Hay
buenas películas y hay obras maestras del cine
. También hay películas
que, siendo buenas o incluso malas, revolucionan el séptimo arte por
cómo han sido producidas, por cómo afectan a los gustos del público o
por cómo cambian los usos y costumbres del negocio.
En muy raras
ocasiones, una película puede ser ambas cosas: una obra maestra, un
hallazgo artístico, pero también un fenómeno que cambia los paradigmas
hasta entonces considerados inamovibles.
Eso fue Tiburón, un antes y después en la forma que la industria del cine tiene de relacionarse con el público.
Se habla mucho de La guerra de las galaxias y su influencia sobre la cultura del cine masificado, pero no fue la trilogía espacial, sino Tiburón, la que de verdad puso el negocio patas arriba
. Fue el primer blockbuster moderno
y quizá siga siendo el mejor. En cualquier caso, cambió las reglas
respecto de cuánto dinero se puede invertir en una película, de cuándo y
cómo conviene estrenarla, y de a qué público se necesita recurrir para
recuperar la inversión.
Rompió todos los convencionalismos
porque fue una película comercializada a la desesperada, después de
haber multiplicado su presupuesto entre accidentes
y errores, arrancada de las garras del fracaso por la visión de un joven
cineasta, Steven Spielberg, que contra todos los obstáculos imaginables nos regaló uno de los más memorables títulos de las últimas décadas.
Una idea estúpida: la historia de un tiburón que ataca a la gente
Pensé que eras mi amigo, ¿cómo me has hecho rodar esta película con peces? (Steven Spielberg a Sid Sheinberg)
La historia de Hollywood empezó a cambiar cuando el joven escritor Peter Benchley tuvo la revelación que le salvó in extremis de
abandonar su renqueante carrera literaria.
Escribir apenas alcanzaba
para sacar adelante a su familia, y ya consideraba seriamente la idea de
buscarse un empleo en cualquier otra cosa, cuando un día, sentado en
una playa, empezó a recordar las noticias que años atrás había leído
sobre la captura de ejemplares de tiburón blanco cerca de la costa.
Empezó a imaginar qué sucedería si un único tiburón, actuando de manera
inteligente, empezase a acosar a los bañistas de un pequeño pueblo
costero
. Creyó haber encontrado un argumento que bien podría convertirse
en libro. Excitado, le contó la idea a su mujer, aunque ella respondió
con escaso entusiasmo:
«Peter, es la idea más absurda que he oído nunca.
Búscate otro argumento».
Pero Benchley no pudo apartar su mente del
gran tiburón blanco. Desoyendo el consejo conyugal, se puso a trabajar y
escribió el principio de una novela, Jaws, por la que consiguió
recibir mil dólares como anticipo. Empezó a creer que su carrera
literaria podía llegar a salvarse.
Y así sucedió. Cuando fue publicada, Jaws se convirtió en un enorme éxito.
Otro
joven andaba buscando un argumento, esta vez para una película. Steven
Spielberg todavía no era un director importante.
Se lo consideraba uno
de los más prometedores talentos de la industria, sí, pero a efectos
prácticos era un don nadie de veintisiete años que únicamente tenía un
estreno cinematográfico a sus espaldas (dos, si contamos una película
para televisión que también sería estrenada en cines). Spielberg era el
favorito de los productores Richard Zanuck y David Brown, pero tenía muchas cosas que demostrar.
El mundo lo había descubierto con Duel,
largometraje televisivo que narraba la aterradora experiencia de un
conductor que durante más de hora y media es perseguido por un
misterioso camionero sin que sepamos nunca por qué.
Aunque había sido un fenómeno televisivo que cimentó su prestigio como gran promesa, Duel no
dejaba de ser un producto barato.
La única película que había
rodado para la gran pantalla con un presupuesto cinematográfico, The Sugarland Express,
había sido bien recibida por los críticos, pero no había generado una
repercusión comercial demasiado espectacular. Spielberg todavía
necesitaba demostrar que podía hacerse cargo de un presupuesto serio y
convertirlo en un producto rentable. Zanuck y Brown confiaban en su
talento, pero debían encontrar el vehículo adecuado con el que ponerlo a
trabajar. Un día Spielberg supo que planeaban producir una adaptación
de la novela Jaws, por entonces convertida ya en superventas, aunque el proyecto tenía ya asignado un director, Dick Richards.
