Están sentados en dos viejos sillones de enea en el salón de la familia Barbier a las afueras de Gratallops mientras desayunan
pa amb tomàquet,
jamón y un poderoso tinto Mogador cosecha de la casa.
La primera luz de
un día otoñal atraviesa los ventanales de la masía, abierta a unas
hectáreas de garnachas (algunas con un siglo de existencia) listas para
la vendimia; el sol del vecino Mediterráneo va invadiendo la estancia y
les alumbra tenuemente: son René Barbier y Álvaro Palacios.
Los
profetas del
Priorat.
Los dos hombres que transformaron un territorio pobre y recóndito en un
paraíso del vino que hoy rivaliza con los más legendarios del planeta.
Ellos abrieron el camino; detrás fueron otros locos.
Tienen 65 y 53 años.
El primero luce su inmutable barba, desaliño y
rebeldía de hijo del 68.
Y una pasión inagotable por la naturaleza y el
oficio de la vid que continúa su prole (más
hipsters que
hippies)
con grandes vinos de tirada limitadísima y la ecología llevada al
extremo.
En torno a esta casa crecen almendros, olivos e higueras; pace
la mula con la que cultiva sus viñas perdidas y corretean perros y
gallinas.
“Cuando vi esto pensé que era
mi Katmandú, el soñado paraíso de los
hippies: viñas, un huerto, agua…, el lugar donde quería echar raíces”.
Su interlocutor, Álvaro Palacios, es el referente del Priorat, esta
isla de viña plantada en una tierra extrema (que produce menos de 2.000
kilos de uva por hectárea frente a los 10.000 de las zonas vitícolas más
industrializadas) bajo un sol de justicia, sobre un suelo de pizarras
(las
licorellas) surgidas hace millones de años que aportan
frescura al vino; en el corazón de la provincia de Tarragona, rodeada de
un circo de montañas, y ventilada por la brisa del mar, camino del
Ebro.
No hay un lugar igual.
De una belleza tan salvaje
. Palacios es el portavoz del
milagro;
el artífice de L’Ermita, uno de los más caros y míticos vinos
españoles, resultado de una hectárea y media de viña vieja colgada de
una ladera; nunca más de 2.000 botellas cultivadas, criadas y elaboradas
con mimo y precisión uva a uva; nunca menos de 500 euros. Genio del
marketing,
atractivo como un galán de teleserie, repite las palabras magia,
espiritualidad, misterio y pasión para definir el Priorat
. Su hija Lola
pronto empezará también a bregarse en las lides del oficio en territorio
bordelés, la
academia del gran vino; la misma que pisaron
estos dos aventureros de la viña cuando eran unos veinteañeros ávidos de
crear grandes tintos frente a la penuria vinícola de España,
protagonizada por mostos sin nombre con los que dar color, grado y
espesura a insulsos caldos centroeuropeos.
El auténtico posgrado de
Álvaro y René transcurrió laborando en Francia las cepas del icónico
Petrus, las 12 hectáreas más caras del universo vitícola y, desde 1991,
el vino más caro de Burdeos (y, con permiso del borgoña
Romanée-Conti, del mundo).
Un catalán de origen francés y un riojano de Alfaro. Un
hippy
y un señorito.
Amantes de las motos, los caballos y el rock.
Con ganas
de fiesta.
Cada uno con cuatro generaciones en el negocio del vino en su
adn.
René se crio entre viñas; Álvaro, entre toneles
. Cuando les tocó
demostrar de lo que eran capaces no tenían ni un céntimo.
La familia de
Barbier había perdido su imperio vinícola franco-español; su
château provenzal, miles de viñas e incluso su nombre (René Barbier), entre los obuses de la II Guerra Mundial y
las garras de José María
Ruiz-Mateos
(que se hizo con esa marca en 1978 gracias a la letra pequeña de un
contrato con Rumasa)
. “Estábamos arruinados”. René tenía 27 años.
