Hace 25 años, un grupo de ‘hippies’ llegó a este rincón de Cataluña para resucitarlo y hacer grandes vinos
. Esta es la historia de un éxito irrepetible que hoy continúan sus hijos.
Están sentados en dos viejos sillones de enea en el salón de la familia Barbier a las afueras de Gratallops mientras desayunan pa amb tomàquet,
jamón y un poderoso tinto Mogador cosecha de la casa.
La primera luz de un día otoñal atraviesa los ventanales de la masía, abierta a unas hectáreas de garnachas (algunas con un siglo de existencia) listas para la vendimia; el sol del vecino Mediterráneo va invadiendo la estancia y les alumbra tenuemente: son René Barbier y Álvaro Palacios.
Los profetas del Priorat.
Los dos hombres que transformaron un territorio pobre y recóndito en un paraíso del vino que hoy rivaliza con los más legendarios del planeta.
Ellos abrieron el camino; detrás fueron otros locos.
Tienen 65 y 53 años.
El primero luce su inmutable barba, desaliño y rebeldía de hijo del 68.
Y una pasión inagotable por la naturaleza y el oficio de la vid que continúa su prole (más hipsters que hippies) con grandes vinos de tirada limitadísima y la ecología llevada al extremo.
En torno a esta casa crecen almendros, olivos e higueras; pace la mula con la que cultiva sus viñas perdidas y corretean perros y gallinas.
“Cuando vi esto pensé que era mi Katmandú, el soñado paraíso de los hippies: viñas, un huerto, agua…, el lugar donde quería echar raíces”.
Su interlocutor, Álvaro Palacios, es el referente del Priorat, esta isla de viña plantada en una tierra extrema (que produce menos de 2.000 kilos de uva por hectárea frente a los 10.000 de las zonas vitícolas más industrializadas) bajo un sol de justicia, sobre un suelo de pizarras (las licorellas) surgidas hace millones de años que aportan frescura al vino; en el corazón de la provincia de Tarragona, rodeada de un circo de montañas, y ventilada por la brisa del mar, camino del Ebro.
No hay un lugar igual.
De una belleza tan salvaje
. Palacios es el portavoz del milagro; el artífice de L’Ermita, uno de los más caros y míticos vinos españoles, resultado de una hectárea y media de viña vieja colgada de una ladera; nunca más de 2.000 botellas cultivadas, criadas y elaboradas con mimo y precisión uva a uva; nunca menos de 500 euros. Genio del marketing, atractivo como un galán de teleserie, repite las palabras magia, espiritualidad, misterio y pasión para definir el Priorat
. Su hija Lola pronto empezará también a bregarse en las lides del oficio en territorio bordelés, la academia del gran vino; la misma que pisaron estos dos aventureros de la viña cuando eran unos veinteañeros ávidos de crear grandes tintos frente a la penuria vinícola de España, protagonizada por mostos sin nombre con los que dar color, grado y espesura a insulsos caldos centroeuropeos.
El auténtico posgrado de Álvaro y René transcurrió laborando en Francia las cepas del icónico Petrus, las 12 hectáreas más caras del universo vitícola y, desde 1991, el vino más caro de Burdeos (y, con permiso del borgoña Romanée-Conti, del mundo).
Un catalán de origen francés y un riojano de Alfaro. Un hippy y un señorito.
Amantes de las motos, los caballos y el rock.
Con ganas de fiesta.
Cada uno con cuatro generaciones en el negocio del vino en su adn.
René se crio entre viñas; Álvaro, entre toneles
. Cuando les tocó demostrar de lo que eran capaces no tenían ni un céntimo.
La familia de Barbier había perdido su imperio vinícola franco-español; su château provenzal, miles de viñas e incluso su nombre (René Barbier), entre los obuses de la II Guerra Mundial y las garras de José María Ruiz-Mateos (que se hizo con esa marca en 1978 gracias a la letra pequeña de un contrato con Rumasa)
. “Estábamos arruinados”. René tenía 27 años.
Comenzó a vender ropa, llevaba a grupos de excursionistas a pescar en Tarragona y su mujer, Isabelle Meyer, daba clases de danza para redondear el presupuesto.
“A finales de los setenta comencé a trabajar para la familia de Álvaro, la bodega riojana Palacios Remondo, para fortalecer su expansión por Europa.
Les ofrecí moverme en autocaravana: ellos me la financiaban y, a cambio, se ahorraban los hoteles. Y a mí me daba libertad.
Viajaba tres semanas y pasaba otras tres con mi familia en Cataluña. Trabajé para los Palacios 11 años, hasta que cuajó el Priorato”.
