Cristina de Borbón solo ha contestado a las preguntas de su abogado.
La infanta Cristina ha declarado este jueves ante el tribunal del caso Nóos como cooperadora de dos delitos fiscales supuestamente cometidos por su esposo, Iñaki Urdangarin,
pero únicamente ha contestado a las preguntas de su abogado.
Aquí se
resumen las principales frases de la Infanta en su declaración:
1. Sobre los delitos que se le imputan a su marido: "Confío plenamente en él. Estoy convencida de su inocencia".
2. Sobre su firma en actas de Aizoon: "Me las pasaban a la firma y
por la confianza que tenía en mi marido y en sus asesores las firmaba".
2. Sobre su firma en actas de Aizoon: "Me las pasaban a la firma y
por la confianza que tenía en mi marido y en sus asesores las firmaba".
3. "Mi esposo se encargaba de las gestiones económicas de la familia y yo trataba de coordinar la agenda de la familia".
4. "Mi marido y yo no hablábamos de Aizoon y nada que se le
relacione.
No eran temas que me interesase hablar con él. En esos años,
nuestros mis hijos eran bien pequeños y estábamos muy ocupados"
5. "No he tenido cuentas en paraísos fiscales.
Ahora sí tengo una
cuenta en Suiza, ya que resido en Suiza. Y mi marido tampoco ha tenido
nunca".
6. "De ninguna manera fui un escudo ante Hacienda. Si me lo hubiesen propuesto, no lo hubiese aceptado nunca".
7. "No sé si Aizoon tenía trabajadores.
No sabía qué relación laboral tenían con mi marido y de qué manera".
8. "La tarjeta [visa de Aizoon] la custodiaba él, se la ofrecieron y
la aceptó. No recuerdo haber hecho ningún pago con esa tarjeta. No
disponía de la tarjeta. La custodiaba él".
9. ¿Es cierto que al servicio se le pagaba en efectivo [en negro]? "Rotundamente no", ha contestado.
Puede
que quienes no hayan cumplido los 50 años apenas hayan oído hablar de
Marisol a sus hermanos mayores o a sus padres
. Pero Pepa Flores, madre
de María Esteve, fue en la España de los 60 y 70 un fenómeno de masas. Fue Marisol, la niña prodigio de Un rayo de luz o Tómbola,
el ángel rubio, juguete del franquismo y de los Goyanes, la mujer que
se enamoró apasionadamente del comunismo y el baile sagrado de Antonio
Gades, la actriz que encarnó a la Mariana Pineda que vimos en TVE.
Apareció desnuda en la portada de Interviú como una libertad guiando al pueblo
español en la revolución social que este país empezaba cuando Franco
fue enterrado.
Pepa Flores, a sus 68 espléndidos años recién cumplidos,
abre cada día sus ojos azules y hasta canta con su gracia imborrable de
barriada malagueña.
Nos lo cuenta su hija María Esteve. Marisol, Pepa
Flores, "se encuentra estupendamente de salud" y a pesar de su empeño en
mantenerse al margen de la fama y vivir por y para su familia, hoy
sabemos que volverá.
"Estoy segura", dice su hija. "Muchas veces coge la guitarra y se pone a cantar ¡Y cómo canta todavía!"
Hacía tiempo que a la hija mayor de Marisol y Antonio Gades no se la
veía por Madrid. María, actriz de 40 años, casada desde hace cinco con
un chico dedicado a la moda, en una ceremonia discreta, vive entre la
capital y Málaga, cerca de su madre, Pepa Flores, y de sus hermanas
mayores: Celia, cantante, y Tamara, psicóloga.
María fue una de las invitadas a la fiesta de Yves Saint Laurent, que celebró por todo lo alto los diez años de L' Homme, uno de sus perfumes masculinos más icónicos, con el top model Vinnie Woolston como reclamo.
María declaró a Informalia
que vive en Málaga, en el campo, a 20 minutos de la casa de su madre.