Aun así, Spielberg se ofreció a leer la primera versión del
guion, todavía por pulir, para dar su opinión.
Dos días después llamó a
sus jefes y les dijo que la historia era buena, y que si «por algún
motivo el director abandona el proyecto, no me importaría hacerme
cargo yo mismo».
La
ocasión se presentó bien pronto
. Los productores descubrieron con
asombro que Dick Richards no era el hombre indicado para el trabajo
cuando, en una de sus primeras reuniones, el cineasta empezó a describir
las primeras secuencias que tenía en mente… y ¡no dejaba de mencionar
una ballena!
Su aparente incapacidad para distinguir entre un cetáceo y
un gran tiburón blanco hizo que Zanuck y Brown se
replanteasen el futuro de la película: apartaron a Richards y se
la ofrecieron a Spielberg, quien había parecido ansioso por rodarla
.
Pero estuvo a punto de no suceder.
Por entonces Spielberg ya estaba
considerando otro proyecto.
Le habían ofrecido dirigir Lucky Lady,
un guion centrado en la era de la ley seca.
Con dos ofertas sobre la
mesa en un momento clave de su carrera, Spielberg se sintió confuso.
Pidió consejo a su amigo Sid Sheinberg, presidente de la MCA, y fue la honestidad de este la que dirigió a Spielberg hacia el reino del tiburón blanco. Le dijo que Lucky Lady no
iba a ser demasiado comercial y que no parecía el paso adecuado para un
director joven, sobre todo para uno que, como Spielberg, ansiaba tener
control total sobre su propio trabajo.
En cambio, Jaws, basada en el best seller de
moda, atraería a algún actor taquillero y le permitiría obtener buenos
resultados económicos, sin los cuales no podía pretender asentarse en el
negocio.
Tras mucho meditar, Spielberg decidió firmar para rodar Jaws.
Hoy sabemos que aquella decisión hizo de él un gigante del cine, pero
durante los meses de rodaje Spielberg iba a tener muchos motivos para
arrepentirse.
Cuando le recriminó a Sid Sheinberg lo que consideraba
un terrible consejo, Spielberg estaba convencido de que su carrera como
director se había ido por el retrete por culpa del dichoso escualo.
Tiburón: un proyecto sin guion, sin actores… y sin tiburón
La presión empezó a aumentar incluso antes de que hubiese un proyecto bien perfilado.
La popularidad de la novela Jaws había seguido creciendo hasta alcanzar el número uno en la prestigiosa lista del New York Times,
lo cual, junto a una amenaza de huelga en la industria, hizo que a
Zanuck y Brown les entrasen las prisas por aprovechar el momento y
empezar el rodaje cuanto antes.
Cuando dieron luz verde al proyecto,
todo estaba en mantillas. El guion continuaba sin pulir y necesitaba
muchos cambios para poder ser llevado a la pantalla con un resultado
digno.
Tampoco tenían actores para los papeles principales.
No
tenían perfilados los detalles técnicos del rodaje. No tenían nada,
excepto una idea y un director.
Y lo peor: Spielberg demostró ser un
joven visionario que se negaba a seguir las normas de la industria y
que empezó a amenazar con dejar el rodaje colgado si no se le permitía
seguir sus propios instintos artísticos, los cuales solían implicar más
dificultades y, por tanto, más dinero.
El
asunto de los actores se resolvió con relativa facilidad.
Digo
«relativa» en comparación con el resto de problemas a los que se
enfrentaron, porque Spielberg tuvo muchos dolores de cabeza para
confeccionar su reparto.
El papel del biólogo marino Matt Hooper
no le hizo pensar demasiado: cuando no pudo obtener a sus primeras
opciones (nombres como John Voight o Jeff Bridges), su amigo George Lucas le sugirió a un joven actor con el que acababa de trabajar, Richard Dreyfuss.