Álvaro, “mi hermanito”, como le define René, era un rebelde de otro jaez: cantaor, taurino, motero y seductor, a la vuelta de su formación enológica entre Burdeos y California, a mediados de los ochenta, se topó en La Rioja paterna con un negocio vinícola industrial y sin alma.
Que había perdido sus raíces.
Donde al agricultor que apostaba por la excelencia se le pagaba la uva igual que al que buscaba producir miles de kilos mediocres.
“Donde el que no hacía dos millones de botellas no era nadie”.
Álvaro dio un portazo a ese modelo.
Rompió con su destino manifiesto, con el negocio familiar, y embarcó en la furgoneta de René con los bolsillos vacíos.
No volvería a la bodega riojana de la familia hasta 2000, tras la muerte de su padre.
Tras un carraspeo inicial de timidez entre dos amigos que dan varios giros al planeta cada temporada con una botella de vino bajo el brazo como hombres anuncio y pasan meses sin verse, empieza una conversación sin freno
. Reconocen que cuando llegaron a esta tierra les tomaron por locos, intrusos, charlatanes.
Los 2.400 habitantes de la Denominación de Origen Priorat (que reúne a nueve pueblos y la mitad de otros dos, y tiene 17 kilómetros cuadrados de extensión) desconfiaban. Pocos creían que en esta comarca se podía ganar dinero con el vino.
Y menos aún conseguir fama y prestigio. “Se nos abría un dilema”, explica Salustiano Álvarez, viticultor y presidente del Consejo Regulador, “teníamos dos caminos: aglutinar toda la uva que producíamos en una sola cooperativa para ahorrar costes y sobrevivir, mezclando lo bueno y lo malo, o, por el contrario, optar por el modelo que nos proponía ese grupo que venía de fuera y estaba dispuesto a elaborar pequeñas tiradas de vinos muy caros
. La idea de los viticultores de aquí era vender volumen, y René y Álvaro nos hablaban de pulir el diamante
. Durante cinco años hubo muchas dudas
. ¿Había que hacer una gran cooperativa o apostar por esos locos?
Tuve que convencer a mucha gente a favor de la segunda opción, que además suponía evitar la industrialización salvaje de nuestro campo.
Todo encajó cuando mucho viticultor de aquí, al que antes los mayoristas le pagaban la uva a 20 céntimos el kilo, comenzó a cobrarla a cuatro euros si la cultivaba de forma ecológica.
Era una apuesta por una agricultura de precisión frente a una agricultura de volumen.
Una visión distinta del futuro.
Era la última bala que le quedaba al Priorat.
Y salió bien. Después ha venido gente de fuera a hacer vino, como el cantautor Lluís Llach, el arquitecto Alfredo Arribas o la familia Ferrer-Salat, y se han resucitado bodegas como Scala Dei, con Ricard Rofes.
En 1989 había cuatro bodegas en el Priorat; hoy, más de cien.
Cada año se lanzan al mercado tres millones de botellas que tienen un enorme reconocimiento internacional. Priorat es hoy una denominación de prestigio”.
Según describe Augusto Vicent, de 69 años, un bodeguero de Gratallops (200 habitantes, 20 bodegas) que fue de los primeros en envasar los vinos que producía en vez de condenarlos al granel y que hoy vende 45.000 botellas básicamente en Estados Unidos,
“René fue el que trajo la bomba, pero el que puso el detonador fue Álvaro. René era el filósofo y Álvaro sabía hacer ruido.
Nosotros teníamos la viña, la materia prima y la tradición.
Y ellos nos dieron la energía y la autoestima necesaria para creer en lo que hacíamos.
Venderlo caro. Y vivir de ello.
Y que los jóvenes no se marcharan. Álvaro fue muy pesado para que me decidiera. ‘Tú puedes’, insistía
. Y lo consiguió. Y otros se decidieron después de mí”.
Álvaro y René apostaron por una comarca perdida de Cataluña; cerca y lejos del mar; donde se tardaba tres horas en recorrer en coche los 50 kilómetros hasta la capital por caminos inaccesibles; donde en los ochenta las viñas se arrancaban, las casonas estaban en ruinas y las escuelas cerraban. En esos años, el censo de habitantes era un tercio del que se contabilizaba a comienzos de siglo; la superficie de viñedo había pasado de 17.000 hectáreas a finales del XIX a poco más de 600 en 1989; los antiguos costers, las vertiginosas viñas que trepaban por la infinita sucesión de colinas y barrancos de la comarca, se iban abandonando.
Apenas cuatro empresas embotellaban.
El priorato era sinónimo de vino rudo, negro e imbebible, condenado a ser adulterado o convertido en aguardiente.
En los ochenta era evidente que cuando la última generación de viticultores locales desapareciera, el vino pasaría a la historia.
