Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

2 feb 2016

Cómo «Tiburón» cambió la industria del cine................................................. Emilio de Gorgot

steven-spielberg
Steven Spielberg. Fotografía cortesía de Universal Studios.
Hay buenas películas y hay obras maestras del cine
. También hay películas que, siendo buenas o incluso malas, revolucionan el séptimo arte por cómo han sido producidas, por cómo afectan a los gustos del público o por cómo cambian los usos y costumbres del negocio.
 En muy raras ocasiones, una película puede ser ambas cosas: una obra maestra, un hallazgo artístico, pero también un fenómeno que cambia los paradigmas hasta entonces considerados inamovibles. 
Eso fue Tiburón, un antes y después en la forma que la industria del cine tiene de relacionarse con el público.
 Se habla mucho de La guerra de las galaxias y su influencia sobre la cultura del cine masificado, pero no fue la trilogía espacial, sino Tiburón, la que de verdad puso el negocio patas arriba
. Fue el primer blockbuster moderno y quizá siga siendo el mejor. En cualquier caso, cambió las reglas respecto de cuánto dinero se puede invertir en una película, de cuándo y cómo conviene estrenarla, y de a qué público se necesita recurrir para recuperar la inversión. 
Rompió todos los convencionalismos porque fue una película comercializada a la desesperada, después de haber multiplicado su presupuesto entre accidentes y errores, arrancada de las garras del fracaso por la visión de un joven cineasta, Steven Spielberg, que contra todos los obstáculos imaginables nos regaló uno de los más memorables títulos de las últimas décadas.
Una idea estúpida: la historia de un tiburón que ataca a la gente
Pensé que eras mi amigo, ¿cómo me has hecho rodar esta película con peces? (Steven Spielberg a Sid Sheinberg)
La historia de Hollywood empezó a cambiar cuando el joven escritor Peter Benchley tuvo la revelación que le salvó in extremis de abandonar su renqueante carrera literaria.
 Escribir apenas alcanzaba para sacar adelante a su familia, y ya consideraba seriamente la idea de buscarse un empleo en cualquier otra cosa, cuando un día, sentado en una playa, empezó a recordar las noticias que años atrás había leído sobre la captura de ejemplares de tiburón blanco cerca de la costa. Empezó a imaginar qué sucedería si un único tiburón, actuando de manera inteligente, empezase a acosar a los bañistas de un pequeño pueblo costero
. Creyó haber encontrado un argumento que bien podría convertirse en libro. Excitado, le contó la idea a su mujer, aunque ella respondió con escaso entusiasmo:
 «Peter, es la idea más absurda que he oído nunca. Búscate otro argumento».
 Pero Benchley no pudo apartar su mente del gran tiburón blanco. Desoyendo el consejo conyugal, se puso a trabajar y escribió el principio de una novela, Jaws, por la que consiguió recibir mil dólares como anticipo. Empezó a creer que su carrera literaria podía llegar a salvarse. 
Y así sucedió. Cuando fue publicada, Jaws se convirtió en un enorme éxito.
Otro joven andaba buscando un argumento, esta vez para una película. Steven Spielberg todavía no era un director importante. 
Se lo consideraba uno de los más prometedores talentos de la industria, sí, pero a efectos prácticos era un don nadie de veintisiete años que únicamente tenía un estreno cinematográfico a sus espaldas (dos, si contamos una película para televisión que también sería estrenada en cines). Spielberg era el favorito de los productores Richard Zanuck y David Brown, pero tenía muchas cosas que demostrar. 
El mundo lo había descubierto con Duel, largometraje televisivo que narraba la aterradora experiencia de un conductor que durante más de hora y media es perseguido por un misterioso camionero sin que sepamos nunca por qué
Aunque había sido un fenómeno televisivo que cimentó su prestigio como gran promesa, Duel no dejaba de ser un producto barato.
 La única película que había rodado para la gran pantalla con un presupuesto cinematográfico, The Sugarland Express, había sido bien recibida por los críticos, pero no había generado una repercusión comercial demasiado espectacular. Spielberg todavía necesitaba demostrar que podía hacerse cargo de un presupuesto serio y convertirlo en un producto rentable. Zanuck y Brown confiaban en su talento, pero debían encontrar el vehículo adecuado con el que ponerlo a trabajar. Un día Spielberg supo que planeaban producir una adaptación de la novela Jaws, por entonces convertida ya en superventas, aunque el proyecto tenía ya asignado un director, Dick Richards
 Aun así, Spielberg se ofreció a leer la primera versión del guion, todavía por pulir, para dar su opinión.
 Dos días después llamó a sus jefes y les dijo que la historia era buena, y que si «por algún motivo el director abandona el proyecto, no me importaría hacerme cargo yo mismo».
La ocasión se presentó bien pronto
. Los productores descubrieron con asombro que Dick Richards no era el hombre indicado para el trabajo cuando, en una de sus primeras reuniones, el cineasta empezó a describir las primeras secuencias que tenía en mente… y ¡no dejaba de mencionar una ballena!
 Su aparente incapacidad para distinguir entre un cetáceo y un gran tiburón blanco hizo que Zanuck y Brown se replanteasen el futuro de la película: apartaron a Richards y se la ofrecieron a Spielberg, quien había parecido ansioso por rodarla
. Pero estuvo a punto de no suceder.
 Por entonces Spielberg ya estaba considerando otro proyecto.
 Le habían ofrecido dirigir Lucky Lady, un guion centrado en la era de la ley seca. 
Con dos ofertas sobre la mesa en un momento clave de su carrera, Spielberg se sintió confuso. 
 Pidió consejo a su amigo Sid Sheinberg, presidente de la MCA, y fue la honestidad de este la que dirigió a Spielberg hacia el reino del tiburón blanco. Le dijo que Lucky Lady no iba a ser demasiado comercial y que no parecía el paso adecuado para un director joven, sobre todo para uno que, como Spielberg, ansiaba tener control total sobre su propio trabajo.
 En cambio, Jaws, basada en el best seller de moda, atraería a algún actor taquillero y le permitiría obtener buenos resultados económicos, sin los cuales no podía pretender asentarse en el negocio.
 Tras mucho meditar, Spielberg decidió firmar para rodar Jaws.
 Hoy sabemos que aquella decisión hizo de él un gigante del cine, pero durante los meses de rodaje Spielberg iba a tener muchos motivos para arrepentirse.
 Cuando le recriminó a Sid Sheinberg lo que consideraba un terrible consejo, Spielberg estaba convencido de que su carrera como director se había ido por el retrete por culpa del dichoso escualo.
Tiburón: un proyecto sin guion, sin actores… y sin tiburón
jaws
Roy Scheider y Richard Dreyfuss. Imagen cortesía de Universal Studios.
La presión empezó a aumentar incluso antes de que hubiese un proyecto bien perfilado. 
La popularidad de la novela Jaws había seguido creciendo hasta alcanzar el número uno en la prestigiosa lista del New York Times, lo cual, junto a una amenaza de huelga en la industria, hizo que a Zanuck y Brown les entrasen las prisas por aprovechar el momento y empezar el rodaje cuanto antes.