Comenzó a vender ropa, llevaba a grupos de excursionistas a pescar en
Tarragona y su mujer, Isabelle Meyer, daba clases de danza para
redondear el presupuesto.
“A finales de los setenta comencé a trabajar
para la familia de Álvaro, la bodega riojana Palacios Remondo, para
fortalecer su expansión por Europa.
Les ofrecí moverme en autocaravana:
ellos me la financiaban y, a cambio, se ahorraban los hoteles. Y a mí me
daba libertad.
Viajaba tres semanas y pasaba otras tres con mi familia
en Cataluña. Trabajé para los Palacios 11 años, hasta que cuajó el
Priorato”.
Álvaro, “mi hermanito”, como le define René, era un rebelde de otro
jaez: cantaor, taurino, motero y seductor, a la vuelta de su formación
enológica entre Burdeos y California, a mediados de los ochenta, se topó
en La Rioja paterna con un negocio vinícola industrial y sin alma.
Que
había perdido sus raíces.
Donde al agricultor que apostaba por la
excelencia se le pagaba la uva igual que al que buscaba producir miles
de kilos mediocres.
“Donde el que no hacía dos millones de botellas no
era nadie”.
Álvaro dio un portazo a ese modelo.
Rompió con su destino
manifiesto, con el negocio familiar, y embarcó en la furgoneta de René
con los bolsillos vacíos.
No volvería a la bodega riojana de la familia
hasta 2000, tras la muerte de su padre.
La familia de René Barbier perdió su marca entre las garras de Rumasa en 1978
Tras un carraspeo inicial de timidez entre dos amigos que dan varios
giros al planeta cada temporada con una botella de vino bajo el brazo
como hombres anuncio y pasan meses sin verse, empieza una conversación
sin freno
. Reconocen que cuando llegaron a esta tierra les tomaron por
locos, intrusos, charlatanes.
Los 2.400 habitantes de la
Denominación de Origen Priorat
(que reúne a nueve pueblos y la mitad de otros dos, y tiene 17
kilómetros cuadrados de extensión) desconfiaban. Pocos creían que en
esta comarca se podía ganar dinero con el vino.
Y menos aún conseguir
fama y prestigio. “Se nos abría un dilema”, explica Salustiano Álvarez,
viticultor y presidente del Consejo Regulador, “teníamos dos caminos:
aglutinar toda la uva que producíamos en una sola cooperativa para
ahorrar costes y sobrevivir, mezclando lo bueno y lo malo, o, por el
contrario, optar por el modelo que nos proponía ese grupo que venía de
fuera y estaba dispuesto a elaborar pequeñas tiradas de vinos muy caros
.
La idea de los viticultores de aquí era vender volumen, y René y Álvaro
nos hablaban de pulir el diamante
. Durante cinco años hubo muchas
dudas
. ¿Había que hacer una gran cooperativa o apostar por esos locos?
Tuve que convencer a mucha gente a favor de la segunda opción, que
además suponía evitar la industrialización salvaje de nuestro campo.
Todo encajó cuando mucho viticultor de aquí, al que antes los mayoristas
le pagaban la uva a 20 céntimos el kilo, comenzó a cobrarla a cuatro
euros si la cultivaba de forma ecológica.
Era una apuesta por una
agricultura de precisión frente a una agricultura de volumen.
Una visión
distinta del futuro.
Era la última bala que le quedaba al Priorat.
Y
salió bien. Después ha venido gente de fuera a hacer vino, como el
cantautor Lluís Llach, el arquitecto Alfredo Arribas o la familia
Ferrer-Salat, y se han resucitado bodegas como Scala Dei, con Ricard
Rofes.
En 1989 había cuatro bodegas en el Priorat; hoy, más de cien.
Cada año se lanzan al mercado tres millones de botellas que tienen un
enorme reconocimiento internacional. Priorat es hoy una denominación de
prestigio”.