Se rompería una cadena que se había iniciado con la llegada de un grupo de monjes desde Francia en el siglo XII, a los que el rey otorgó tierras a través de su prior (que constituyó su priorato) para repoblar la región
. Ellos construirían el monasterio de Santa María de Scala Dei, al que daba nombre una vieja leyenda en la que una escalera conectaba el cielo con esta comarca.
El monasterio se convertiría en el reactor nuclear de este territorio. Laboral, agrícola y culturalmente.
A partir de ese epicentro, los cartujos iban a proyectar durante seis siglos al priorato toda la sabiduría y magia vitícola y vinícola desarrollada por las órdenes cistercienses en Europa.
A cambio de detentar un poder absoluto en la comarca y de la imposición de fuertes impuestos a los agricultores.
La toma de la Bastilla del Priorat se materializó con la expulsión de los monjes y el asalto y destrucción de la cartuja en 1835 por los vecinos de la comarca, hartos de los excesos de la Iglesia. Hoy apenas se conservan sus muros encajados al final de un barranco inquietante.
“Lo primero que me llamó la atención del Priorat fueron sus raíces históricas”, explica Palacios
. “Las zonas con un sedimento monástico tienen el estatus más alto en la cultura vitivinícola
. El Camino de Santiago, Cluny, Borgoña, La Rioja…, en todos los rincones donde hubo monjes se hizo buen vino
. Incluso el más erótico francés, el champán, lo inventó un monje: Dom Pérignon.
Y, por si fuera poco, aquí se conservaban viñas viejas, en el caso de L’Ermita, de entre 70 y 100 años; no tenías que esperar décadas para hacer un gran vino.
Era un territorio especial, con 4.000 horas de luz al año (La Rioja tiene 3.000, y el Bierzo, 2.000) e inviernos duros y húmedos.
Días calurosos y noches frías.
Y la brisa del mar, que está a 20 kilómetros y es gloria bendita.
Todo se concentraba en una uva, la garnacha, presumida y difícil de cultivar.
Era un reto apasionante”.
Un Priorat agonizante.
Fue el escenario que se encontró René cuando compró en 1979 la finca L’Hort Piqué con la ayuda de su suegro.
Este salón en el que se celebra el reencuentro entre Álvaro y René era una ruina
. El matrimonio Barbier reconstruyó la casa y comenzó a trabajar y replantar las viñas
. Al mismo tiempo, él continuaba sus viajes por Europa para la bodega Palacios Redondo con que financiar sus sueños (y comer).
Álvaro y René se quitan 30 años y vuelven a sentirse circulando por Europa a bordo de aquella caravana
. El hombre de la cachimba, el chico de la guitarra.
“Durante muchas horas de carretera comenzamos a perfilar la idea de hacer vinos únicos en algún lugar único del mundo.
Vinos de fincas concretas, que reflejaran una tierra, una historia y una forma de hacer las cosas. Como en Borgoña.
Ansiábamos hacer un vino grande en un sitio con personalidad.
Y cobrarlo en consecuencia”, explica Álvaro Palacios.
“Un día, René me dijo que me fuera con él al Priorat, comprara unas viñitas y empezáramos juntos. Él había conocido esto cuando era un niño.
Y había estudiado sus posibilidades
. Me decidí. Mi padre se cogió un cabreo tremendo: me había preparado durante toda mi vida entre Europa y EE UU para terminar en un pueblo perdido de Tarragona.
Vendí mi moto y me metí en la pensión de la Elvira, en Gratallops. Todo estaba por hacer”.
La idea de Barbier tenía mucho de comuna: un grupo de amigos comprando pequeñas propiedades casi abandonadas en un lugar cargado de tradición que había perdido el tren de la historia; cultivando la tierra de forma artesanal; recuperando y reviviendo el territorio; trabajando como a finales del XIX con mulas y sin química, y después embotellando el vino de todos en una sola bodega con el propósito de venderlo caro fuera de España.
Cada botella valdría 1.500 pesetas, 10 veces lo que un rioja medio.
En torno a esa filosofía, Barbier iba a reclutar a finales de los ochenta a un grupo de personajes variopintos para acometer el proyecto.
Cuando este se materializó en 1989, el núcleo duro de la comuna estaba formado, además de por René y Álvaro (que crearían los tintos Clos Mogador y Clos Dofí), por el agricultor Carles Pastrana (Clos de l’Obac), el biólogo y pedagogo José Luis Pérez (Clos Martinet) y la marchante Daphne Glorian (Clos Erasmus).
Ese año de 1989 realizaron un vino irrepetible
. El más hippy de todos. En 1990, cada uno produjo, vinificó y embotelló por separado
. Era el fin de la comuna y el comienzo de la leyenda.
Al año siguiente, Robert Parker, el gurú del vino, posó su vista en ellos.