 Cuando dieron luz verde al proyecto, todo estaba en mantillas. El guion continuaba sin pulir y necesitaba muchos cambios para poder ser llevado a la pantalla con un resultado digno. 
Tampoco tenían actores para los papeles principales.
 No tenían perfilados los detalles técnicos del rodaje. No tenían nada, excepto una idea y un director. 
Y lo peor: Spielberg demostró ser un joven visionario que se negaba a seguir las normas de la industria y que empezó a amenazar con dejar el rodaje colgado si no se le permitía seguir sus propios instintos artísticos, los cuales solían implicar más dificultades y, por tanto, más dinero.
El asunto de los actores se resolvió con relativa facilidad.
 Digo «relativa» en comparación con el resto de problemas a los que se enfrentaron, porque Spielberg tuvo muchos dolores de cabeza para confeccionar su reparto.
 El papel del biólogo marino Matt Hooper no le hizo pensar demasiado: cuando no pudo obtener a sus primeras opciones (nombres como John Voight o Jeff Bridges), su amigo George Lucas le sugirió a un joven actor con el que acababa de trabajar, Richard Dreyfuss
 Este tenía pocas ganas de involucrarse en un rodaje con barcos, secuencias de acción e incomodidades varias, pero aceptó a regañadientes cuando la película que acababa de estrenar no funcionó como esperaba. Sí, parece mentira, pero para Dreyfuss, Tiburón fue un segundo plato no muy apetecido. En cuanto al personaje de Quint, curtido cazador de tiburones, Spielberg quería a Lee Marvin.
 Pero Marvin, que por cierto era un pescador muy habituado a perseguir grandes piezas en la vida real, estaba de vacaciones y rechazó la oferta con una de las excusas más incontestables de la historia del cine: «Si hay que rodar una película sobre pescar grandes peces, prefiero quedarme pescando grandes peces de verdad».
 Como este argumento no tenía fisuras, los productores propusieron un sustituto, Robert Shaw, con quien ya habían trabajado en El Golpe.
 A Spielberg le pareció buena idea, aunque todavía no era consciente de los problemas que podía causar un tipo con la personalidad volátil y agresiva de Shaw.
 Más dificultad le causó el papel protagonista, Martin Brody, sheriff del pueblo costero en donde aparece el tiburón, que pese a enfrentarse a una amenaza que no comprende es el único capaz de anticipar la magnitud del peligro por encima de los intereses turísticos y políticos de las autoridades locales
. Dada la popularidad de la novela, varias estrellas se interesaron por el papel, así que Spielberg tenía donde elegir. Sin embargo, buscaba unas características tan concretas que dejó pasar a varios grandes nombres. 
Charlton Heston, héroe de acción por antonomasia, se ofreció para interpretar a Brody.
 Parecía una baza conveniente, porque era un actor taquillero a quien el público amaba en esa clase de películas. Pero Spielberg, que ya estaba dejándose llevar por su particular visión, tenía sus reservas.
 No quería a un tipo duro como protagonista, sino a alguien que pudiese mostrar también una faceta vulnerable (entre otras cosas, el personaje de Brody ¡debía mostrar fobia al agua!) y desde luego alguien como Heston no mostraba puntos débiles en pantalla.
 Tras mucho cavilar, Spielberg encontró a su hombre por casualidad. Acabó contratando a un actor que se había dado a conocer como polícia implacable en la famosa French ConnectionRoy Scheider
 Ambos se conocieron en una fiesta y Spielberg pensó que Scheider era justo la clase de tipo duro que quería evitar.
 Es más, no solamente era duro en la pantalla, sino que había sido un prometedor boxeador amateur: de catorce combates en competición, había ganado trece (en su única derrota le rompieron la nariz, lo cual le daba su característico aspecto de matón).
 Pero Scheider le convenció de que podía mostrar la faceta vulnerable requerida por el papel, y no habló en vano.
 Su trabajo en la película, como el de sus dos compañeros, iba a ser de primer nivel.
Con los actores bajo contrato, el rodaje empezó de la manera más improvisada que cabe imaginar. Spielberg tenía entre manos un guion a medio cocinar que necesitaba una reescritura.
 Pero no había tiempo, así que iban a tener que reescribir sobre la marcha, inmersos en plena filmación… algo que quizá es factible con un drama convencional, pero una locura en mitad de una producción con tantos elementos técnicos
. Spielberg dejó atónitos a los productores cuando para esa tarea contrató a Carl Gottlieb, guionista especializado en comedia televisiva. A todos les pareció una insensatez, pero Spielberg tenía unos motivos muy claros: quería darle profundidad a los personajes para que la película tuviese un toque humano que la distinguiera del típico film de aventuras y terror. Acertó completamente con la elección. Gottlieb le confirió una enorme viveza a los personajes y también tuvo el buen instinto de insertar algunos toques cómicos en los diálogos, incluso en mitad de momentos de tremenda tensión. Idea suya era la frase más recordada de la película, pronunciada por Brody cuando ve por primera vez al tiburón con sus propios ojos:
 «Vais a necesitar un barco más grande». Gracias a Gottlieb, lo que era una mera película de género se transformó también en un convincente drama.
Todos estos problemas, sin embargo, se quedaron en nada por culpa de dos factores inesperados. Uno, la insistencia de Spielberg en rodar en el mar.
 Y dos, la poca previsión de los productores, que habían confiado en realizar una adaptación no muy costosa para la que no necesitarían gran cosa, solamente algún tiburón amaestrado. Los animales amaestrados no eran caros de alquilar. Sin embargo, fue solamente después de haber dado luz verde a la película cuando Zanuck y Brown descubrieron que ¡no se puede amaestrar a un tiburón!
Pesadilla sobre el agua
31
Fotografía cortesía de Universal Studios.
Es el rodaje más duro que jamás he hecho. Todavía tengo pesadillas. (Steven Spielberg).
Abrumados por el grueso error, los productores se dieron cuenta de que iban a necesitar un tiburón mecánico o no habría largometraje, aun a sabiendas de que esto iba a disparar los costes. Habían planeado una película de presupuesto mediano, técnicamente no muy distinta a la serie B. El grueso del dinero debía ir al sueldo de algunas famosas estrellas, no a los efectos especiales.
 Esto era una actitud habitual a principios de los setenta, sespués de que algunas superproducciones de la década anterior hubiesen causado sonoras debacles financieras a los estudios (baste recordar Cleopatra). En general, Hollywood estaba huyendo de las grandes inversiones. Sin embargo, ¡no se puede hacer una película sobre tiburones sin tiburones! Pero no existía tal cosa como un tiburón mecánico.
 Nadie había fabricado uno.
 Por más que buscaron en Hollywood, no encontraron a especialistas que estuviesen dispuestos a jugarse su prestigio con una labor tan complicada o que pensaran siquiera que fuese posible.