"La veo todo el tiempo, y a mis hermanas", dijo. "Mi marido viaja mucho y
me da igual estar en un sitio que en otro, así que me quedo en Málaga
muchas veces".
María es la presidenta de la Fundación Antonio Gades, dedicada a
honrar la memoria del gran bailarín con actuaciones de la compañía que
su padre creó en su momento y que actúa en todo el mundo. Próximamente
lo hará en Barcelona.
Además de bailar, dedican sus beneficios a ayudar a distintas
iniciativas solidarias, entre otras, a jóvenes que quieren bailar.
"Nuestra sede está en Getafe (Madrid) y los ensayos, en el teatro de la
localidad. Ha sido Japón, donde tanto admiraban mi padre, quien nos
ayudó económicamente a levantar la Fundación. Es increíble que no
tuviéramos la mínima ayuda de España", reprocha María.
Hace unos días, en la entrega de los premios del Círculo de Escritores Cinematográficos, en los que Pepa Flores recibía uno de los trofeos, se criticó la ausencia de Marisol o
de alguna de sus hijas, que no acudieron a recogerlo. "
Es injusto
porque habíamos avisado que no podíamos ir", explica. "Y mi madre no lo
hace jamás. Ella está estupendamente de salud y de todo, pero está
tranquila y no quiere decir una vez que sí, porque ya no pararían de
llamarla para todo", justifica María. "Cada pocos años hay una película
que se vuelve a poner, un homenaje, que le pintan un cuadro. Y no va
casi nunca, o nunca, aunque nosotros se lo pedimos", insiste la actriz.
"Pero yo estoy segura que volverá y a lo mejor para echar una mano a mi
hermana Celia, que sigue con su carrera de cantante", vaticina. "De
hecho, hace poco, mi madre apareció de forma muy sutil como por detrás
del escenario.
Volverá. Estoy segura. En casa sigue cantando, muchas
veces coge la guitarra y se pone a cantar ¡Y cómo canta todavía!".
Susan
Klebold, madre del autor de la matanza de Columbine, cuenta en un
desgarrador libro cómo se vive con la pena, la culpa y el odio.
Lo más terrible que puede ocurrirle a un padre o una madre es perder a
un hijo
. A Susan Klebold le sucedió: su benjamín, Dylan, murió con 18
años recién cumplidos.
Con una particularidad: él mismo se quitó la
vida, minutos después de habérsela robado a otras 13 personas.
El 20 de
abril de 1999, Dylan Klebold y su amigo Eric Harris abrieron fuego contra sus compañeros del instituto Columbine,
en Colorado (EE. UU.), matando a 12 estudiantes y un profesor.
Otras
muchas personas resultaron heridas. Las imágenes de la matanza —la más
terrible cometida hasta entonces en un centro escolar en Estados Unidos—
dieron la vuelta al mundo; el hijo pequeño de Susan Klebold fue uno de
los asesinos de la tristemente famosa “masacre de Columbine”.
Ahora, 17 años después, Susan Klebold ha publicado un libro titulado A mother’s reckoning: Living in the aftermath of tragedy (Balance de una madre: viviendo las secuelas de una tragedia),
en el que da respuesta a las preguntas que a todo padre y madre que
conozca los hechos se le han pasado alguna vez por la cabeza:
¿Cómo se
vive con ese suceso clavado en la memoria; con la culpa por un crimen
que uno no ha cometido; con el rechazo de otros por su parentesco con un
criminal?
Y, quizá aún más terrible: ¿cómo es que no se dio cuenta
antes de lo que su hijo era capaz de hacer, del odio que se cocía en su
interior?
¿Hasta qué punto se siente responsable, al vivir 18 años con
un potencial asesino de masas?
¿Le carcome el pensamiento de que, de
algún modo, ella, como madre, pudo haberlo evitado?
Éramos padres cariñosos, atentos y comprometidos, y Dylan era un niño
entusiasta y afectivo.