La añada de 1994 de Daphne Glorian conseguiría una clasificación de 99 puntos por parte de Parker. Lo nunca visto por un vino español.
Y en 1999 Álvaro ponía a la venta algunas de las mejores jóvenes añadas de L’Ermita en la sala de subastas Christie’s de Nueva York. Estaban tocando el cielo.
“Pasamos de Woodstock a La Scala de Milán”, explica Daphne Glorian, de 55 años, una de las personas más misteriosas del negocio del vino.
“Yo no quiero fama. Hay mucha pretensión en este mundo.
El vino es vino.
Se bebe y desaparece.
No es un cuadro que cuelgues
. Lo importante de esto es que somos parte de una historia bonita, que es cómo se resucitó un lugar perdido. René ejerció de flautista de Hamelín.
Y salió perfecto”.
Parisiense de nacimiento y suiza de pasaporte, casada con uno de los grandes marchantes del vino (Eric Solomon), abogada y “todavía hippy”, Glorian conoció a René y a Álvaro en Estados Unidos en mayo de 1988.
Se ganaba la vida comerciando con grandes marcas vinícolas mientras ahorraba para instalarse en las cumbres de Perú.
La animaron para que les acompañara en la aventura del Priorat.
Aceptó. “Lo que me movía era pasármelo bien, y aquello era un planazo. Sin embargo, cuando llegué allí, en noviembre de 1988, lloviendo, con un frío horrible, los caminos embarrados…, pensé: ‘¿Dónde me he metido?’.
Para comprar mi parcelita tuve que vender el coche. Y para ir a esa viña, Álvaro y yo cogimos una mula
. Era una locura”.
–¿Por qué la captaron para su proyecto?
–Como dicen los americanos, “misery loves company” [a la miseria le gusta la compañía]. Éramos contestatarios, nos divertíamos juntos, y ellos, que estaban sin un duro, querían a su lado gente pobre y loca.
Glorian, que vive entre Carolina del Norte y Gratallops, tiene su bodega en Carrer de la Font, en un humilde edificio donde nadie situaría al Clos Erasmus, el primer vino español que consiguió 100 puntos de Parker con su añada de 2004; una calificación que repetiría con la de 2005.
Hoy, una de esas botellas se puede cotizar en torno a los 1.500 euros.
Lo complicado es en
contrarlo, no se producen más de 3.000 al año.
“Y nunca haré más. No quiero que se convierta en un producto industrial.
Es, como escribió Erasmo, un simple Elogio de la locura”.
¿Por qué triunfó el vino del Priorat? Una de las explicaciones se puede encontrar en París en mayo de 1976, cuando una cata a ciegas enfrentó a los más soberbios vinos franceses (hasta el momento sin competencia) y los emergentes californianos. Ganaron los segundos. Ante el desconcierto de los enólogos.
La derrota venía a demostrar que un nuevo público (estadounidense, suizo y asiático) estaba dispuesto a descubrir y aficionarse a nuevos vinos procedentes de zonas menos conocidas; a productos originales; más poderosos y aromáticos; más intensos y concentrados; con mayores graduaciones.
Era un cambio de ciclo.
En consecuencia, en la década de los ochenta saldrían a la luz y coparían las listas de éxitos (y de precios) vinos californianos de Napa; supertoscanos; de garaje bordeleses, rústicos de Nápoles y Sicilia, y caldos americanos de gran octanaje a base de uvas zinfandel.
En esa lista también se situaba el Priorat, que llegó a vender entre EE UU y Suiza el 80% de su producción.
En dos décadas y media, el Priorat ha alcanzado la gloria y también sufrido los últimos años de crisis económica
. Ha experimentado además su burbuja, la del éxito rápido, el aparentismo, las plantaciones rápidas, los vinos jóvenes y caros que envejecían mal y las variedades de uva foráneas para satisfacer a todo el mundo.
Sobre todo, a los americanos
. La burbuja reventó y hoy la pureza, la autenticidad y la defensa de lo autóctono, del paisaje y la historia, son la clave para ganar el futuro.
Las familias pioneras ya han visto a sus hijos e hijas ponerse al frente del negocio con nombres como René Barbier y Sara Pérez; a través de ellos ha llegado hasta aquí una nueva remesa de locos como Esther Nin, Carles Ortiz y, sobre todo, Dominik Huber, con sus vinos de Terroir al Límit, con humildad, pureza y ecología, que se concretan en una generación de vinos más finos, sinceros y naturales.
