La
sangre de las muchachas empapaba la nieve.
Ante el frío de Cachtice, en
el corazón de los Cárpatos eslovacos, las chiquillas, desnudas, se
ovillaban buscando algo de calor.
A Erzsébet Bathory le
gustaba, entre otras cosas, clavar agujas en el pellejo de algunas de
las nobles que acudían a su castillo para aprender etiqueta y de las
campesinas contratadas como criadas. Las sacaba del carruaje en el que
ella iba envuelta en mantos y dejaba que toda aquella sangre se filtrase
hasta alcanzar la tierra. Movía el hocico con placer y olfateaba el
miedo mientras su entrepierna salivaba como un animal salvaje a punto de
despedazar a su presa.
Seiscientas cincuenta crías de piel blanca
fueron asesinadas a manos de la condesa húngara a principios del siglo
XVII.
Una
ceremonia larga y sombría es lo que Bathory llevó a cabo junto a sus
viejas sirvientas, que permanecían junto a ella tiesas y arrugadas como
velas derretidas por el fuego.
Cuchillos, atizadores, dientes, máquinas
de tortura… Cualquier herramienta era útil para llevar a cabo las
perversiones que masticaba sin remordimientos y con las que obtenía no
solo placer sexual sino la fórmula para mantenerse tierna y joven: la
condesa se hundía cada noche en la sangre que extraía de sus víctimas.
Un sadismo poético, el demonio con apariencia de cachorro.
«El criminal
no hace la belleza; él mismo es la auténtica belleza», escribía Jean-Paul Sartre.
Y hasta aquí el mito: Bathory ha pasado a la historia como la
aristócrata que masacró a cientos de chicas —megalómana, depravada y
cruel—, pero estudios y análisis posteriores apuntan que, como explica el divulgador histórico José María Solé,
pudo ser una cabeza de turco utilizada para poner freno a la
desafección de la nobleza con respecto a la dinastía reinante de los
Habsburgo.
Ya lo dijo Maxwell Scott en El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962): «When the legend becomes fact, print the legend».
Nacida
en el seno de una de las familias más poderosas y ricas de una Hungría
que tenía la mitad de su territorio nacional bajo el yugo turco, Bathory
era sobrina de un príncipe de Transilvania y de un rey de Polonia.
Como
era de esperar para una cría de su clase, con catorce años le
concertaron un matrimonio con Ferenc Nadasdy, hijo de
otra opulenta familia y un despiadado guerrero conocido como el
Caballero Negro.
Fue este quien le regaló a su prometida el castillo de
Cachtice, que había pertenecido al emperador Rodolfo II,
el lugar donde la condesa perpetraría sus crímenes.
Las largas
ausencias del esposo, obsesionado con la lucha contra los otomanos, y su
pronta muerte —en 1604, con cuarenta y siete años él y cuarenta y
cuatro ella— habrían sido hechos clave para que esta bárbara pudiera
convertir su fortaleza en una cámara de tortura de cuyas paredes
emanaban gritos, jadeos y aullidos.
Ella, sentada en su trono, miraba
morir.
Hasta
nuestros días han llegado sus inmorales hazañas como cuentos que a
fuerza de repetirse se convierten en una verdad universal.
«Si Erzsébet
amanecía irascible, no se conformaba con cuadros vivos, sino que a la
que había robado una moneda le pagaba con la misma moneda… enrojecida al
fuego, que la niña debía apretar dentro de su mano.
A la que había
conversado mucho en horas de trabajo, le cosía la boca o,
contrariamente, le abría la boca y tiraba hasta que los labios se
desgarraban», escribía Alejandra Pizarnik en el libro La condesa sangrienta (1971), una obra que mezcla la poesía y la reseña literaria y que se nutre de la biografía que Valentine Penrose publicó sobre Bathory en 1962.
Sin embargo, es la investigadora Rachael L. Bledsaw quien explica cómo se ha ido alimentando la fábula a lo largo de los años en su tesis No Blood in the Water: The Legal and Gender Conspiracies Against Countess Elizabeth Bathory in Historical Context (Illinois State University, 2014). Manosear la historia, sobarla hasta transformarla en el perfecto relato de terror.
Bledsaw
no exculpa a Bathory de sus crímenes, sino que concluye que «no hubo
una conspiración basada en su género porque en Hungría, en aquella
época, las viudas ricas no eran vistas como una amenaza».
«Cuando la
arrestaron tenía tan solo una fracción del poder y de la riqueza que
había ostentado anteriormente.
Además, el juicio contra sus cómplices se
llevó a cabo según los parámetros judiciales de la época, incluyendo el
uso de la tortura para obtener una confesión», argumenta.
Pero la
investigadora critica la escasez científica a la hora de abordar este
personaje: sí, era una asesina, mas no el animal pérfido del que con
tanto gusto han bebido la literatura y el cine, dos artes sedientos de
fantasía granguiñolesca.
Escritores y cineastas sobrevolando la
historiografía como aves carroñeras para arrancar las vísceras de un
trozo de carne putrefacto de por sí.
En su artículo «Sangre y poder» (La Aventura de la Historia,
número 147, 2011), José María Solé apunta que cuando el marido de la
condesa falleció ya constaba en los archivos de las autoridades de la
Corte de Viena una denuncia presentada por Istvan Magyari,
un pastor luterano que aseguraba haber presenciado las atroces
prácticas de Bathory.