Según describe Augusto Vicent, de 69 años, un bodeguero de Gratallops
(200 habitantes, 20 bodegas) que fue de los primeros en envasar los
vinos que producía en vez de condenarlos al granel y que hoy vende
45.000 botellas básicamente en Estados Unidos,
“René fue el que trajo la
bomba, pero el que puso el detonador fue Álvaro. René era el filósofo y
Álvaro sabía hacer ruido.
Nosotros teníamos la viña, la materia prima y
la tradición.
Y ellos nos dieron la energía y la autoestima necesaria
para creer en lo que hacíamos.
Venderlo caro. Y vivir de ello.
Y que los
jóvenes no se marcharan. Álvaro fue muy pesado para que me decidiera.
‘Tú puedes’, insistía
. Y lo consiguió. Y otros se decidieron después de
mí”.
Álvaro y René apostaron por una comarca perdida de Cataluña; cerca y
lejos del mar; donde se tardaba tres horas en recorrer en coche los 50
kilómetros hasta la capital por caminos inaccesibles; donde en los
ochenta las viñas se arrancaban, las casonas estaban en ruinas y las
escuelas cerraban. En esos años, el censo de habitantes era un tercio
del que se contabilizaba a comienzos de siglo; la superficie de viñedo
había pasado de 17.000 hectáreas a finales del XIX a poco más de 600 en
1989; los antiguos
costers, las vertiginosas viñas que trepaban
por la infinita sucesión de colinas y barrancos de la comarca, se iban
abandonando.
Apenas cuatro empresas embotellaban.
El priorato era
sinónimo de vino rudo, negro e imbebible, condenado a ser adulterado o
convertido en aguardiente.
En los ochenta era evidente que cuando la última generación de
viticultores locales desapareciera, el vino pasaría a la historia.
Se
rompería una cadena que se había iniciado con la llegada de un grupo de
monjes desde Francia en el siglo XII, a los que el rey otorgó tierras a
través de su prior (que constituyó su
priorato) para repoblar
la región
. Ellos construirían el monasterio de Santa María de Scala Dei,
al que daba nombre una vieja leyenda en la que una escalera conectaba
el cielo con esta comarca.
El monasterio se convertiría en el
reactor nuclear
de este territorio. Laboral, agrícola y culturalmente.
A partir de ese
epicentro, los cartujos iban a proyectar durante seis siglos al priorato
toda la sabiduría y magia vitícola y vinícola desarrollada por las
órdenes cistercienses en Europa.
A cambio de detentar un poder absoluto
en la comarca y de la imposición de fuertes impuestos a los
agricultores.
La
toma de la Bastilla del Priorat se materializó
con la expulsión de los monjes y el asalto y destrucción de la cartuja
en 1835 por los vecinos de la comarca, hartos de los excesos de la
Iglesia. Hoy apenas se conservan sus muros encajados al final de un
barranco inquietante.
“Lo primero que me llamó la atención del Priorat fueron sus raíces
históricas”, explica Palacios
. “Las zonas con un sedimento monástico
tienen el estatus más alto en la cultura vitivinícola
. El Camino de
Santiago, Cluny, Borgoña, La Rioja…, en todos los rincones donde hubo
monjes se hizo buen vino
. Incluso el más erótico francés, el champán, lo
inventó un monje:
Dom Pérignon.
Y, por si fuera poco, aquí se conservaban viñas viejas, en el caso de
L’Ermita, de entre 70 y 100 años; no tenías que esperar décadas para
hacer un gran vino.
Era un territorio especial, con 4.000 horas de luz
al año (La Rioja tiene 3.000, y el Bierzo, 2.000) e inviernos duros y
húmedos.
Días calurosos y noches frías.
Y la brisa del mar, que está a
20 kilómetros y es gloria bendita.
Todo se concentraba en una uva, la
garnacha,
presumida y difícil de cultivar.
Era un reto apasionante”.
Un Priorat agonizante.
Fue el escenario que se encontró René cuando
compró en 1979 la finca L’Hort Piqué con la ayuda de su suegro.