Este tenía pocas ganas de involucrarse en un rodaje con barcos,
secuencias de acción e incomodidades varias, pero aceptó a
regañadientes cuando la película que acababa de estrenar no funcionó
como esperaba. Sí, parece mentira, pero para Dreyfuss, Tiburón fue un segundo plato no muy apetecido. En cuanto al personaje de Quint, curtido cazador de tiburones, Spielberg quería a Lee Marvin.
Pero Marvin, que por cierto era un pescador muy habituado a perseguir
grandes piezas en la vida real, estaba de vacaciones y rechazó la oferta
con una de las excusas más incontestables de la historia del cine: «Si
hay que rodar una película sobre pescar grandes peces, prefiero quedarme
pescando grandes peces de verdad».
Como este argumento no tenía fisuras, los productores propusieron un sustituto, Robert Shaw, con quien ya habían trabajado en El Golpe.
A Spielberg le pareció buena idea, aunque todavía no era consciente de
los problemas que podía causar un tipo con la personalidad volátil y
agresiva de Shaw.
Más dificultad le causó el papel protagonista, Martin
Brody, sheriff del pueblo costero en donde aparece el tiburón,
que pese a enfrentarse a una amenaza que no comprende es el único capaz
de anticipar la magnitud del peligro por encima de los intereses
turísticos y políticos de las autoridades locales
. Dada la popularidad
de la novela, varias estrellas se interesaron por el papel, así
que Spielberg tenía donde elegir. Sin embargo, buscaba unas
características tan concretas que dejó pasar a varios grandes nombres.
Charlton Heston,
héroe de acción por antonomasia, se ofreció para interpretar a Brody.
Parecía una baza conveniente, porque era un actor taquillero a quien el
público amaba en esa clase de películas. Pero Spielberg, que ya estaba
dejándose llevar por su particular visión, tenía sus reservas.
No quería
a un tipo duro como protagonista, sino a alguien que pudiese mostrar
también una faceta vulnerable (entre otras cosas, el personaje de Brody
¡debía mostrar fobia al agua!) y desde luego alguien como Heston no
mostraba puntos débiles en pantalla.
Tras mucho cavilar, Spielberg
encontró a su hombre por casualidad. Acabó contratando a un actor que se
había dado a conocer como polícia implacable en la famosa French Connection, Roy Scheider.
Ambos se conocieron en una fiesta y Spielberg pensó que Scheider era
justo la clase de tipo duro que quería evitar.
Es más, no solamente era
duro en la pantalla, sino que había sido un prometedor boxeador amateur:
de catorce combates en competición, había ganado trece (en su única
derrota le rompieron la nariz, lo cual le daba su característico aspecto
de matón).
Pero Scheider le convenció de que podía mostrar la faceta
vulnerable requerida por el papel, y no habló en vano.
Su trabajo en la
película, como el de sus dos compañeros, iba a ser de primer nivel.
Con
los actores bajo contrato, el rodaje empezó de la manera más
improvisada que cabe imaginar. Spielberg tenía entre manos un guion a
medio cocinar que necesitaba una reescritura.
Pero no había tiempo, así
que iban a tener que reescribir sobre la marcha, inmersos en plena
filmación… algo que quizá es factible con un drama convencional, pero
una locura en mitad de una producción con tantos elementos técnicos
.
Spielberg dejó atónitos a los productores cuando para esa tarea contrató
a Carl Gottlieb, guionista especializado en comedia televisiva. A
todos les pareció una insensatez, pero Spielberg tenía unos motivos muy
claros: quería darle profundidad a los personajes para que la película
tuviese un toque humano que la distinguiera del típico film de aventuras
y terror. Acertó completamente con la elección. Gottlieb le confirió
una enorme viveza a los personajes y también tuvo el buen instinto de
insertar algunos toques cómicos en los diálogos, incluso en mitad de
momentos de tremenda tensión. Idea suya era la frase más recordada de la
película, pronunciada por Brody cuando ve por primera vez al tiburón
con sus propios ojos:
«Vais a necesitar un barco más grande». Gracias a
Gottlieb, lo que era una mera película de género se transformó también
en un convincente drama.