Entre todos, los veteranos y los hipsters, entre las 103 bodegas que dan vida a este microcosmos de 17 kilómetros cuadrados, han logrado que un territorio aislado se haya convertido en un referente mundial del vino
. Y que no pierda su alma. René Barbier, el primer profeta, define el objetivo que les mueve: “Se trata de que el que pruebe uno de nuestros vinos vea el Priorat, aunque no lo haya visto nunca”.
elpaissemanal@elpais.es
La primera luz de un día otoñal atraviesa los ventanales de la masía, abierta a unas hectáreas de garnachas (algunas con un siglo de existencia) listas para la vendimia; el sol del vecino Mediterráneo va invadiendo la estancia y les alumbra tenuemente: son René Barbier y Álvaro Palacios.
Los profetas del Priorat.
Los dos hombres que transformaron un territorio pobre y recóndito en un paraíso del vino que hoy rivaliza con los más legendarios del planeta.
Ellos abrieron el camino; detrás fueron otros locos.
Tienen 65 y 53 años.
El primero luce su inmutable barba, desaliño y rebeldía de hijo del 68.
Y una pasión inagotable por la naturaleza y el oficio de la vid que continúa su prole (más hipsters que hippies) con grandes vinos de tirada limitadísima y la ecología llevada al extremo.
En torno a esta casa crecen almendros, olivos e higueras; pace la mula con la que cultiva sus viñas perdidas y corretean perros y gallinas.
“Cuando vi esto pensé que era mi Katmandú, el soñado paraíso de los hippies: viñas, un huerto, agua…, el lugar donde quería echar raíces”.
Su interlocutor, Álvaro Palacios, es el referente del Priorat, esta isla de viña plantada en una tierra extrema (que produce menos de 2.000 kilos de uva por hectárea frente a los 10.000 de las zonas vitícolas más industrializadas) bajo un sol de justicia, sobre un suelo de pizarras (las licorellas) surgidas hace millones de años que aportan frescura al vino; en el corazón de la provincia de Tarragona, rodeada de un circo de montañas, y ventilada por la brisa del mar, camino del Ebro.
No hay un lugar igual.
De una belleza tan salvaje
. Palacios es el portavoz del milagro; el artífice de L’Ermita, uno de los más caros y míticos vinos españoles, resultado de una hectárea y media de viña vieja colgada de una ladera; nunca más de 2.000 botellas cultivadas, criadas y elaboradas con mimo y precisión uva a uva; nunca menos de 500 euros. Genio del marketing, atractivo como un galán de teleserie, repite las palabras magia, espiritualidad, misterio y pasión para definir el Priorat
. Su hija Lola pronto empezará también a bregarse en las lides del oficio en territorio bordelés, la academia del gran vino; la misma que pisaron estos dos aventureros de la viña cuando eran unos veinteañeros ávidos de crear grandes tintos frente a la penuria vinícola de España, protagonizada por mostos sin nombre con los que dar color, grado y espesura a insulsos caldos centroeuropeos.
El auténtico posgrado de Álvaro y René transcurrió laborando en Francia las cepas del icónico Petrus, las 12 hectáreas más caras del universo vitícola y, desde 1991, el vino más caro de Burdeos (y, con permiso del borgoña Romanée-Conti, del mundo).
Un catalán de origen francés y un riojano de Alfaro. Un hippy y un señorito.
Amantes de las motos, los caballos y el rock.
Con ganas de fiesta.
Cada uno con cuatro generaciones en el negocio del vino en su adn.
René se crio entre viñas; Álvaro, entre toneles
. Cuando les tocó demostrar de lo que eran capaces no tenían ni un céntimo.
La familia de Barbier había perdido su imperio vinícola franco-español; su château provenzal, miles de viñas e incluso su nombre (René Barbier), entre los obuses de la II Guerra Mundial y las garras de José María Ruiz-Mateos (que se hizo con esa marca en 1978 gracias a la letra pequeña de un contrato con Rumasa)
. “Estábamos arruinados”. René tenía 27 años.
Comenzó a vender ropa, llevaba a grupos de excursionistas a pescar en Tarragona y su mujer, Isabelle Meyer, daba clases de danza para redondear el presupuesto.
“A finales de los setenta comencé a trabajar para la familia de Álvaro, la bodega riojana Palacios Remondo, para fortalecer su expansión por Europa.
Les ofrecí moverme en autocaravana: ellos me la financiaban y, a cambio, se ahorraban los hoteles. Y a mí me daba libertad.
Viajaba tres semanas y pasaba otras tres con mi familia en Cataluña. Trabajé para los Palacios 11 años, hasta que cuajó el Priorato”.
Álvaro, “mi hermanito”, como le define René, era un rebelde de otro jaez: cantaor, taurino, motero y seductor, a la vuelta de su formación enológica entre Burdeos y California, a mediados de los ochenta, se topó en La Rioja paterna con un negocio vinícola industrial y sin alma.
Que había perdido sus raíces.