Este
salón en el que se celebra el reencuentro entre Álvaro y René era una
ruina
. El matrimonio Barbier reconstruyó la casa y comenzó a trabajar y
replantar las viñas
. Al mismo tiempo, él continuaba sus viajes por
Europa para la bodega Palacios Redondo con que financiar sus sueños (y
comer).
Lo primero que me llamó la atención del Priorat fueron sus raíces monásticas
Álvaro y René se quitan 30 años y vuelven a sentirse circulando por
Europa a bordo de aquella caravana
. El hombre de la cachimba, el chico
de la guitarra.
“Durante muchas horas de carretera comenzamos a perfilar
la idea de hacer vinos únicos en algún lugar único del mundo.
Vinos de
fincas concretas, que reflejaran una tierra, una historia y una forma de
hacer las cosas. Como en Borgoña.
Ansiábamos hacer un vino grande en un
sitio con personalidad.
Y cobrarlo en consecuencia”, explica Álvaro
Palacios.
“Un día, René me dijo que me fuera con él al Priorat, comprara
unas viñitas y empezáramos juntos. Él había conocido esto cuando era un
niño.
Y había estudiado sus posibilidades
. Me decidí. Mi padre se cogió
un cabreo tremendo: me había preparado durante toda mi vida entre
Europa y EE UU para terminar en un pueblo perdido de Tarragona.
Vendí mi
moto y me metí en la pensión de la Elvira, en Gratallops. Todo estaba
por hacer”.
La idea de Barbier tenía mucho de comuna: un grupo de amigos
comprando pequeñas propiedades casi abandonadas en un lugar cargado de
tradición que había perdido el tren de la historia; cultivando la tierra
de forma artesanal; recuperando y reviviendo el territorio; trabajando
como a finales del XIX con mulas y sin química, y después embotellando
el vino de todos en una sola bodega con el propósito de venderlo caro
fuera de España.
Cada botella valdría 1.500 pesetas, 10 veces lo que un
rioja medio.
En torno a esa filosofía, Barbier iba a reclutar a finales
de los ochenta a un grupo de personajes variopintos para acometer el
proyecto.
Cuando este se materializó en 1989, el núcleo duro de la
comuna estaba formado, además de por René y Álvaro (que crearían los tintos
Clos Mogador
y Clos Dofí), por el agricultor Carles Pastrana (Clos de l’Obac), el
biólogo y pedagogo José Luis Pérez (Clos Martinet) y la marchante Daphne
Glorian (Clos Erasmus).
Ese año de 1989 realizaron un vino irrepetible
.
El más
hippy de todos. En 1990, cada uno produjo, vinificó y
embotelló por separado
. Era el fin de la comuna y el comienzo de la
leyenda.
Al año siguiente, Robert Parker, el gurú del vino, posó su
vista en ellos.
La añada de 1994 de Daphne Glorian conseguiría una
clasificación de 99 puntos por parte de Parker. Lo nunca visto por un
vino español.
Y en 1999 Álvaro ponía a la venta algunas de las mejores
jóvenes añadas de L’Ermita en la sala de subastas Christie’s de Nueva
York. Estaban tocando el cielo.
“Pasamos de Woodstock a La Scala de Milán”, explica Daphne Glorian,
de 55 años, una de las personas más misteriosas del negocio del vino.
“Yo no quiero fama. Hay mucha pretensión en este mundo.
El vino es vino.
Se bebe y desaparece.
No es un cuadro que cuelgues
. Lo importante de
esto es que somos parte de una historia bonita, que es cómo se resucitó
un lugar perdido. René ejerció de flautista de Hamelín.
Y salió
perfecto”.
Parisiense de nacimiento y suiza de pasaporte, casada con uno de los
grandes marchantes del vino (Eric Solomon), abogada y “todavía
hippy”,
Glorian conoció a René y a Álvaro en Estados Unidos en mayo de 1988.