Todos
estos problemas, sin embargo, se quedaron en nada por culpa de dos
factores inesperados. Uno, la insistencia de Spielberg en rodar en el
mar.
Y dos, la poca previsión de los productores, que habían confiado en
realizar una adaptación no muy costosa para la que no necesitarían gran
cosa, solamente algún tiburón amaestrado. Los animales amaestrados no
eran caros de alquilar. Sin embargo, fue solamente después de haber dado
luz verde a la película cuando Zanuck y Brown descubrieron que ¡no se
puede amaestrar a un tiburón!
Pesadilla sobre el agua
Es el rodaje más duro que jamás he hecho. Todavía tengo pesadillas. (Steven Spielberg).
Abrumados
por el grueso error, los productores se dieron cuenta de que iban a
necesitar un tiburón mecánico o no habría largometraje, aun a sabiendas
de que esto iba a disparar los costes. Habían planeado una película de
presupuesto mediano, técnicamente no muy distinta a la serie B. El
grueso del dinero debía ir al sueldo de algunas famosas estrellas, no a
los efectos especiales.
Esto era una actitud habitual a principios de
los setenta, sespués de que algunas superproducciones de la década
anterior hubiesen causado sonoras debacles financieras a los
estudios (baste recordar Cleopatra). En general, Hollywood estaba
huyendo de las grandes inversiones. Sin embargo, ¡no se puede hacer una
película sobre tiburones sin tiburones! Pero no existía tal cosa como
un tiburón mecánico.
Nadie había fabricado uno.
Por más que buscaron en
Hollywood, no encontraron a especialistas que estuviesen dispuestos a
jugarse su prestigio con una labor tan complicada o que pensaran
siquiera que fuese posible.
La situación era tan desesperada que
terminaron recurriendo a un experto en efectos especiales, Bob Mattey,
que estaba ya jubilado y que por tanto no tenía miedo a jugársela.
Veinte años atrás (en 1954) Mattey había construido un calamar gigante
para 20.000 leguas de viaje submarino.
También había fabricado maquinaria para parques de atracciones.
Era la
mejor opción que tenían y desde luego el único que se prestaba a
semejante locura.
Pero como veremos, ni siquiera lo mejor iba a resultar
suficiente.
Mattey
construyó el tiburón mecánico, bajo la misma presión y apresuramiento
que todos los involucrados en una película que estaba ya en proceso de
producción.
Eran tres tiburones distintos, de hecho, para planos
frontales y laterales
. Podían ser manejados mediante mandos eléctricos.
Los probaron en los típicos tanques de agua que hay en los estudios de
Hollywood y que sirven para simular escenas marítimas.
Funcionaban.
Bautizaron al monstruoso tiburón artificial como «Bruce», una broma en
referencia al abogado de Spielberg. Hasta aquí, todo normal.
Pero
Spielberg no quería rodar las escenas marítimas en un tanque de agua
como se hacía tradicionalmente.
Exigía realismo e insistía, por ejemplo,
en que cuando los tres personajes principales se embarcaban para dar
caza al tiburón, filmar el auténtico horizonte marino era la única forma
de trasladar al público la soledad e indefensión que sentirían en mitad
del océano. Todas las secuencias acuáticas debían filmarse en el
océano.
Los productores, alarmados, intentaron hacerle entrar en razón:
un tanque de agua, en la seguridad de un estudio, era la forma más
barata y segura de trabajar las secuencias marítimas. En muchas obras
maestras se había usado un tanque de agua. ¡Todo el mundo rodaba en
tanques de agua!
Pero aquella fue una de las muchas veces en que un
joven Spielberg, haciendo gala de una formidable visión y un admirable
pundonor profesional, plantó cara a sus jefes.
O rodaban en el mar o
abandonaba el proyecto.
Sus jefes tuvieron que concederle lo que
quería, mientras se decían que habían cometido un error contratando a
alguien tan perfeccionista.
