entrar con la cesta de pan caliente”.
Jorge Alberto Cotilla Espinosa, 26 años, nacido en Santa Fe, se
mantuvo “a un metro” de él, sin ofrecerle la mano para respetar el
protocolo a seguir que les había indicado previamente el equipo de
seguridad del Jefe de Estado, y su cliente le dijo: “A pleasure, George”.
En la primera noche que pasó el hombre más poderoso del mundo en La
Habana, su elección fue un solomillo de res a la plancha con vegetales a
la parrilla.
Su esposa Michelle optó por una Tentación Habanera,
“palillos de filete en salsa de vino tinto”, precisa Cotilla Espinosa.
Cuando le sirvieron la Tentación, ella les contó que el plato le
recordaba al pepper steak que le hacía su abuelo. Sasha, la
pequeña, se comió un solomillo como su padre, la suegra de Obama, Marian
Shields Robinson, otro y Malia, la mayor, una brocheta de cerdo.
Jorge Alberto Cotilla Espinosa, el domingo por la noche, minutos después de haber servido la cena a la familia Obama. P. DE LL.
La Primera Dama pidió un pinot noir, pero se le sugirió el
Ribera del Duero especial de la casa.
Entre ella y su madre se tomaron
tres cuartos de botella. Las chicas y su padre sólo tomaron agua. “Yo le
ofrecí vino al señor presidente y me respondió que mañana tenía que
trabajar”, dice Mely sentado a la misma mesa, en la misma silla con
cojín en la que el marido de Michelle optó por un surtido de verduras
para acompañar el último plato de la Guerra Fría.
La mesa es redonda.
En una esquina hay un viejo reloj de pie y en la
otra una figura de madera de una santa a la que le baja una lágrima por
cada mejilla.
En la pared de detrás de dónde estaba sentada la esposa
del presidente hay una enorme piel de cebra. Pero lo primero en lo que
se fijó Obama, levantándose para prestarle más atención, fue una
fotografía de Nate King Cole enmarcada a su izquierda, y de paso observó
la imagen de debajo: Beyoncé y Jay Z en su visita en 2013 a la paladar San Cristóbal, fundada por Carlos Cristóbal Márquez.
“La palabra paladar”, explica el emprendedor, “surge de una famosa
novela brasileña que se pasó en Cuba en los noventa y que trataba de una
persona que vivía en un pueblo y abría un restaurante al que le llamaba
Paladar . La novela se titulaba Vale Todo”. Márquez es
un mulato con dos manos como mazos. “En el 2010, con la apertura de la
economía de Cuba, decidí abrir esta paladar”
. Márquez tiene 52 años y es
un hombre feliz
. “Desde entonces las paladares han ayudado mucho a
crear empleo, han ayudado al país”, dice. En la filipina blanca lleva un
pin de la Star-Spangled Banner con el cuño del Servicio Secreto de Estados Unidos.
Hace
cinco años, el restaurante donde han cenado los Obama era una vivienda
que un perito quisquilloso hubiera declarado en ruinas.
“Los techos se
caían”, recuerda Raisa Pérez, la esposa del jefe.
Ahora es un negocio
decorado con antigüedades, con 25 empleados y rones de edición limitada.
Los techos no se caen.
De los techos cuelgan tucanes de madera.
Aquí
vino a comer Mick Jagger en octubre y quién sabe si vuelva el viernes
después del concierto. Aquí, dos rivales políticos como los chilenos
Sebastián Piñera y Michelle Bachelet compartieron “en el mismo plato”
una langosta a la Hemingway
. Aquí vino una vez el Pepe Mujica y se pidió
un pez perro para cenar.
Obama no se terminó el solomillo. “Me confesó que estaba muy lleno”,
dice Mely. El presidente se levantó para ir al servicio e ida y vuelta
fue flanqueado por sus guardaespaldas. “En el camino al baño iba muy
sonriente y saludando a todo el que se encontraba a su paso”, comenta el
camarero más dichoso del deshielo.
De postre tomaron pudín de la casa y flan con leche. Obama y su
suegra concluyeron con un café solo. Después, el presidente de los
Estados Unidos de América pidió la cuenta.
Eran unos 30 pesos cubanos
convertibles por cabeza, o 34 dólares al cambio.
El elegante Obama no
sacó del bolsillo un engorroso monedero sino “un bultico de dinero” y
pagó dejando una buena propina.
Después de media noche, Reinier Mely Maldonado se retiraba del
restaurante.
En casa lo esperaban despiertos sus padres.
Con la camisa
blanca de servicio aún puesta y una mochila al hombro, antes de irse a
descansar para volver al San Cristóbal a la mañana siguiente, dijo:
“Fue
un honor servirle al presidente de los Estados Unidos”.