Lo corriente de nuestras vidas antes de Columbine
quizá será lo más difícil de entender de mi historia.
Para mí, es
también lo más importante", escribe Susan Klebold
Madres (corrientes) de hijos asesinos
La idea que subyace en la historia de la señora Klebold es que su
drama le podía haber acaecido a cualquiera
. Era una madre normal: no uno
de esos padres o madres conflictivos que viven en una maltrecha
caravana en un barrio marginal.
Educados y de clase media, ella y su
marido, Tom Klebold, eran pacifistas; estaban en contra del uso de armas
por particulares.
Tenían convicciones religiosas —luteranos
practicantes— y el trabajo de Susan consistía en conceder becas de
informática a discapacitados (su marido, del que se divorció en 2014, es
geofísico).
Habían puesto a su hijo menor el nombre de Dylan por el
poeta británico Dylan Thomas.
El mayor se llama Byron.
Lo más terrible que puede ocurrirle a un padre o una madre es perder a
un hijo. A Susan Klebold le sucedió: su benjamín, Dylan, murió con 18
años recién cumplidos. Con una particularidad: él mismo se quitó la
vida, minutos después de habérsela robado a otras 13 personas. El 20 de
abril de 1999, Dylan Klebold y su amigo Eric Harris abrieron fuego contra sus compañeros del instituto Columbine,
en Colorado (EE. UU.), matando a 12 estudiantes y un profesor. Otras
muchas personas resultaron heridas. Las imágenes de la matanza —la más
terrible cometida hasta entonces en un centro escolar en Estados Unidos—
dieron la vuelta al mundo; el hijo pequeño de Susan Klebold fue uno de
los asesinos de la tristemente famosa “masacre de Columbine”.
Éramos padres cariñosos, atentos y
comprometidos, y Dylan era un niño entusiasta y afectivo. Lo corriente
de nuestras vidas antes de Columbine quizá será lo más difícil de
entender de mi historia. Para mí, es también lo más importante",
escribe Susan Klebold
Ahora, 17 años después, Susan Klebold ha publicado un libro titulado A mother’s reckoning: Living in the aftermath of tragedy (Balance de una madre: viviendo las secuelas de una tragedia),
en el que da respuesta a las preguntas que a todo padre y madre que
conozca los hechos se le han pasado alguna vez por la cabeza: ¿Cómo se
vive con ese suceso clavado en la memoria; con la culpa por un crimen
que uno no ha cometido; con el rechazo de otros por su parentesco con un
criminal? Y, quizá aún más terrible: ¿cómo es que no se dio cuenta
antes de lo que su hijo era capaz de hacer, del odio que se cocía en su
interior? ¿Hasta qué punto se siente responsable, al vivir 18 años con
un potencial asesino de masas? ¿Le carcome el pensamiento de que, de
algún modo, ella, como madre, pudo haberlo evitado?
Madres (corrientes) de hijos asesinos
La idea que subyace en la historia de la señora Klebold es que su
drama le podía haber acaecido a cualquiera. Era una madre normal: no uno
de esos padres o madres conflictivos que viven en una maltrecha
caravana en un barrio marginal. Educados y de clase media, ella y su
marido, Tom Klebold, eran pacifistas; estaban en contra del uso de armas
por particulares. Tenían convicciones religiosas —luteranos
practicantes— y el trabajo de Susan consistía en conceder becas de
informática a discapacitados (su marido, del que se divorció en 2014, es
geofísico). Habían puesto a su hijo menor el nombre de Dylan por el
poeta británico Dylan Thomas. El mayor se llama Byron.
En su libro, cuyos derechos de autor serán donados íntegramente a
organizaciones dedicadas a enfermedades mentales, Susan empieza
mostrando su dolor:
“Daría mi vida para reparar lo que pasó ese día. De
hecho, la daría con gusto a cambio de cualquiera de las vidas que se
perdieron”, escribe.