 La situación era tan desesperada que terminaron recurriendo a un experto en efectos especiales, Bob Mattey, que estaba ya jubilado y que por tanto no tenía miedo a jugársela.
 Veinte años atrás (en 1954) Mattey había construido un calamar gigante para 20.000 leguas de viaje submarino.
 También había fabricado maquinaria para parques de atracciones.
 Era la mejor opción que tenían y desde luego el único que se prestaba a semejante locura.
 Pero como veremos, ni siquiera lo mejor iba a resultar suficiente.
Mattey construyó el tiburón mecánico, bajo la misma presión y apresuramiento que todos los involucrados en una película que estaba ya en proceso de producción.
 Eran tres tiburones distintos, de hecho, para planos frontales y laterales
. Podían ser manejados mediante mandos eléctricos. Los probaron en los típicos tanques de agua que hay en los estudios de Hollywood y que sirven para simular escenas marítimas. 
Funcionaban. Bautizaron al monstruoso tiburón artificial como «Bruce», una broma en referencia al abogado de Spielberg. Hasta aquí, todo normal.
Pero Spielberg no quería rodar las escenas marítimas en un tanque de agua como se hacía tradicionalmente.
 Exigía realismo e insistía, por ejemplo, en que cuando los tres personajes principales se embarcaban para dar caza al tiburón, filmar el auténtico horizonte marino era la única forma de trasladar al público la soledad e indefensión que sentirían en mitad del océano. Todas las secuencias acuáticas debían filmarse en el océano.
 Los productores, alarmados, intentaron hacerle entrar en razón: un tanque de agua, en la seguridad de un estudio, era la forma más barata y segura de trabajar las secuencias marítimas. En muchas obras maestras se había usado un tanque de agua. ¡Todo el mundo rodaba en tanques de agua!
 Pero aquella fue una de las muchas veces en que un joven Spielberg, haciendo gala de una formidable visión y un admirable pundonor profesional, plantó cara a sus jefes.
 O rodaban en el mar o abandonaba el proyecto. 
Sus jefes tuvieron que concederle lo que quería, mientras se decían que habían cometido un error contratando a alguien tan perfeccionista.
 Si no le echaron, fue sin duda porque temieron más incrementos en los costes.
La decisión de Spielberg era narrativamente genial, pero las consecuencias sobre el tiburón eléctrico iban a ser desastrosas. Un tanque de estudio está lleno de agua dulce y unos circuitos eléctricos bien aislados como los de aquel tiburón mecánico pueden tener una vida útil más que suficiente.
 Pero el agua salada del mar tiene un alto poder corrosivo. Rodando en el mar, los escualos mecánicos empezaron a fallar. Los mandos no respondían
. Hubo que buscar una solución a toda prisa. El constructor, Bob Mattey, entendió que no podía usarse electricidad y empezó a diseñar otro mecanismo, completamente hidráulico. Esto, claro, alargaría el rodaje y aumentaría considerablemente el presupuesto.
 Y entre tanto, ¡Spielberg tenía que rodar y seguía sin tiburón! Con suerte podría llegar a usarlo en algunas secuencias finales, siempre que Mattey consiguiese hacer funcionar el nuevo modelo a tiempo, pero mientras tanto había que seguir adelante.
 Con un retraso enorme y unos gastos que se disparaban, Spielberg se puso a buscar soluciones artísticas para la ausencia del pez.
 Y en esto demostró reflejos propios de un genio creador. Todos los críticos coinciden de hecho en que la avería del tiburón benefició a la película, porque Spielberg tuvo que idear nuevas maneras de presentar al tiburón sin mostrarlo en pantalla, y para ello recurrió a un ejercicio de imaginación:
 «¿Qué haría Hitchcock en mi lugar?». Que Spielberg dominaba el lenguaje hitchcockiano ya lo había demostrado con sus dos anteriores largometrajes, sobre todo con Duel
Pero él mismo admitió que sin las av
erías del tiburón su película no hubiese resultado tan creativa. Empezó a aplicar técnicas narrativas más propias del suspense. No mostraba a ningún tiburón, pero nos hacía entender que estaba allí, lo cual terminó siendo mucho más efectivo. 
Para cuando el tiburón mecánico finalmente apareció en pantalla, Spielberg ya se había metido al público en el bolsillo a base de planos inesperados en los que no se veía nada pero se intuía todo.
Estos logros artísticos fueron apreciados a posteriori, sí, pero durante el rodaje, Spielberg pensaba que la película iba a cercenar su carrera. Hollywood no quiere a directores que pierdan el control de la agenda, y mucho menos que pierdan el control de la cuenta de gastos.
 Spielberg, por su insistencia en rodar en alta mar, había perdido el control de ambas cosas. El rodaje se demoró varias semanas respecto a lo previsto. 
Después se demoró varios meses. Su insistencia en rodar a cielo abierto era la causa de casi todos los desastres: el clima no siempre era bueno, debían pasar horas y días esperando a que el mar estuviese en calma, hubo accidentes, averías, algún barco hundido (incluido el que vemos en la película), material valioso perdido en el agua, un doble que casi se ahoga (¡el tipo no sabía nadar!) y se negaba a volver a sumergirse… en fin, un caos total.
 Con el paso del tiempo los ánimos se exasperaban. 
Los productores, ya convencidos de que contratar a Spielberg había sido un gran error, empezaron a sufrir las consecuencias fiscales a causa del retraso
. Los actores se veían obligados a declinar otras ofertas, por lo que perdían muchísimo dinero y se mostraban cada vez más cabreados y frustrados
. Robert Shaw estaba fuera de control: alcohólico e imprevisible, tenía arrebatos violentos que aterraban al personal
. Incluso sus arrebatos más amistosos causaban pánico, porque cuando se dice que Robert Shaw tenía una «gran presencia», no solamente hablamos de una presencia metafórica en la pantalla. 
La tensión era tal que pudo incluso con Roy Scheider, cuya profesionalidad, paciencia y sabiduría causaban admiración entre sus compañeros.
 Era, recordemos, un actor que había protagonizado ya una película ganadora del Óscar a mejor largometraje. 
Y era además un antiguo boxeador, curtido en el cuadrilátero
. Pero un día no pudo más.
 La emprendió a hostia limpia con la mesa de catering, gritando y despotricando, harto de perderse proyectos por estar encadenado a aquel desastroso rodaje. 
Aquel arrebato era algo impropio de él, pero también era el producto lógico de las frustraciones acumuladas durante un rodaje de pesadilla. Spielberg necesitó horas para conseguir calmarlo.
Todo iba de mal en peor.
 Un plan de rodaje que había saltado por los aires, un tiburón que había costado mucho dinero pero que solamente estuvo listo para unas pocas escenas (funcionando a medias) y la sensación de que solamente un milagro podría hacer funcionar todo aquello.
 El presupuesto que excedía en millones las previsiones iniciales: lo que se pretendía una película modesta se había convertido en una superproducción que triplicaba el coste medio de los largometrajes de la época. 
Cuando Spielberg terminó el rodaje, se vino abajo. 