Donde al agricultor que apostaba por la excelencia se le pagaba la uva igual que al que buscaba producir miles de kilos mediocres.
“Donde el que no hacía dos millones de botellas no era nadie”.
Álvaro dio un portazo a ese modelo.
Rompió con su destino manifiesto, con el negocio familiar, y embarcó en la furgoneta de René con los bolsillos vacíos.
No volvería a la bodega riojana de la familia hasta 2000, tras la muerte de su padre.
Tras un carraspeo inicial de timidez entre dos amigos que dan varios giros al planeta cada temporada con una botella de vino bajo el brazo como hombres anuncio y pasan meses sin verse, empieza una conversación sin freno
. Reconocen que cuando llegaron a esta tierra les tomaron por locos, intrusos, charlatanes.
Los 2.400 habitantes de la Denominación de Origen Priorat (que reúne a nueve pueblos y la mitad de otros dos, y tiene 17 kilómetros cuadrados de extensión) desconfiaban. Pocos creían que en esta comarca se podía ganar dinero con el vino.
Y menos aún conseguir fama y prestigio. “Se nos abría un dilema”, explica Salustiano Álvarez, viticultor y presidente del Consejo Regulador, “teníamos dos caminos: aglutinar toda la uva que producíamos en una sola cooperativa para ahorrar costes y sobrevivir, mezclando lo bueno y lo malo, o, por el contrario, optar por el modelo que nos proponía ese grupo que venía de fuera y estaba dispuesto a elaborar pequeñas tiradas de vinos muy caros
. La idea de los viticultores de aquí era vender volumen, y René y Álvaro nos hablaban de pulir el diamante
. Durante cinco años hubo muchas dudas
. ¿Había que hacer una gran cooperativa o apostar por esos locos?
Tuve que convencer a mucha gente a favor de la segunda opción, que además suponía evitar la industrialización salvaje de nuestro campo.
Todo encajó cuando mucho viticultor de aquí, al que antes los mayoristas le pagaban la uva a 20 céntimos el kilo, comenzó a cobrarla a cuatro euros si la cultivaba de forma ecológica.
Era una apuesta por una agricultura de precisión frente a una agricultura de volumen.
Una visión distinta del futuro.
Era la última bala que le quedaba al Priorat.
Y salió bien. Después ha venido gente de fuera a hacer vino, como el cantautor Lluís Llach, el arquitecto Alfredo Arribas o la familia Ferrer-Salat, y se han resucitado bodegas como Scala Dei, con Ricard Rofes.
En 1989 había cuatro bodegas en el Priorat; hoy, más de cien.
Cada año se lanzan al mercado tres millones de botellas que tienen un enorme reconocimiento internacional. Priorat es hoy una denominación de prestigio”.
Según describe Augusto Vicent, de 69 años, un bodeguero de Gratallops (200 habitantes, 20 bodegas) que fue de los primeros en envasar los vinos que producía en vez de condenarlos al granel y que hoy vende 45.000 botellas básicamente en Estados Unidos,
“René fue el que trajo la bomba, pero el que puso el detonador fue Álvaro. René era el filósofo y Álvaro sabía hacer ruido.
Nosotros teníamos la viña, la materia prima y la tradición.
Y ellos nos dieron la energía y la autoestima necesaria para creer en lo que hacíamos.
Venderlo caro. Y vivir de ello.
Y que los jóvenes no se marcharan. Álvaro fue muy pesado para que me decidiera. ‘Tú puedes’, insistía
. Y lo consiguió. Y otros se decidieron después de mí”.
Álvaro y René apostaron por una comarca perdida de Cataluña; cerca y lejos del mar; donde se tardaba tres horas en recorrer en coche los 50 kilómetros hasta la capital por caminos inaccesibles; donde en los ochenta las viñas se arrancaban, las casonas estaban en ruinas y las escuelas cerraban. En esos años, el censo de habitantes era un tercio del que se contabilizaba a comienzos de siglo; la superficie de viñedo había pasado de 17.000 hectáreas a finales del XIX a poco más de 600 en 1989; los antiguos costers, las vertiginosas viñas que trepaban por la infinita sucesión de colinas y barrancos de la comarca, se iban abandonando.
Apenas cuatro empresas embotellaban.
El priorato era sinónimo de vino rudo, negro e imbebible, condenado a ser adulterado o convertido en aguardiente.
En los ochenta era evidente que cuando la última generación de viticultores locales desapareciera, el vino pasaría a la historia.
Se rompería una cadena que se había iniciado con la llegada de un grupo de monjes desde Francia en el siglo XII, a los que el rey otorgó tierras a través de su prior (que constituyó su priorato) para repoblar la región
. Ellos construirían el monasterio de Santa María de Scala Dei, al que daba nombre una vieja leyenda en la que una escalera conectaba el cielo con esta comarca.