Se
ganaba la vida comerciando con grandes marcas vinícolas mientras
ahorraba para instalarse en las cumbres de Perú.
La animaron para que
les acompañara en la aventura del Priorat.
Aceptó. “Lo que me movía era
pasármelo bien, y aquello era un planazo. Sin embargo, cuando llegué
allí, en noviembre de 1988, lloviendo, con un frío horrible, los caminos
embarrados…, pensé: ‘¿Dónde me he metido?’.
Para comprar mi parcelita
tuve que vender el coche. Y para ir a esa viña, Álvaro y yo cogimos una
mula
. Era una locura”.
–¿Por qué la captaron para su proyecto?
–Como dicen los americanos, “misery loves company” [a la miseria le
gusta la compañía]. Éramos contestatarios, nos divertíamos juntos, y
ellos, que estaban sin un duro, querían a su lado gente pobre y loca.
Glorian, que vive entre Carolina del Norte y
Gratallops,
tiene su bodega en Carrer de la Font, en un humilde edificio donde
nadie situaría al Clos Erasmus, el primer vino español que consiguió 100
puntos de Parker con su añada de 2004; una calificación que repetiría
con la de 2005.
Hoy, una de esas botellas se puede cotizar en torno a
los 1.500 euros.
Lo complicado es en
contrarlo, no se producen más de
3.000 al año.
“Y nunca haré más. No quiero que se convierta en un
producto industrial.
Es, como escribió Erasmo, un simple
Elogio de la locura”.
¿Por qué triunfó el vino del Priorat? Una de las explicaciones se
puede encontrar en París en mayo de 1976, cuando una cata a ciegas
enfrentó a los más soberbios vinos franceses (hasta el momento sin
competencia) y los emergentes californianos. Ganaron los segundos. Ante
el desconcierto de los enólogos.
La derrota venía a demostrar que un
nuevo público (estadounidense, suizo y asiático) estaba dispuesto a
descubrir y aficionarse a nuevos vinos procedentes de zonas menos
conocidas; a productos originales; más poderosos y aromáticos; más
intensos y concentrados; con mayores graduaciones.
Era un cambio de
ciclo.
En consecuencia, en la década de los ochenta saldrían a la luz y
coparían las listas de éxitos (y de precios) vinos californianos de
Napa;
supertoscanos; de garaje bordeleses, rústicos de Nápoles y
Sicilia, y caldos americanos de gran octanaje a base de uvas zinfandel.
En esa lista también se situaba el Priorat, que llegó a vender entre EE
UU y Suiza el 80% de su producción.
En dos décadas y media, el Priorat ha alcanzado la gloria y también
sufrido los últimos años de crisis económica
. Ha experimentado además su
burbuja, la del éxito rápido, el aparentismo, las plantaciones
rápidas, los vinos jóvenes y caros que envejecían mal y las variedades
de uva foráneas para satisfacer a todo el mundo.
Sobre todo, a los
americanos
. La burbuja reventó y hoy la pureza, la autenticidad y la
defensa de lo autóctono, del paisaje y la historia, son la clave para
ganar el futuro.
Las familias pioneras ya han visto a sus hijos e hijas
ponerse al frente del negocio con nombres como René Barbier y Sara
Pérez; a través de ellos ha llegado hasta aquí una nueva remesa de locos
como Esther Nin, Carles Ortiz y, sobre todo, Dominik Huber, con sus
vinos de Terroir al Límit, con humildad, pureza y ecología, que se
concretan en una generación de vinos más finos, sinceros y naturales.
Entre todos, los veteranos y los
hipsters, entre las 103
bodegas que dan vida a este microcosmos de 17 kilómetros cuadrados, han
logrado que un territorio aislado se haya convertido en un referente
mundial del vino
. Y que no pierda su alma. René Barbier, el primer
profeta, define el objetivo que les mueve: “Se trata de que el que
pruebe uno de nuestros vinos vea el Priorat, aunque no lo haya visto
nunca”.
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