Encerrado en una habitación de hotel, tuvo una crisis de pánico que lo dejó paralizado. 
Veía que su carrera acababa de terminar. 
Días después, se encerró en la sala de montaje para terminar de organizar las imágenes, convencido de que aquello sería su epitafio artístico. Estaba seguro de que nadie lo iba a volver a contratar después de semejante concatenación de calamidades.
El nacimiento del blockbuster veraniego
1973, London, England, UK --- Film Director Stephen Spielberg, 1973 --- Image by © Hulton-Deutsch Collection/CORBIS
Steven Spielberg, 1973. Fotografía: Corbis.
No tuve otra opción que descubrir cómo contar la historia sin el tiburón. 
 Fue cuando me volví hacia Hitchcock, ¿qué haría él en una situación como esta? Imaginando una película de Hitchcock en vez de una película tipo Godzilla, de repente tuve la idea de que podíamos conseguir un gran efecto usando el horizonte marino, haciendo que no fueses capaz de ver lo que hay por debajo de tu cintura cuando estás nadando.
 Lo que no ves es lo que de verdad resulta aterrador. Eso obligaba a los espectadores a traer su imaginación colectiva cuando viniesen a ver la película, y sería su imaginación la que me permitiría hacer de esto un éxito (Steven Spielberg).
Como es costumbre en Hollywood, una primera versión del montaje fue proyectada ante una selección de espectadores que, provistos de fichas, registrarían su opinión sobre la película.
 De esta manera, el estudio podía saber si la película necesitaba algún cambio antes del estreno, además de estimar su posible carrera comercial.
 De los resultados de estas proyecciones de prueba podía depender la manera en que un largometraje era anunciado y distribuido.
 Pues bien, cuando se proyectaron los primeros montajes de prueba de Tiburón, sucedió algo. 
La reacción fue entusiasta. Muy entusiasta. Después de semejante pesadilla de rodaje, nadie estaba con ánimos como para imaginar tan buena recepción
. Pero las opiniones eran inequívocas: quienes la veían, salían encantados.
Los productores dedujeron algo importante: aunque la película podía gustar a un amplio público, el principal público diana de Tiburón iban a ser los varones adolescentes y jóvenes
. Tradicionalmente se había estrenado esta clase de películas en temporada navideña, aprovechando las vacaciones. Aunque hoy parezca raro, no era costumbre estrenar en verano, y había buenos motivos para ello.
 Durante décadas, las salas habían carecido de aire acondicionado y a nadie se le hubiese ocurrido estrenar una superproducción en verano, sabiendo que el público no iría al cine para pasarse dos horas sudando entre una multitud. En verano siempre habían funcionado los cines al aire libre y los drive-in, pero estos, por sí solos, no podrían recaudar lo suficiente para justificar un gran estreno; como mucho, servían para proyectar pequeñas producciones, serie B o películas de reestreno.
 Las fiestas navideñas eran la temporada más propicia para los grandes estrenos y además tenían la ventaja de que estarían todavía recientes cuando se otorgasen los premios Óscar, que podían servir como segundo trampolín para reavivar la carrera comercial de cualquier film.
 Pero los productores de Tiburón, obligados por su agenda, iban a tomar decisiones muy atrevidas.
 Sabiendo que el uso de aire acondicionado se había empezado a generalizar, decidieron arriesgarse y estrenar en pleno verano. El 20 de junio, a dos semanas del 4 de julio, fiesta nacional estadounidense, Tiburón saltaría a las pantallas.
 Un gran estreno estival era una rareza
. Pero necesitaban hacerlo funcionar.
Para el entonces terreno ignoto del verano, necesitaban medidas de efecto
. Una fue la de estrenar a la vez en muchas salas. Esto suponía romper con otra costumbre muy arraigada, la de estrenar una película por etapas. 
Es decir: por lo general, un gran estreno se proyectaba en unas pocas salas de Nueva York o Los Ángeles. 
Al ser dos ciudades grandes con enorme tradición cinematográfica, optaban a un amplio público ansioso de estrenos, evitando la mala imagen que daban las butacas vacías
. También en aquellas dos metrópolis se concentraba lo más granado de la crítica.
 Cuando el eco publicitario del éxito en las dos todopoderosas capitales llegaba al resto del país, se iba estrenando la película en otras ciudades.
 Más adelante, para terminar de aprovechar el tirón, se estrenaba en zonas suburbanas o rurales.
 Todo de manera gradual. 
Los departamentos de publicidad de los grandes estudios eran bastante pequeños y la parte de presupuesto que se usaba en promoción era modesta.
 Los motivos de esta forma de actuar tenían su lógica: la publicidad en televisión era demasiado cara como para hacer un uso extensivo. 
La publicidad en prensa escrita era más barata, pero solamente llegaba a los adultos. 
Para captar la atención del público juvenil se confiaba en el boca a boca.
 Así pues, un estreno por etapas parecía lo más seguro.
 Aunque hoy nos sorprenda, estrenar una película en muchas salas a la vez era señal de que no se confiaba en su carrera comercial, porque así se intentaba captar a un público incauto antes de que el boca a boca o las malas críticas se extendiesen y la gente perdiese el interés.
 Pero ¿una buena película? Esta sí podía estrenarse poco a poco, porque todo el mundo terminaría queriendo ir a verla, ya fuese el día del estreno o tres meses después.
 Lo de gastar fortunas en promoción era un riesgo que los estudios rara vez querían tomar.
Esto había empezado a cambiar en 1972, cuando la película El Padrino se había estrenado simultáneamente en cuatrocientas salas de cine.
 Esto fue una estrategia insólita, más producto de la necesidad que del cálculo
. Se había previsto que El Padrino se estrenase durante la Navidad de 1971, pero algunos contratiempos hicieron que se retrasara hasta primavera de 1972.
 La primavera era «temporada baja», así que se decidió estrenar en muchas salas para compensar lo extemporáneo del estreno.
 Funcionó. El Padrino fue un gran éxito, y precisamente abrir en muchas salas le permitió pulverizar las marcas iniciales de taquilla de la competencia. 
Pero claro, la calidad de la película era enorme, al poco de haber sido estrenada muchas voces la situaban ya a la altura de cualquier obra maestra y todo el mundo quería comprobar in situ si de verdad era tan buena. 
El Padrino era un fenómeno único, un film de altísimo prestigio, así que la idea de copiar sus tácticas resultaba dudosa. 
¿Podía algo como Tiburón imitar su estrategia? Dado que sus pases previos daban a entender que la segunda película en celuloide de Spielberg no solo era divertida, sino artísticamente grandiosa, no tomaron solamente el riesgo de imitar la táctica comercial de El Padrino, sino que la llevaron todavía más lejos. 
Se estrenó de golpe en el doble de salas que El Padrino (aunque no se llegó al número previsto, ¡cercano al millar!). 
Para apoyar la jugada, se apoyaron en una campaña publicitaria nunca vista, que aprovechaba de lleno la televisión, aunque esto supusiera un gasto enorme.