Y enseguida procede a describir su familia. “Tom y
yo éramos padres cariñosos, atentos y comprometidos, y Dylan era un niño
entusiasta y afectivo”. Y añade: “Lo corriente de nuestras vidas antes
de Columbine quizá será lo más difícil de entender de mi historia.
Para
mí, es también lo más importante”.
La noción de que un criminal adolescente puede surgir hasta en las
mejores familias la ha recalcado poco después en las pocas entrevistas
que ha concedido.
“Una de las cosas aterradoras sobre esta realidad es
que la gente que tiene familiares que hacen cosas como esa son como el
resto de nosotros”, declaró la señora Klebold a The Guardian.
“He conocido a varias madres de asesinos de masas, y ellas son tan
dulces y agradables como cualquiera
. Uno sería incapaz de saber, si nos
viera juntas en una habitación, qué es lo que tenemos en común”.
Lo más terrible que puede ocurrirle a un padre o una madre es perder a
un hijo. A Susan Klebold le sucedió: su benjamín, Dylan, murió con 18
años recién cumplidos. Con una particularidad: él mismo se quitó la
vida, minutos después de habérsela robado a otras 13 personas. El 20 de
abril de 1999, Dylan Klebold y su amigo Eric Harris abrieron fuego contra sus compañeros del instituto Columbine,
en Colorado (EE. UU.), matando a 12 estudiantes y un profesor. Otras
muchas personas resultaron heridas. Las imágenes de la matanza —la más
terrible cometida hasta entonces en un centro escolar en Estados Unidos—
dieron la vuelta al mundo; el hijo pequeño de Susan Klebold fue uno de
los asesinos de la tristemente famosa “masacre de Columbine”.
Éramos padres cariñosos, atentos y
comprometidos, y Dylan era un niño entusiasta y afectivo. Lo corriente
de nuestras vidas antes de Columbine quizá será lo más difícil de
entender de mi historia. Para mí, es también lo más importante",
escribe Susan Klebold
Ahora, 17 años después, Susan Klebold ha publicado un libro titulado A mother’s reckoning: Living in the aftermath of tragedy (Balance de una madre: viviendo las secuelas de una tragedia),
en el que da respuesta a las preguntas que a todo padre y madre que
conozca los hechos se le han pasado alguna vez por la cabeza: ¿Cómo se
vive con ese suceso clavado en la memoria; con la culpa por un crimen
que uno no ha cometido; con el rechazo de otros por su parentesco con un
criminal? Y, quizá aún más terrible: ¿cómo es que no se dio cuenta
antes de lo que su hijo era capaz de hacer, del odio que se cocía en su
interior? ¿Hasta qué punto se siente responsable, al vivir 18 años con
un potencial asesino de masas? ¿Le carcome el pensamiento de que, de
algún modo, ella, como madre, pudo haberlo evitado?
Madres (corrientes) de hijos asesinos
La idea que subyace en la historia de la señora Klebold es que su
drama le podía haber acaecido a cualquiera. Era una madre normal: no uno
de esos padres o madres conflictivos que viven en una maltrecha
caravana en un barrio marginal. Educados y de clase media, ella y su
marido, Tom Klebold, eran pacifistas; estaban en contra del uso de armas
por particulares. Tenían convicciones religiosas —luteranos
practicantes— y el trabajo de Susan consistía en conceder becas de
informática a discapacitados (su marido, del que se divorció en 2014, es
geofísico). Habían puesto a su hijo menor el nombre de Dylan por el
poeta británico Dylan Thomas. El mayor se llama Byron.
En su libro, cuyos derechos de autor serán donados íntegramente a
organizaciones dedicadas a enfermedades mentales, Susan empieza
mostrando su dolor: “Daría mi vida para reparar lo que pasó ese día. De
hecho, la daría con gusto a cambio de cualquiera de las vidas que se
perdieron”, escribe. Y enseguida procede a describir su familia. “Tom y
yo éramos padres cariñosos, atentos y comprometidos, y Dylan era un niño
entusiasta y afectivo”. Y añade: “Lo corriente de nuestras vidas antes
de Columbine quizá será lo más difícil de entender de mi historia. Para
mí, es también lo más importante”.