Si no le echaron, fue sin duda porque
temieron más incrementos en los costes.
La
decisión de Spielberg era narrativamente genial, pero las
consecuencias sobre el tiburón eléctrico iban a ser desastrosas. Un
tanque de estudio está lleno de agua dulce y unos circuitos eléctricos
bien aislados como los de aquel tiburón mecánico pueden tener una vida
útil más que suficiente.
Pero el agua salada del mar tiene un alto poder
corrosivo. Rodando en el mar, los escualos mecánicos empezaron a
fallar. Los mandos no respondían
. Hubo que buscar una solución a toda
prisa. El constructor, Bob Mattey, entendió que no podía usarse
electricidad y empezó a diseñar otro mecanismo, completamente
hidráulico. Esto, claro, alargaría el rodaje y aumentaría
considerablemente el presupuesto.
Y entre tanto, ¡Spielberg tenía que
rodar y seguía sin tiburón! Con suerte podría llegar a usarlo en algunas
secuencias finales, siempre que Mattey consiguiese hacer funcionar el
nuevo modelo a tiempo, pero mientras tanto había que seguir adelante.
Con un retraso enorme y unos gastos que se disparaban, Spielberg se puso
a buscar soluciones artísticas para la ausencia del pez.
Y en esto
demostró reflejos propios de un genio creador. Todos los críticos
coinciden de hecho en que la avería del tiburón benefició a la
película, porque Spielberg tuvo que idear nuevas maneras de presentar al
tiburón sin mostrarlo en pantalla, y para ello recurrió a un ejercicio
de imaginación:
«¿Qué haría Hitchcock en mi lugar?». Que
Spielberg dominaba el lenguaje hitchcockiano ya lo había demostrado con
sus dos anteriores largometrajes, sobre todo con Duel.
Pero él
mismo admitió que sin las av
erías del tiburón su película no hubiese
resultado tan creativa. Empezó a aplicar técnicas narrativas más propias
del suspense. No mostraba a ningún tiburón, pero nos hacía entender que
estaba allí, lo cual terminó siendo mucho más efectivo.
Para cuando el
tiburón mecánico finalmente apareció en pantalla, Spielberg ya se había
metido al público en el bolsillo a base de planos inesperados en los que
no se veía nada pero se intuía todo.
Estos logros artísticos fueron apreciados a posteriori, sí,
pero durante el rodaje, Spielberg pensaba que la película iba a
cercenar su carrera. Hollywood no quiere a directores que pierdan el
control de la agenda, y mucho menos que pierdan el control de la cuenta
de gastos.
Spielberg, por su insistencia en rodar en alta mar, había
perdido el control de ambas cosas. El rodaje se demoró varias semanas
respecto a lo previsto.
Después se demoró varios meses. Su insistencia
en rodar a cielo abierto era la causa de casi todos los desastres: el
clima no siempre era bueno, debían pasar horas y días esperando a que el
mar estuviese en calma, hubo accidentes, averías, algún barco
hundido (incluido el que vemos en la película), material valioso perdido
en el agua, un doble que casi se ahoga (¡el tipo no sabía nadar!) y se
negaba a volver a sumergirse… en fin, un caos total.
Con el paso del
tiempo los ánimos se exasperaban.
Los productores, ya convencidos de que
contratar a Spielberg había sido un gran error, empezaron a sufrir las
consecuencias fiscales a causa del retraso
. Los actores se veían
obligados a declinar otras ofertas, por lo que perdían muchísimo dinero y
se mostraban cada vez más cabreados y frustrados
. Robert Shaw estaba
fuera de control: alcohólico e imprevisible, tenía arrebatos violentos
que aterraban al personal
. Incluso sus arrebatos más amistosos causaban
pánico, porque cuando se dice que Robert Shaw tenía una «gran
presencia», no solamente hablamos de una presencia metafórica en la
pantalla.
La tensión era tal que pudo incluso con Roy Scheider, cuya
profesionalidad, paciencia y sabiduría causaban admiración entre sus
compañeros.