George Lucas y Steven Spielberg en el Paseo de la fama de Hollywood, 1984. Fotografía: Corbis.
George Lucas y Steven Spielberg en el Paseo de la fama de Hollywood, 1984. Fotografía: Corbis.

Heroísmo y redención................................................. Luis Gago

Contactado sólo tres horas antes, Javier Perianes aceptó tocar el Concierto 'Emperador' de Beethoven con una orquesta con la que jamás había colaborado.


El pianista Javier Perianes.
El programa del concierto –con dos obras en un radiante Mi bemol mayor– parecía estar pidiendo héroes a gritos y acabó encontrando uno inesperado.
 Contactado sólo tres horas antes de que comenzara por una grave indisposición del pianista anunciado (Jean-Yves Thibaudet), Javier Perianes aceptó tocar el Concierto Emperador de Beethoven en el Auditorio Nacional de Madrid con una orquesta y un director con los que jamás había colaborado anteriormente, sin apenas tiempo para refrescar la partitura y con diez minutos de ensayo previo
. Había llegado el día anterior de tocar en la Beethoven-Haus de Bonn y debió de volver imbuido del espíritu y la audacia del compositor alemán para aceptar semejante reto y salvar así la velada in extremis a orquesta, organizador y, sobre todo, público, que supo agradecérselo acordemente.