El monasterio se convertiría en el reactor nuclear de este territorio. Laboral, agrícola y culturalmente.
A partir de ese epicentro, los cartujos iban a proyectar durante seis siglos al priorato toda la sabiduría y magia vitícola y vinícola desarrollada por las órdenes cistercienses en Europa.
A cambio de detentar un poder absoluto en la comarca y de la imposición de fuertes impuestos a los agricultores.
La toma de la Bastilla del Priorat se materializó con la expulsión de los monjes y el asalto y destrucción de la cartuja en 1835 por los vecinos de la comarca, hartos de los excesos de la Iglesia. Hoy apenas se conservan sus muros encajados al final de un barranco inquietante.
“Lo primero que me llamó la atención del Priorat fueron sus raíces históricas”, explica Palacios
. “Las zonas con un sedimento monástico tienen el estatus más alto en la cultura vitivinícola
. El Camino de Santiago, Cluny, Borgoña, La Rioja…, en todos los rincones donde hubo monjes se hizo buen vino
. Incluso el más erótico francés, el champán, lo inventó un monje: Dom Pérignon.
Y, por si fuera poco, aquí se conservaban viñas viejas, en el caso de L’Ermita, de entre 70 y 100 años; no tenías que esperar décadas para hacer un gran vino.
Era un territorio especial, con 4.000 horas de luz al año (La Rioja tiene 3.000, y el Bierzo, 2.000) e inviernos duros y húmedos.
Días calurosos y noches frías.
Y la brisa del mar, que está a 20 kilómetros y es gloria bendita.
Todo se concentraba en una uva, la garnacha, presumida y difícil de cultivar.
Era un reto apasionante”.
Un Priorat agonizante.
Fue el escenario que se encontró René cuando compró en 1979 la finca L’Hort Piqué con la ayuda de su suegro.
Este salón en el que se celebra el reencuentro entre Álvaro y René era una ruina
. El matrimonio Barbier reconstruyó la casa y comenzó a trabajar y replantar las viñas
. Al mismo tiempo, él continuaba sus viajes por Europa para la bodega Palacios Redondo con que financiar sus sueños (y comer).
Álvaro y René se quitan 30 años y vuelven a sentirse circulando por Europa a bordo de aquella caravana
. El hombre de la cachimba, el chico de la guitarra.
“Durante muchas horas de carretera comenzamos a perfilar la idea de hacer vinos únicos en algún lugar único del mundo.
Vinos de fincas concretas, que reflejaran una tierra, una historia y una forma de hacer las cosas. Como en Borgoña.
Ansiábamos hacer un vino grande en un sitio con personalidad.
Y cobrarlo en consecuencia”, explica Álvaro Palacios.
“Un día, René me dijo que me fuera con él al Priorat, comprara unas viñitas y empezáramos juntos. Él había conocido esto cuando era un niño.
Y había estudiado sus posibilidades
. Me decidí. Mi padre se cogió un cabreo tremendo: me había preparado durante toda mi vida entre Europa y EE UU para terminar en un pueblo perdido de Tarragona.
Vendí mi moto y me metí en la pensión de la Elvira, en Gratallops. Todo estaba por hacer”.
La idea de Barbier tenía mucho de comuna: un grupo de amigos comprando pequeñas propiedades casi abandonadas en un lugar cargado de tradición que había perdido el tren de la historia; cultivando la tierra de forma artesanal; recuperando y reviviendo el territorio; trabajando como a finales del XIX con mulas y sin química, y después embotellando el vino de todos en una sola bodega con el propósito de venderlo caro fuera de España.
Cada botella valdría 1.500 pesetas, 10 veces lo que un rioja medio.
En torno a esa filosofía, Barbier iba a reclutar a finales de los ochenta a un grupo de personajes variopintos para acometer el proyecto.
Cuando este se materializó en 1989, el núcleo duro de la comuna estaba formado, además de por René y Álvaro (que crearían los tintos Clos Mogador y Clos Dofí), por el agricultor Carles Pastrana (Clos de l’Obac), el biólogo y pedagogo José Luis Pérez (Clos Martinet) y la marchante Daphne Glorian (Clos Erasmus).
Ese año de 1989 realizaron un vino irrepetible
. El más hippy de todos. En 1990, cada uno produjo, vinificó y embotelló por separado
. Era el fin de la comuna y el comienzo de la leyenda.
Al año siguiente, Robert Parker, el gurú del vino, posó su vista en ellos.
La añada de 1994 de Daphne Glorian conseguiría una clasificación de 99 puntos por parte de Parker. Lo nunca visto por un vino español.