Era, recordemos, un actor que había protagonizado ya una
película ganadora del Óscar a mejor largometraje.
Y era además un
antiguo boxeador, curtido en el cuadrilátero
. Pero un día no pudo más.
La emprendió a hostia limpia con la mesa de catering, gritando y
despotricando, harto de perderse proyectos por estar encadenado a aquel
desastroso rodaje.
Aquel arrebato era algo impropio de él, pero
también era el producto lógico de las frustraciones acumuladas durante
un rodaje de pesadilla. Spielberg necesitó horas para conseguir
calmarlo.
Todo
iba de mal en peor.
Un plan de rodaje que había saltado por los aires,
un tiburón que había costado mucho dinero pero que solamente estuvo
listo para unas pocas escenas (funcionando a medias) y la sensación de
que solamente un milagro podría hacer funcionar todo
aquello.
El presupuesto que excedía en millones las previsiones
iniciales: lo que se pretendía una película modesta se había convertido
en una superproducción que triplicaba el coste medio de los
largometrajes de la época.
Cuando Spielberg terminó el rodaje, se vino
abajo.
Encerrado en una habitación de hotel, tuvo una crisis de pánico
que lo dejó paralizado.
Veía que su carrera acababa de terminar.
Días
después, se encerró en la sala de montaje para terminar de organizar las
imágenes, convencido de que aquello sería su epitafio artístico. Estaba
seguro de que nadie lo iba a volver a contratar después de semejante
concatenación de calamidades.
El nacimiento del blockbuster veraniego
No
tuve otra opción que descubrir cómo contar la historia sin el tiburón.
Fue cuando me volví hacia Hitchcock, ¿qué haría él en una situación como
esta? Imaginando una película de Hitchcock en vez de una película tipo Godzilla,
de repente tuve la idea de que podíamos conseguir un gran efecto usando
el horizonte marino, haciendo que no fueses capaz de ver lo que hay por
debajo de tu cintura cuando estás nadando.
Lo que no ves es lo que de
verdad resulta aterrador. Eso obligaba a los espectadores a traer su
imaginación colectiva cuando viniesen a ver la película, y sería su
imaginación la que me permitiría hacer de esto un éxito (Steven
Spielberg).
Como
es costumbre en Hollywood, una primera versión del montaje fue
proyectada ante una selección de espectadores que, provistos de fichas,
registrarían su opinión sobre la película.
De esta manera, el estudio
podía saber si la película necesitaba algún cambio antes del
estreno, además de estimar su posible carrera comercial.
De los
resultados de estas proyecciones de prueba podía depender la manera en
que un largometraje era anunciado y distribuido.
Pues bien, cuando se
proyectaron los primeros montajes de prueba de Tiburón, sucedió algo.
La reacción fue entusiasta. Muy entusiasta. Después
de semejante pesadilla de rodaje, nadie estaba con ánimos como para
imaginar tan buena recepción
. Pero las opiniones eran
inequívocas: quienes la veían, salían encantados.
Los productores dedujeron algo importante: aunque la película podía gustar a un amplio público, el principal público diana de Tiburón iban
a ser los varones adolescentes y jóvenes
. Tradicionalmente se había
estrenado esta clase de películas en temporada navideña, aprovechando
las vacaciones. Aunque hoy parezca raro, no era costumbre estrenar en
verano, y había buenos motivos para ello.
Durante décadas, las salas
habían carecido de aire acondicionado y a nadie se le hubiese ocurrido
estrenar una superproducción en verano, sabiendo que el público no iría
al cine para pasarse dos horas sudando entre una multitud. En verano
siempre habían funcionado los cines al aire libre y los drive-in,
pero estos, por sí solos, no podrían recaudar lo suficiente para
justificar un gran estreno; como mucho, servían para proyectar pequeñas
producciones, serie B o películas de reestreno.
Las fiestas navideñas
eran la temporada más propicia para los grandes estrenos y además tenían
la ventaja de que estarían todavía recientes cuando se otorgasen los
premios Óscar, que podían servir como segundo trampolín para reavivar la
carrera comercial de cualquier film.