«Dada la relevancia del personaje cuestionado y
las consecuencias que para la imagen de los poderosos podía tener dejar
al descubierto acciones de tal repulsiva naturaleza, el conde palatino Giorgi Thurzo fue encargado por el emperador Matías I
de dirigir la investigación.
Un asunto de extrema gravedad que
cuestionaba a una familia de gran importancia, por lo que se llevó a
cabo con toda la discreción posible y de acuerdo con los hijos de la
condesa, ante todo interesados en evitar que una condena penal entregase
los grandes bienes de su madre a la Corona, como era preceptivo en
estos casos», escribe Solé.
En 1611, el hallazgo de los despojos de las
jóvenes muertas —de entre doce y veintiséis años— en las inmediaciones
del castillo confirmaba las sospechas en torno a esta lúgubre figura que
pasó de ser considerada una mujer exquisita a ser una lesbiana,
pervertida y asesina.
Los
historiadores húngaros son quienes han tratado de dilucidar la realidad
de Bathory, trazando la teoría de que el proceso judicial al que fue
sometida tenía como fin ocultar los tejemanejes secretos que esta habría
desarrollado con su primo Gabriel Bathory, príncipe de
Transilvania, en contra de la dinastía reinante de los Habsburgo.
«Una
buena instrumentación de presuntos rumores unida a llamativos
testimonios sobre macabros hallazgos y a la forzada confesión de unos
desgraciados servirían para dar un toque de atención a la posible
desafección de la nobleza, evidenciar la decisión del monarca y
desmontar una operación política clandestina de alto riesgo para el
poder constituido», resume José María Solé.
El primer texto que hay en referencia a Bathory lo escribió el jesuita Laszlo Turoczi
en 1760 tras encontrar las transcripciones del juicio a los cómplices.
Aglutinó los elementos principales de la historia y añadió uno más: los
baños en sangre de los que la condesa disfrutaba cuando terminaba la
inocencia del día y comenzaba la noche culpable, un ritual para ser
bella y joven eternamente.
Pero ¿por qué introduciría esto en su
manuscrito? Rachael L. Bradshaw afirma en su tesis que el jesuita
aprovechó la oportunidad para aderezar la leyenda y arremeter contra el
protestantismo.
Esta era la religión que profesaba la condesa, y para
cuando Laszlo comenzó sus escritos muchas familias aristocráticas se
habían reconvertido al catolicismo para ganarse el favor de los
Habsburgo. Demonizaba así el protestantismo, relacionándolo con la
santería, el lesbianismo y la perversión sexual.
En 1865, el estudioso
alemán Michael Wagner ratificaba el relato contado por
el jesuita cien años antes pero aumentaba el número de víctimas de
seiscientas a seiscientas cincuenta, siendo esta la cifra final que ha
llegado a nuestros días.
En realidad, es tal la inexactitud de sus
asesinatos que es imposible establecer una suma exacta: se calcula que
fueron entre trescientas y seiscientas.
En 1962, Valentine Penrose
expandía con su prosa toda la rumorología bruna sobre Bathory y daba
por ciertos algunos hechos sin confirmar como que mantenía relaciones
sexuales con su tía Klara, otra bollera, criminal y
envilecida mujer.
El mito ha sido amamantado por los pechos generosos de
la literatura, y el afán por el endiosamiento ha sido cosa de las
plumas de los narradores posteriores más que de la propia condesa.
Pizarnik es uno de los ejemplos más claros: «Es probable que Erzsébet
fuera epiléptica ya que le sobrevenían crisis de posesión tan
imprevistas como sus terribles dolores de ojos y jaquecas (que conjuraba
posándose una paloma herida pero viva sobre la frente». Y así relata la
poeta argentina el descubrimiento, al fin, de la maldad amurallada:
«En
compañía de sus hombres armados, Thurzo llegó al castillo sin
anunciarse.
En el subsuelo, desordenado por la sangrienta ceremonia de
la noche anterior, encontró un bello cadáver mutilado y dos niñas en
agonía.
No es esto todo. Aspiró el olor a cadáver; vio “la virgen de
hierro”, la jaula, los instrumentos de tortura, las vasijas con sangre
reseca, las celdas —y en una de ellas a un grupo de muchachas que
aguardaban su turno para morir y que le dijeron que después de muchos
días de ayuno les habían servido una cierta carne asada que había
pertenecido a los hermosos cuerpos de sus compañeras muertas—.
La
condesa, sin negar las acusaciones de Thurzo, declaró que todo aquello
era su derecho de mujer noble y de alto rango.
A lo que respondió el
palatino: “Te condeno a prisión perpetua dentro de tu castillo”». Si
bien es cierto que fue emparedada en un cuarto minúsculo con solo un
ventanuco hasta el fin de sus días —agosto de 1614—, ella, que ni
siquiera compareció en el juicio pues sus familiares lo evitaron,
siempre negó ser la responsable de toda esa destrucción tiránica.
Tampoco llegó a usar jamás la virgen (o doncella) de hierro: este
instrumento de tortura ni siquiera se había inventado por aquel
entonces.
Cuenta
la leyenda que cuando fue encontrada muerta en aquella habitación a sus
cincuenta y cuatro años aún tenía el rostro lozano de una niña.
También
se dice que ella es el origen del mal puro. Quizá toda aquella sangre
derramada impregnó la tierra, la hizo fértil como el vientre de una
adolescente y engendró una semilla de la que el resto de la humanidad ha
florecido.
El germen infecto de quienes somos o el mito perfecto para
excusarnos ante nosotros mismos.