El pianista Javier Perianes.
El programa del concierto –con dos obras en un radiante Mi bemol mayor– parecía estar pidiendo héroes a gritos y acabó encontrando uno inesperado
. Contactado sólo tres horas antes de que comenzara por una grave indisposición del pianista anunciado (Jean-Yves Thibaudet), Javier Perianes aceptó tocar el Concierto Emperador de Beethoven en el Auditorio Nacional de Madrid con una orquesta y un director con los que jamás había colaborado anteriormente, sin apenas tiempo para refrescar la partitura y con diez minutos de ensayo previo.
 Había llegado el día anterior de tocar en la Beethoven-Haus de Bonn y debió de volver imbuido del espíritu y la audacia del compositor alemán para aceptar semejante reto y salvar así la velada in extremis a orquesta, organizador y, sobre todo, público, que supo agradecérselo acordemente.
Obras de Beethoven y Strauss. Javier Perianes (piano). Real Orquesta del Concertgebouw. Dir.: Semyon Bychkov. Auditorio Nacional, 1 de febrero.
Aclarados los precedentes, hay que decir que no se oyó una gran versión, pero el demérito fue de Semyon Bychkov, que demostró ser, amén de un beethoveniano de muy escaso fuste, un acompañante inflexible y poco receptivo a las invitaciones a liberar la música y dejarla correr, o a insuflarle brío, lirismo, articulación o amplitud, que le llegaban asiduamente desde el piano.
 Perianes tocó muy bien, con calma aparente y pasmosa seguridad técnica, pero el “Emperador”, una obra mucho menos compacta que los dos anteriores conciertos beethovenianos, no puede sacarse adelante sin un solista y un director en idéntica longitud de onda.
Hay que entender, por supuesto, las circunstancias extremas en que tocaron, casi como si se tratara de una primera lectura conjunta, y admirar que no se produjeran desajustes o deslices de peso
. Lo escuchado, sin embargo, sólo redunda en beneficio del español y su creciente madurez artística, y en perjuicio del ruso, al menos un par de escalones por debajo de las mejores batutas actuales
. La orquesta en pleno aplaudió unánimemente al pianista tanto después de superado el formidable escollo del “Emperador” como tras el Nocturno en Do sostenido menor de Chopin que tocó fuera de programa previa petición de permiso para ello al concertino: los gestos sí importan.
 Vesko Eschkenazy tenía reservados a su vez no pocos retos en ese soberano ejercicio de egotismo que es Una vida de héroe, de Richard Strauss, sólo superado por su propia Sinfonía Doméstica
. Su labor consiste en retratar a la mujer del compositor, que él mismo calificó de “muy compleja, muy femenina, un poco perversa, un poco coqueta, diferente a cada minuto de cómo había sido el momento anterior”.
Tocó sus solos con total solvencia técnica, aunque cabe verterlos con mayor creatividad y fantasía. Antes habíamos oído el retrato del héroe y de sus adversarios (sensacionales las maderas) y después llegarían la guerra, las obras de paz y el retiro del mundo del héroe, secciones todas que no aparecen deslindadas en la partitura y que requieren una ilación que Bychkov tampoco logró en ningún momento.
 La orquesta (16 violines primeros y otros tantos segundos, 9 trompas, 5 trompetas, dos tubas, dos arpas…) apabulló con su sonido rotundo y multicolor y varios solistas presentaron sus credenciales de altísima calidad (como la española Miriam Pastor al corno inglés), pero la versión volvió a cojear por el lado de la batuta, incapaz de dar a la música el espacio, el tiempo, el trazo y la densidad que requiere la escritura de Strauss.
 Desde el anfiteatro parecía que la orquesta utilizaba una partitura de la época de su composición (1898): no en vano está dedicada a ella y a su director, un entonces jovencísimo Willem Mengelberg. Bychkov no ha estado a la altura de la historia, pero aún le queda la posibilidad de una pronta redención –no cabe tampoco aquí palabra más adecuada– en el Parsifal que habrá de dirigir en abril en el Teatro Real.

 

El escote de Susan Sarandon o el ‘problema’ de ser sexy a los 69 en Hollywood................................ Noelia Ramírez

Las críticas sobre si era apropiado o no su vestuario en los premios SAG nos recuerdan lo difícil que es envejecer cuando se trata de pasear por la alfombra roja.

El escote de Susan Sarandon o el ‘problema’ de ser sexy a los 69 en Hollywood
Sarandon, espléndida, en la alfombra roja de los SAG Awards.
Foto: Getty

 “Kim debería perseguir judicialmente a su cirujano estético”. Ha sido ver todo el absurdo revuelo que ha levantado el escote de Susan Sarandon en los premios del sindicato de actores  (SAG)del pasado fin de semana y venirnos a la mente el infame tuit que tecleó Donald Trump durante la ceremonia de los Oscar en 2014, cuando se sumó a la oleada de críticas vergonzosas sobre el aspecto de esa leyenda viva del celuloide que es Kim Novak.

Hace dos años tocó meterse con el aspecto que presentaba el icono de Alfred Hitchock en la ceremonia de los Oscar.

 Uno de los deportes favoritos de las redes durante las Navidades fue especular sobre si Carrie Fisher estaba demasiado “cascada” en el regreso de Leia a Star Wars

Este fin de semana, como en una especie de eterno-retorno, el turno ha recaído en dilucidar si las tetas de Susan Sarandon merecían o no lucirse sobre la alfombra roja. “¡Nadie quiere ver tu viejo escote! ¡Tápatelas!”, tuiteó Karen Salikn, un pseudo intento de Joan Rivers sin gracia.

 ¿Es apropiado que las tetas de Susan Sarandon asomen en la intro del in memoriam?, rezaba otro tuit. Sarandon –una ejemplar activista de 69 años, embajadora de Unicef, ganadora del Oscar, del Bafta y del premio de Sindicato de actores; algo de lo que no pueden presumir todas estas cuentas repletas de moralina– probablemente ignore las críticas que su poderoso traje de Max Mara despertó en las redes.

El escote de Susan Sarandon o el ‘problema’ de ser sexy a los 69 en Hollywood

Las críticas sobre si era apropiado o no su vestuario en los premios SAG nos recuerdan lo difícil que es envejecer cuando se trata de pasear por la alfombra roja.

El escote de Susan Sarandon o el ‘problema’ de ser sexy a los 69 en Hollywood
Sarandon, espléndida, en la alfombra roja de los SAG Awards.
Foto: Getty

“Kim debería perseguir judicialmente a su cirujano estético”
. Ha sido ver todo el absurdo revuelo que ha levantado el escote de Susan Sarandon en los premios del sindicato de actores  (SAG)del pasado fin de semana y venirnos a la mente el infame tuit que tecleó Donald Trump durante la ceremonia de los Oscar en 2014, cuando se sumó a la oleada de críticas vergonzosas sobre el aspecto de esa leyenda viva del celuloide que es Kim Novak.