La noción de que un criminal adolescente puede surgir hasta en las
mejores familias la ha recalcado poco después en las pocas entrevistas
que ha concedido. “Una de las cosas aterradoras sobre esta realidad es
que la gente que tiene familiares que hacen cosas como esa son como el
resto de nosotros”, declaró la señora Klebold a The Guardian.
“He conocido a varias madres de asesinos de masas, y ellas son tan
dulces y agradables como cualquiera. Uno sería incapaz de saber, si nos
viera juntas en una habitación, qué es lo que tenemos en común”.
¿Conocemos (de verdad) a nuestros hijos?
Madres amorosas que, sin embargo, pasaron por alto que tenían un
monstruo en casa
. Y eso que Dylan daba pistas. De niño tranquilo y
feliz, el chico se convirtió en un problemático adolescente.
En su
tercer año de instituto, él y su amigo Eric fueron detenidos por robar
en una furgoneta materiales electrónicos.
Poco después, Dylan fue
multado y expulsado temporalmente por rayar la puerta de una taquilla de
vestuario.
Ni siquiera cuando pidió a sus padres como regalo de Navidad
una escopeta —un año antes del crimen— ella ató cabos. “Sorprendida, le
pregunté para qué la quería, y me dijo que creía que ir de vez en
cuando a un campo de tiro podría ser divertido”, evoca en el libro.
“Dylan sabía que soy enemiga acérrima de las armas, así que la propuesta
me dejó de piedra (…) Y como nunca habría permitido un arma bajo
nuestro techo, su petición no despertó en mí ninguna alarma”.
Como su
madre se negó a comprarle la escopeta, él por su cuenta y a escondidas
se hizo, junto con su amigo, con un arsenal.
Tras la matanza salieron a la luz unos vídeos en los que Dylan y
Eric, en vísperas de su mortífero ataque, exhibían su arsenal y
fanfarroneaban de ello.
Algunos fueron rodados en el sótano de la casa
de Dylan, lo que hizo que los medios los titularan The basement tapes (“las cintas del sótano”), igual que unas grabaciones de otro Dylan, el músico Bob. “
“No teníamos ni idea de que esos vídeos existieran”, escribe Susan.
“
Mi corazón casi se rompe cuando vi a Dylan y escuché su voz: aparecía y
sonaba justo como lo recordaba, el chico al que tanto echaba de menos
(…) [Sin embargo] nunca había visto esa expresión de burlona
superioridad en su cara
. Me dejó boquiabierta el lenguaje que usaban:
abominable, lleno de odio, racista, con palabras despectivas que nunca
había escuchado en mi casa”.
Las cintas del sótano impactaron aún más en esta madre que el atentado perpetrado por su hijo. Lo explicaba en estos términos para The Guardian:
“Pienso que Dylan fue víctima de alguna clase de disfunción de su
cerebro. El Dylan que conocí y crié era una persona amable, considerada,
por eso me resulta tan difícil de entender
Pido disculpas a quien le
ofenda, pero no odio a mi hijo, ni le juzgo, porque es mi hijo y,
además, sea lo que fuese que mató a los otros, también lo mató a él”.
Esa
ignorancia en la que vivía es lo que ha convertido a Susan Klebold en
diana del odio de víctimas supervivientes, familiares y cierta parte de
la opinión pública.
Para muchos es culpable por omisión. Reacción que
ella entiende.
“Nunca he dejado de pensar en cómo me sentiría yo si
estuviera en el otro lado y uno de sus hijos hubiera disparado al mío”,
admitió a ABC News.
“Estoy completamente segura de que sentiría exactamente lo mismo que ellos”.
Vida después de la muerte
Su vida, como es natural, cambió por completo.