Y en 1999 Álvaro ponía a la venta algunas de las mejores jóvenes añadas de L’Ermita en la sala de subastas Christie’s de Nueva York. Estaban tocando el cielo.
“Pasamos de Woodstock a La Scala de Milán”, explica Daphne Glorian, de 55 años, una de las personas más misteriosas del negocio del vino.
“Yo no quiero fama. Hay mucha pretensión en este mundo.
El vino es vino.
Se bebe y desaparece.
No es un cuadro que cuelgues
. Lo importante de esto es que somos parte de una historia bonita, que es cómo se resucitó un lugar perdido. René ejerció de flautista de Hamelín.
Y salió perfecto”.
Parisiense de nacimiento y suiza de pasaporte, casada con uno de los grandes marchantes del vino (Eric Solomon), abogada y “todavía hippy”, Glorian conoció a René y a Álvaro en Estados Unidos en mayo de 1988.
Se ganaba la vida comerciando con grandes marcas vinícolas mientras ahorraba para instalarse en las cumbres de Perú.
La animaron para que les acompañara en la aventura del Priorat.
Aceptó. “Lo que me movía era pasármelo bien, y aquello era un planazo. Sin embargo, cuando llegué allí, en noviembre de 1988, lloviendo, con un frío horrible, los caminos embarrados…, pensé: ‘¿Dónde me he metido?’.
Para comprar mi parcelita tuve que vender el coche. Y para ir a esa viña, Álvaro y yo cogimos una mula
. Era una locura”.
–¿Por qué la captaron para su proyecto?
–Como dicen los americanos, “misery loves company” [a la miseria le gusta la compañía]. Éramos contestatarios, nos divertíamos juntos, y ellos, que estaban sin un duro, querían a su lado gente pobre y loca.
Glorian, que vive entre Carolina del Norte y Gratallops, tiene su bodega en Carrer de la Font, en un humilde edificio donde nadie situaría al Clos Erasmus, el primer vino español que consiguió 100 puntos de Parker con su añada de 2004; una calificación que repetiría con la de 2005.
Hoy, una de esas botellas se puede cotizar en torno a los 1.500 euros.
Lo complicado es en
contrarlo, no se producen más de 3.000 al año.
“Y nunca haré más. No quiero que se convierta en un producto industrial.
Es, como escribió Erasmo, un simple Elogio de la locura”.
¿Por qué triunfó el vino del Priorat? Una de las explicaciones se puede encontrar en París en mayo de 1976, cuando una cata a ciegas enfrentó a los más soberbios vinos franceses (hasta el momento sin competencia) y los emergentes californianos. Ganaron los segundos. Ante el desconcierto de los enólogos.
La derrota venía a demostrar que un nuevo público (estadounidense, suizo y asiático) estaba dispuesto a descubrir y aficionarse a nuevos vinos procedentes de zonas menos conocidas; a productos originales; más poderosos y aromáticos; más intensos y concentrados; con mayores graduaciones.
Era un cambio de ciclo.
En consecuencia, en la década de los ochenta saldrían a la luz y coparían las listas de éxitos (y de precios) vinos californianos de Napa; supertoscanos; de garaje bordeleses, rústicos de Nápoles y Sicilia, y caldos americanos de gran octanaje a base de uvas zinfandel.
En esa lista también se situaba el Priorat, que llegó a vender entre EE UU y Suiza el 80% de su producción.
En dos décadas y media, el Priorat ha alcanzado la gloria y también sufrido los últimos años de crisis económica
. Ha experimentado además su burbuja, la del éxito rápido, el aparentismo, las plantaciones rápidas, los vinos jóvenes y caros que envejecían mal y las variedades de uva foráneas para satisfacer a todo el mundo.
Sobre todo, a los americanos
. La burbuja reventó y hoy la pureza, la autenticidad y la defensa de lo autóctono, del paisaje y la historia, son la clave para ganar el futuro.
Las familias pioneras ya han visto a sus hijos e hijas ponerse al frente del negocio con nombres como René Barbier y Sara Pérez; a través de ellos ha llegado hasta aquí una nueva remesa de locos como Esther Nin, Carles Ortiz y, sobre todo, Dominik Huber, con sus vinos de Terroir al Límit, con humildad, pureza y ecología, que se concretan en una generación de vinos más finos, sinceros y naturales.
Entre todos, los veteranos y los hipsters, entre las 103 bodegas que dan vida a este microcosmos de 17 kilómetros cuadrados, han logrado que un territorio aislado se haya convertido en un referente mundial del vino
. Y que no pierda su alma. René Barbier, el primer profeta, define el objetivo que les mueve: “Se trata de que el que pruebe uno de nuestros vinos vea el Priorat, aunque no lo haya visto nunca”.
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