El físico argentino Alberto Rojo acaba de publicar un interesante artículo en el periódico
La Nación
sobre ciencia y religión.
Aunque Alberto es agnóstico, firma el escrito
con el teólogo Ignacio Silva
. Es un texto sin complejos ni prejuicios
que bucea en los confines del conocimiento y en el enorme misterio de lo
que somos.
Por cierto que ofrecen un dato espeluznante: según una
encuesta Gallup de 2012, el 42% de los estadounidenses están
convencidos de que Dios creó al ser humano tal y como viene en la Biblia,
de golpe y de la nada, ya saben, el cuento del barro y de la
costillita, y que todo esto sucedió hace exactamente 10.000 años.
Con lo
cual se pasan por el forro de las neuronas (deben de tener pocas, de
todas maneras) las irrefutables y numerosísimas pruebas científicas.
La historia del ser humano es la historia del conflicto entre ese hálito intangible y la prisión del cuerpo
De modo que estos necios no sólo niegan los cientos de miles de años
de evolución de los homínidos, sino que además ni siquiera tienen en
cuenta que hay pinturas rupestres con cerca de 40.000 años de
antigüedad.
Y los seres humanos que hicieron esos dibujos ya eran
exactamente iguales a nosotros. Más sucios y sin teléfonos móviles, pero
iguales. Tanta estulticia a estas alturas del siglo XXI no está
demasiado lejos del fanatismo de los talibanes, y sin embargo son casi
la mitad de la población de Estados Unidos: asusta un poco. Los
católicos lo tienen un poco mejor. Juan Pablo II, explican en el
artículo, reconoció en 1996 que la teoría de la evolución no era una
hipótesis sino algo plenamente aceptado por la ciencia, y resolvió el
conflicto para los creyentes diciendo que
el cuerpo fue cambiando por medio de procesos naturales, hasta que llegó Dios y le dio el alma.
Y aquí abandono el texto de Rojo y Silva porque nos hemos topado con
algo enorme y esencial: ese aliento de consciencia que nos anima.
Todos
los humanos nos hemos preguntado desde el principio de los tiempos qué
es lo que de verdad nos hace humanos, qué nos convierte en individuos,
dónde reside el yo dentro de nuestro cuerpo.
Más o menos entendemos cómo
es nuestra realidad física, el mapa de los huesos, el laberinto de los
tendones, el flujo de la circulación, el funcionamiento del sistema
digestivo.
Nuestro cuerpo es un gran mecano, maravilloso, espectacular y
mágico, pero de alguna manera podemos asumirlo
. La cuestión
verdaderamente peliaguda es: dentro de ese maremágnum de células
afanosas, en medio de ese prodigioso tinglado de carne y sangre y
huesos, ¿dónde demonios estamos nosotros? ¿Dónde reside y qué es eso que
algunos llaman alma, o espíritu, o conciencia, o… qué?
La historia del ser humano es la historia del conflicto entre ese
hálito intangible y la prisión del cuerpo.
Las religiones han usado
cilicios, ayunos, sacrificios para domar la carne; o, por el contrario,
han mitificado la carnalidad para llegar al alma, como en el tantrismo y
su uso litúrgico del sexo.
En cualquier caso, nos es muy difícil no
experimentar cierta sensación de extrañamiento con el cuerpo. Nuestro
organismo es el misterioso universo dentro del que nos ha tocado vivir
toda nuestra vida.
Pensamos también con el corazón; y parte de nuestro yo esquivo reside ahí
Tradicionalmente se creía que el yo, el alma, la conciencia, estaba
en el corazón; eso pensaban en el Antiguo Egipto; eso decía Aristóteles.
Así se creyó también en la Edad Media
. La clásica imagen de Jesús
mostrando su corazón revela el papel central que se le adjudicaba a esta
víscera dentro de la construcción de lo que somos. De hecho, en épocas
modernas hemos seguido sintiéndolo así, especialmente en lo que se
refiere a nuestros sentimientos, a nuestras emociones, al amor.
Hablamos
de que nos duele el corazón cuando sentimos pena, o nos tocamos el
pecho para indicar afecto o si algo nos hiere repentinamente.
Como si el
centro de nuestra intimidad, de nuestro yo, estuviera ahí.
Pero, con el
tiempo, la ciencia fue otorgando al cerebro el predominio absoluto
dentro de nuestro cuerpo.
En esa masa gelatinosa y grasienta, en sus
reacciones eléctricas y en su sopa bioquímica residía todo, nos dijeron
.
La inteligencia, las emociones, la razón, el yo.
Todo lo demás no era
sino un mito.
Sin embargo, diversos estudios realizados en los últimos años han descubierto algo extraordinario:
el corazón tiene neuronas, decenas de miles de neuronas
idénticas a las del cerebro.
De hecho, del 60% al 65% de las células
del corazón son células nerviosas, y funcionan exactamente igual que las
cerebrales, supervisando y controlando los procesos de nuestro
organismo e influyendo en las estructuras cognitivas del cerebro
. O sea
que pensamos también con el corazón; y parte de nuestro yo esquivo
reside ahí, como siempre supimos intuitivamente.
Todo esto demuestra,
una vez más, cuántas veces podemos equivocarnos y cuantísimo nos falta
por saber. Lo cual es estremecedor pero fascinante.
@BrunaHusky
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