Destrozada, Susan
pensó en marcharse a vivir a otra ciudad, cambiar su apellido
(recuperando el de soltera) y empezar de cero.
“Muchas veces”, admitió
en una entrevista para la edición estadounidense de Marie Claire.
“Todavía podría hacerlo, pero debería tener una buena razón.
Me doy
cuenta de que realmente no puedo escapar de esto. Puedo cambiar mi
nombre, mudarme, pero aún tendría que vivir con el hecho de que mi hijo
mató a otras personas”.
Como suele ocurrir con los golpes más duros, hacen más fuertes a las
parejas o las destruyen
. “La única persona en el mundo que podría haber
comprendido por lo que estaba pasando era Tom, mi marido, pero la brecha
que se había abierto entre nosotros en los primeros días tras la
tragedia se fue ensanchando”, expone en el libro.
Después de 43 años
juntos, los Klebold se divorciaron en 2014
. Los abultados gastos en
abogados tampoco ayudaron. “La primera factura que recibimos fue una
conmoción
. No teníamos idea de cómo la pagaríamos (…) Mi madre había
estado pagando un seguro de vida para sus nietos, mis hijos, desde
niños, y toda esa cantidad sirvió para pagar la primera factura
. Pero
fue una sola gota en el cubo, porque nos esperaban años de facturas por
delante”, relata. El seguro se hizo cargo de las indemnizaciones a las
víctimas, por valor de 1,3 millones de euros.
También ha cambiado su forma de pensar.
Ahora se pone en la piel de
las madres de los criminales (“Cuando oigo sobre terroristas en las
noticias pienso: ‘Es el hijo de alguien”, asegura) y ha convertido su
vida en una cruzada no contra las armas, sino contra el suicidio:
“Creo
que un asesinato-suicidio es una manifestación de suicidio y, si nos
centramos en este, pienso que podemos prevenir sucesos como el de
Columbine”, declaró.
Frente al eco mediático
El atentado de Dylan y Eric tuvo un enorme eco social y cultural. Michael Moore dedicó un documental a los hechos (Bowling for Columbine, 2002) y Gus Van Sant rodó una película (Elephant, 2004). En 2000, Marilyn Manson publicó el álbum Holy wood (in the shadow of the valley of death)
como reflexión tras aquella tragedia (en su día se dijo que las
canciones de este músico de rock habían podido instigar a los dos
muchachos a llevar a cabo su plan, y Manson llegó a escribir un artículo
defendiéndose en Rolling Stone).
Una repercusión que Susan ha llevado mal. “Para mí, Dylan me
pertenecía. Y cuando veo películas, obras de teatro o escucho canciones
dedicadas a aquello tengo la sensación de que alguien me lo está
arrebatando, que está reclamando la propiedad de algo de lo que no saben
nada en absoluto”, dijo a The Guardian.
Lo que no ha mutado en estos 17 años ha sido su alergia a usar el
verbo “matar” en relación a lo que hizo su hijo. “No pasa un día sin que
piense en la gente a la que Dylan hizo daño. Para mí es más fácil decir
‘hacer daño’ que ‘matar’, incluso después de tanto tiempo”, dijo a ABC News. “Es muy duro vivir con el hecho de que alguien a quien amaste y criaste mató brutalmente a gente de ese modo horrible”.
Su libro, que aparece salpicado con desgarradores comentarios de su
diario personal, concluye con una descripción de su agonía
: “Desearía
haber sabido lo que tramaba Dylan”, asegura. “Desearía haberlo detenido.
Desearía haber tenido la oportunidad de intercambiarme por aquellos que
perdieron su vida.
Pero al margen de un millón de deseos apasionados,
sé que no puedo volver atrás”.
Y extrae una moraleja: “Debemos centrar
nuestra atención en investigar y concienciar acerca de esas enfermedades
[mentales], no solo para el beneficio de quienes las padecen sino
también para los inocentes que seguirán siendo sus víctimas si no lo
hacemos”.