Pero los productores de Tiburón,
obligados por su agenda, iban a tomar decisiones muy atrevidas.
Sabiendo que el uso de aire acondicionado se había empezado a
generalizar, decidieron arriesgarse y estrenar en pleno verano. El 20 de
junio, a dos semanas del 4 de julio, fiesta nacional estadounidense, Tiburón saltaría a las pantallas.
Un gran estreno estival era una rareza
. Pero necesitaban hacerlo funcionar.
Para el entonces
terreno ignoto del verano, necesitaban medidas de efecto
. Una fue la de
estrenar a la vez en muchas salas. Esto suponía romper con otra
costumbre muy arraigada, la de estrenar una película por etapas.
Es
decir: por lo general, un gran estreno se proyectaba en unas pocas salas
de Nueva York o Los Ángeles.
Al ser dos ciudades grandes con enorme
tradición cinematográfica, optaban a un amplio público ansioso de
estrenos, evitando la mala imagen que daban las butacas vacías
. También
en aquellas dos metrópolis se concentraba lo más granado de la crítica.
Cuando el eco publicitario del éxito en las
dos todopoderosas capitales llegaba al resto del país, se iba estrenando
la película en otras ciudades.
Más adelante, para terminar de
aprovechar el tirón, se estrenaba en zonas suburbanas o rurales.
Todo de
manera gradual.
Los departamentos de publicidad de los grandes estudios
eran bastante pequeños y la parte de presupuesto que se usaba en
promoción era modesta.
Los motivos de esta forma de actuar tenían su
lógica: la publicidad en televisión era demasiado cara como para hacer
un uso extensivo.
La publicidad en prensa escrita era más barata, pero
solamente llegaba a los adultos.
Para captar la atención del público
juvenil se confiaba en el boca a boca.
Así pues, un estreno por etapas
parecía lo más seguro.
Aunque hoy nos sorprenda, estrenar una película
en muchas salas a la vez era señal de que no se confiaba en su carrera
comercial, porque así se intentaba captar a un público incauto antes de
que el boca a boca o las malas críticas se extendiesen y la gente
perdiese el interés.
Pero ¿una buena película? Esta sí podía estrenarse
poco a poco, porque todo el mundo terminaría queriendo ir a verla, ya
fuese el día del estreno o tres meses después.
Lo de gastar fortunas en
promoción era un riesgo que los estudios rara vez querían tomar.
Esto había empezado a cambiar en 1972, cuando la película El Padrino se
había estrenado simultáneamente en cuatrocientas salas de cine.
Esto
fue una estrategia insólita, más producto de la necesidad que del
cálculo
. Se había previsto que El Padrino se estrenase durante la
Navidad de 1971, pero algunos contratiempos hicieron que se retrasara
hasta primavera de 1972.
La primavera era «temporada baja», así que se
decidió estrenar en muchas salas para compensar lo extemporáneo del
estreno.
Funcionó. El Padrino fue un gran éxito,
y precisamente abrir en muchas salas le permitió pulverizar las marcas
iniciales de taquilla de la competencia.
Pero claro, la calidad de la
película era enorme, al poco de haber sido estrenada muchas voces la
situaban ya a la altura de cualquier obra maestra y todo el mundo quería
comprobar in situ si de verdad era tan buena.
El Padrino era
un fenómeno único, un film de altísimo prestigio, así que la idea de
copiar sus tácticas resultaba dudosa.
¿Podía algo como Tiburón imitar su
estrategia? Dado que sus pases previos daban a entender que la
segunda película en celuloide de Spielberg no solo era divertida, sino
artísticamente grandiosa, no tomaron solamente el riesgo de imitar la
táctica comercial de El Padrino, sino que la llevaron todavía más lejos.
Se estrenó de golpe en el doble de salas que El Padrino (aunque
no se llegó al número previsto, ¡cercano al millar!).
Para apoyar la
jugada, se apoyaron en una campaña publicitaria nunca vista, que
aprovechaba de lleno la televisión, aunque esto supusiera un gasto
enorme.