Hace dos años tocó meterse con el aspecto que presentaba el icono de Alfred Hitchock en la ceremonia de los Oscar. Uno de los deportes favoritos de las redes durante las Navidades fue especular sobre si Carrie Fisher estaba demasiado “cascada” en el regreso de Leia a Star Wars. Este fin de semana, como en una especie de eterno-retorno, el turno ha recaído en dilucidar si las tetas de Susan Sarandon merecían o no lucirse sobre la alfombra roja. “¡Nadie quiere ver tu viejo escote! ¡Tápatelas!”, tuiteó Karen Salikn, un pseudo intento de Joan Rivers sin gracia. ¿Es apropiado que las tetas de Susan Sarandon asomen en la intro del in memoriam?, rezaba otro tuit. Sarandon –una ejemplar activista de 69 años, embajadora de Unicef, ganadora del Oscar, del Bafta y del premio de Sindicato de actores; algo de lo que no pueden presumir todas estas cuentas repletas de moralina– probablemente ignore las críticas que su poderoso traje de Max Mara despertó en las redes.
Kate Winslet, Michael Shannon y Susan Sarandon posan durante la gala de los premios que entrega el sindicato de actores.
Kate Winslet, Michael Shannon y Susan Sarandon posan durante la gala de los premios que entrega el sindicato de actores.
Foto: Getty
Lo de la protagonista de Thelma y Louise fue un golpe sobre la mesa frente al recalcitrante edadismo hollywoodense (qué podemos añadir que no hayamos explicado aquí, aquí o aquí).
 O así ha resumido Guillermo Alonso este episodio en Vanity Fair: 
 “Lo que subyace realmente aquí es que una mujer ha venido a recalcar que los pechos también existen a los setenta años.
Y que tienen derecho a ser mostrados.
Probablemente de forma inconsciente, Sarandon llevó a cabo el sábado en los premios SAG algo llamativo y valiente: mostró sus pechos con orgullo, lo hizo con un outfit que Hollywood solo hubiese perdonado a una actriz veinteañera, lo mostró de la mano de su hijo y se expuso a las críticas negativas que seguramente sabía que llegarían al presentar una sección delicada, la del repaso a las figuras que nos abandonaron el último año, enseñando algo que todos los vivos deberían celebrar. Vosotros estáis muertos, pero aquí queremos vivir los placeres del vino y la carne mientras podamos”.
Sarandon no se lamenta de su (fantástico) aspecto, ni tiene ganas de aparentar menos.
Ya lo advirtió en una entrevista concedida a la revista V, donde afirmó sin miramientos que jamás volvería a los 25. “No me gustaría volver ahí otra vez
. Ahora sé mucho más, y estoy mucho más cómoda con mi piel.
 Cuando escucho a las jóvenes quejarse por cosas superficiales… ¡estáis en el pico de vuestra belleza física! Solo disfruta y deja de preocuparte por tus muslos demasiado grandes… Si estás molesta cuando tienes 25, la vida va a ser dura”.
“Por favor, dejad de discutir sobre si he envejecido bien”, exigió Carrie Fisher (y esta viñeta resumió todo el estúpido debate). Kim Novak se armó de valor y dijo que no se callaría “frente a los tiranos” y lamentó que “mientras en Cannes me recibían con una inmensa ovación, en Hollywood, después de los Óscar, he sido perseguida por la prensa y por el público en Internet y en televisión”.
Susan Sarandon no se ha pronunciado –ayer tuiteó sobre cosas más importantes, sobre cómo Boko Haram atacó un pueblo en Nigeria y mató a decenas de personas–. Ni falta que le hace.
 Su escote ya ha hablado por ella.

Susan Sarandon y su hija Eva Amurri, en la alfombra roja de los premios. Kate Winslet, Michael Shannon y Susan Sarandon posan durante la gala de los premios que entrega el sindicato de actores.

Las mejores novelas negras de 2015...................................................Juan Carlos Galindo

Las mejores novelas negras de 2015

Por: | 22 de diciembre de 2015
Noirbars
Una vez más reunimos a un variopinto plantel del mundo de lo negro y criminal para elegir las mejores novelas del año en el género.
 Quiero dar las gracias a todos los que han participado y alguna que no ha podido a pesar de todo.
 Es un privilegio poder cometer atracos tan desvergonzados y que las víctimas encima se muestren generosas.
Esta es una selección variopinta, extraña, divertida. Cada uno ha escogido lo que le ha parecido sin saber sobre qué escribían los demás. 
Por eso hay alguna repetición, pero también por eso hay rarezas, variedad y mucha honestidad. Hay thriller, hay obras de los dos lados del Atlántico, hay breves puñetazos y hay muchos buenos libros. Lean, polemicen, disfruten.

 

Carlos Zanón, escritor

 

Gatas salvajes, Julián Ibáñez, Cuadernos del laberinto
 Es casi insultante la facilidad con la que Julián Ibáñez nos endosa regularmente directos a la nariz mientras castiga hígado y costados. Ibáñez y su personaje más fetiche, Bellón, nos entregan Gatas salvajes (Cuadernos del laberinto) en este 2015.
 Hay todo lo bueno del hardboiled que destila el maestro cántabro a que nos tiene acostumbrado, en ese mundo terco y definitivo que anida en pueblos al borde de carreteras secundarias y bares de alterne que desde su inauguración parecen haber vivido mejores épocas.
 Pero hace ya años que Julián Ibáñez ha recuperado el estado de gracia para que parezca que más que escribir se deslice por el hielo, con esa mano para describir ambientes y personajes –mi debilidad es cómo queman  los femeninos- y un tenerte cayendo por el agujero de la primera a la última página. Una vez más, Ibáñez gana por KO.

 

Santiago Álvarez, escritor y organizador de Valencia Negra

 

Irène, Pierre Lemaitre (Alfaguara, traducción de Juan Carlos Durán)

Esta novela posee dos hándicaps; por un lado, la pésima traducción del título original (Travail Soigné), detalle aparentemente menor, pero no tanto en este caso, y no digo más. Por otro, se trata de una novela publicada en Francia en 2006, que llegó este año a España a rebufo del éxito de Vestido de novia y Álex, por lo que el primer libro de esta trilogía llega el último, con el consecuente desajuste. En too caso, no es cosa irreparable. Por lo demás, Lemaitre nos cocina un sobrecogedor thriller policiaco, donde encontraremos el menú completo: maravillosos personajes, revolcones de la trama y, lo mejor de todo, una prosa de altura, con brillo de gran literatura en muchas de sus páginas. No me gustan los psicópatas, ni los asesinos en serie, pero Lemaitre me ha obligado a seguir sus pasos con pasión de la mano del comandante Camille, un singular agente del orden del cual ya no querremos separarnos.

Guillermo Altares, periodista

 

La Banda De Los Sacco, Andrea Camilleri (Destino, traducción de Juan Carlos Gentile)
 Con 90 años, Andrea Camilleri es un escritor cada vez más creativo y sorprendente, pero también implacable en la visión de su Sicilia natal.
 Por un lado, sigue publicando las novelas del comisario Montalbano, irónicas, a veces tristes y descreídas, pero siempre luminosas porque resulta imposible no dejarse seducir por el ácido humor que despliega el novelista
. Pero, además, también escribe de vez en cuando novelas sobre su tierra, casi siempre basadas en hechos históricos.
 Este año hemos tenido la suerte de contar con uno de estos libros, La Banda De Los Sacco (Destino), en el que relata la rebelión de una familia frente a la Mafia que desencadena una serie interminable de venganzas
. Camilleri demuestra su oficio con un lenguaje directo en el que esta vez no se cuela la ironía, sólo la violencia de una tierra a la que le cuesta avanzar hacia el futuro.

Carlos Salem, escritor  

Tus magníficos ojos vengativos cuando todo ha pasado, Juan Ramón Biedma (Lengua de trapo)
Voy a optar por el libro que más me ha sorprendido (gratamente,desde luego.
 No pierdo mi tiempo ni el ajeno en hablar de lo que me decepciona). Me refiero a lo último de Juan Ramón Biedma, Tus magníficos ojos vengativos cuando todo ha pasado, en la que retuerce el mito de Sherlock Holmes más allá de lo previsible, y hace de Moriarty un Prometeo desalmado y al  mismo tiempo muy humano
. No es la novela típica de Holmes, sino un fresco de la maldad humana en un Londres tan gótico como solo Biedma puede pintarlo.

Rosa Ribas, escritora

Marley ha muerto, Carlos Zanón (Serie Negra, RBA)
Página a página, la ciudad que la añoranza y la distancia habían transfigurado, iluminado, limpiado, se volvió oscura, sucia, tal vez real.
 Ese es uno de los efectos tras cerrar el libro de relatos Marley estaba muerto de Carlos Zanón, para mí una de las lecturas negras mejores de este año.
 Aunque muchos digan que no es género negro. Incluso el propio autor lo niega, pero ya sabemos que los escritores en muchas ocasiones no tienen ni idea de lo que están haciendo.
 Por suerte, estamos los lectores para hacérselo entender.
 Esto es negro, muy negro.

 

Carlos Basas, escritor, organizador de Pamplona Negra

Las flores no sangran, Alexis Ravelo (Al Revés)
¿Por qué Ravelo? Porque, libro a libro, demuestra que Literatura —buena literatura, con mayúscula— y género, y novela negra, no son en absoluto incompatibles. Porque trasciende los bordes, límites, corsés, fronteras tradicionales del género sin que dejen de ser reconocibles, creando nuevos países. 
Porque sus personajes son tipos que uno puede toparse en la esquina, porque sus mundos son reales, cercanos, reconocibles.
 Duros y terribles, pero no exentos de humor. Porque su forma de contar es única, personal, reconocible, maravillosa.
 Porque uno se identifica con sus tipos humanos, se mancha con ellos, y les desea lo mejor, y lo peor. Porque sus historias son puñetazos de realidad; por su crítica, por su forma de mirar lo que le rodea. Porque, en el fondo de sus letras no solo descubro a grandes de la Literatura negra que viajan con él —Thompson, Manchete, Sciascia, Madrid, Ledesma, Ibáñez, Martín...—, sino a otros grandes como Kurt Vonnegut. "Haz que tu personaje quiera algo y después sé sádico con él", decía Vonnegut.
 Ese es Alexis Ravelo.

Alexis Ravelo, escritor 

Subsuelo, Marcelo Luján (Salto de Página)
Qué injusto tener que elegir una (y solo una) novela negra de entre tantas publicadas en el año.
 La memoria o el humor suele traicionarnos a la hora de hacerlo.
 A lo que hay que añadir que a veces no nos da tiempo de estar al día. Ejemplo: solo este año pude leer Los escupitajos de las cucarachas, la magnífica novela con la que Andreu Martín vuelve a demostrar que por algo los más jóvenes lo llamamos maestro, aunque a él le joda, y Te quiero porque me das de comer, de David Llorente, cuya lectura postergué por motivos que me avergüenzan
. He intentado hacerle justicia recomendándola cada vez que he tenido ocasión. Lo he hecho hasta el hartazgo.
 Y me he dejado atrás cosas divertidísimas, como En el cielo no hay cerveza, de Carlos Salem, El diablo en cada esquina, de Jordi Ledesma,
 A tumba abierta, de Raúl Argemí, La mujer de gris, de Anna María Villalonga o Siempre pagan los mismos, de Carlos Bassas.
 Y aun cosas interesantísimas, en editoriales mínimas, como Orán ya no te quiere, de Carlos Erice Azanza y Malas artes, de Albert Gassull.
 A todo esto, en otoño han aparecido nuevas entregas de Susana Hernández (Cuentas pendientes) o mi paisano José Luis Correa (Mientras seamos jóvenes) que aún no he podido leer.
 Ahora bien, si debo quedarme con una, solo con una, lo hago con una novela que también he recomendado ya hasta la saciedad, incluso aquí mismo: la breve, inteligente y opresiva Subsuelo, de Marcelo Luján, en la que no hay policías o delincuentes profesionales, pero que es un inquietante espejo en el que mirarnos como individuos y como miembros de una sociedad.