Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

9 jun 2014

Quemado vivo................................................................................................. José Manuel Calvo

Michael Ignatieff dejó su cátedra para intentar cambiar la política canadiense y salió escaldado.

 

Ignatieff saluda a una vecina en Etobicoke (Toronto) durante la campaña electoral de 2006 / J.M.C.

“Voy a ser un político diferente. Voy a cambiar las reglas”.
Pues no.
 Lo intentó, pero no pudo.
El que iba a cambiar las reglas era Michael Ignatieff (Toronto, 1947), y lo aseguraba con un ardor muy apropiado para los 11 grados bajo cero de una mañana de sol brillante en Etobicoke, un barrio de Toronto, en enero de 2006.
 Hacía la campaña puerta a puerta para conseguir un escaño en el Parlamento de Canadá. Lo logró; cinco años después se estrelló.
 Cuenta todo, bien contado, en poco más de 200 páginas (Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política)
Después del puerta a puerta tenaz y solitario —seis voluntarios y un periodista; cierto afecto en los vecinos, algunos apoyos animosos; pero también hostilidad e indiferencia—, Ignatieff se reponía con pizza, ya fría, en el cuartel general de la campaña:
“Lo que nunca te dice nadie sobre la política es lo exigente que es, físicamente.
 Esto es lo más cansado que he hecho en mi vida; es como subir a lo alto de una montaña”.
El problema no fue subir; el problema fue despeñarse sin haber llegado a la cima. ¿Un político diferente?
 Desde luego, muchas cosas fueron distintas en la aventura de este intelectual de prestigio que había abandonado a finales de 2005 su cómoda posición de enseñante en Harvard para lanzarse a la conquista del escaño; después de conseguirlo, quiso dirigir el Partido Liberal, la columna vertebral de la historia política de Canadá.
 No pudo al primer intento —con los liberales ya en crisis debido al ímpetu del conservador Stephen Harper, que había ganado las elecciones del 23 de enero de 2006—, pero el fracaso de Stephen Dion como líder de la oposición llevó a Ignatieff a sustituirle y pelear años más tarde por el puesto de primer ministro.
La pelea acabó fatal: en 2011, con Ignatieff a la cabeza, el Partido Liberal sufrió la peor derrota de su historia.
¿Qué pasó? Además de los errores cometidos, Ignatieff lo resume así: “Perseguí el fuego del poder y contemplé cómo la esperanza quedaba reducida a cenizas”
. Canadá, seguramente para su desgracia, se quedó sin un político que quería ser diferente; el resto del mundo, para su fortuna, recuperó a un intelectual de enorme talla que escribió meses después Fuego y Cenizas, la confesión de cómo y por qué un intelectual se deja llevar por un mundo ajeno; de las equivocaciones y de las enseñanzas —para él, para otros— que extrae.
 Entre ellas, la de que hay que ir a la política, estar en la política, hacer política.
 No como él, claro, pero contarlo después de haberlo vivido es el servicio público que presta Ignatieff.
¿Cómo se le pudo ocurrir a alguien tan inteligente querer hacer carrera en su país, en el que no había vivido los últimos 30 años, y que eso no fuera utilizado en su contra, primero por sus compañeros de filas y después por sus rivales? ¿Nadie le advirtió a este descendiente de ruso y canadiense que los ucranios de Etobicoke —el 6% de la población del barrio— se la tenían jurada?
 ¿Creyó que se iba a librar del trazo grueso derivado de su libro El mal menor, que para algunos era —con gran disgusto por parte de Ignatieff— una especie de justificación de la tortura?
¿Fue tan ingenuo como para pensar que a los votantes les iba a impresionar su excelente biografía de Isaiah Berlin?
Portada de Fuego y cenizas. / Editorial Taurus
Ignatieff perdió en Etobicoke en 2011; el partido pasó a ocupar la tercera posición nacional con 34 miserables escaños, menos de la mitad de los ya malos resultados de 2008, cuando logró 77. ¿La culpa? Suya —“los votantes suelen castigar a los políticos que consideran que están jugando al oportunismo o cambiando de chaqueta; yo parecía estar haciendo ambas cosas”—, de sus asesores de imagen —“nunca había vestido tan bien en mi vida y, al mismo tiempo, nunca me había sentido tan vacío por dentro”—, del partido y su desconexión con la sociedad —“todo lo que escuchábamos era el sonido de nuestra propia voz”—, de los electores —“rara vez recuerdan lo que hiciste por ellos”— y de la política
: “Ya no se atacan las ideas o posturas de un candidato, se ataca lo que el candidato es”.
Fuego y cenizas sirve a mucha gente.
 Al ciudadano normal (porque eso existe, ¿no?), al político profesional y al que quiera dedicarse a la política (la duda es mayor en este caso)
. Al ciudadano normal le interesa saber cómo es eso de dejarse arrastrar por una mezcla de idealismo y vanidad, caer en manos de los profesionales del aparato y salir trasquilado.
Una gran experiencia vital.
El político debe, todavía más, tomar nota.
 Dejando de lado la ingenuidad y un pelín de arrogancia del autor —fracasé porque soy un buen intelectual, viene a decir, como Cicerón, Maquiavelo, Max Weber—, hay reflexiones de oro
. Alguna llega a destiempo: qué útil hubiera sido para algún candidato a las europeas este párrafo: “Al entrar en política debes renunciar a la espontaneidad, a uno de los placeres de la vida: decir lo primero que se te viene a la cabeza. Si quieres sobrevivir, debes colocar un filtro entre tu cerebro y tu boca”.
Y qué sensato el aviso: “Las maniobras políticas de última hora no suelen evitar el naufragio de una nave que se está hundiendo”.
Para el que quiere dedicarse a la política son las últimas reflexiones, las que superan las cicatrices de amargura y escepticismo que deja la derrota (“nada te va a causar más problemas en política que decir la verdad”) y vuelven a los inspiradores del fuego: John Kennedy, al que imitaba el acento y las poses; Pierre Trudeau, el hombre que diseñó en buena medida el Canadá moderno; las protestas contra la guerra de Vietnam…
 Hay momentos en los que lo que le ocurre a uno es, sencillamente, esto: “Sentir que estabas vivo, que tenías 21 años y que el activismo de tu propia generación podía ser tan poderoso te llenaba de felicidad”.
No pienses, dice Ignatieff —¡a pesar de todo lo que te he contado!—, que la política es solo un juego sucio
. Abrázala, deja de lado tu inocencia, no sucumbas al cinismo: eres el guardián de la democracia, de las instituciones, estás ahí por la gente. “Intenta no olvidar el asombro que sentiste el primer día, cuando tomaste posesión de tu escaño y entendiste que fueron los votos de la gente corriente los que te llevaron hasta allí”.
Y, sobre todo, olvídate de las cenizas, quémate en el fuego de la pasión: atiende la llamada.
Eso importa mucho más que el éxito o el fracaso.

Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política. Michael Ignatieff. Traducción de Francisco Beltrán
Taurus. Madrid, 2014. 256 páginas. 19 euros (electrónico, 9,99)

8 jun 2014

Una historia de España (XXVI)..................Arturo Pérez Reverte

Una historia de España (XXVI)

Habíamos quedado en que el burocrático Felipe II, asesorado por su confesor de plantilla, prefirió ser defensor de la verdadera religión, como se decía entonces, que de la España que tenía entre manos; y en vez de ocuparse de lo que debía, que era meter a sus súbditos en el tren de la modernidad que ya pitaba en el horizonte, se dedicó a intentar que descarrilara ese tren, tanto fuera como dentro. Dicho en corto, no comprendió el futuro.
 Tampoco comprendió que los habitantes de unas islas que estaban en el noroeste de Europa, llamadas británicas, gente hecha a pelear con la arrogancia desesperada que les daba la certeza histórica de su soledad frente a todos los enemigos, formaban parte de ese futuro; y que durante varios siglos iban a convertirse en la pesadilla constante del imperio hispano (la famosa pesadilla que se muerde la cola, que diría Belén Esteban).
 A diferencia de España, que pese a sus inmensas posesiones ultramarinas nunca se tomó en serio el mar como camino de comercio, guerra y poder, y cuando quiso tomárselo se lo estropeó ella misma con su corrupción, su desidia y su incompetencia, los ingleses -como los holandeses, por su parte- entendieron pronto que una flota adecuada y marinos eficaces eran la herramienta perfecta para extenderse por el mundo.
 Y como el mundo en ese momento era de los españoles, el choque de intereses estaba asegurado. América fue escenario principal de esa confrontación; y así, con guerras y piraterías, los marinos ingleses se pusieron a la faena depredadora, forrándose a nuestra costa.
 Esos y otros asuntos decidieron a Felipe II a lanzar una expedición de castigo que se llamó Empresa de Inglaterra y que los ingleses, en plan de cachondeo, apodaron la Invencible: una flota de invasión que debía derrotar a la de allí, desembarcar en sus costas, hacer picadillo a los leales a Isabel I -para entonces los ingleses ya no eran católicos, sino anglicanos- y poner las cosas en su sitio.
 Prueba de que siempre hemos sido iguales es que, a fin de que los diversos capitanes, que iban cada cual a lo suyo, obedecieran a un mando único, se puso al frente del asunto al duque de Medina Sidonia, que no tenía ni puta idea de tácticas navales pero era duque.
 Así que imaginen el pastel. Y el resultado.
 La cosa era, sobre todo, conseguir el abordaje, donde la infantería española, peleando en el cuerpo a cuerpo, era todavía imbatible; pero los ingleses, que maniobraban de maravilla, se mantuvieron lejos, usando la artillería sin permitir que los nuestros se arrimaran.
 Aparte de eso, los rubios apelaron todo el rato a una palabra (apenas pronunciada en España, donde tiene mala prensa) que se llama patriotismo, y que les sería muy útil en el futuro, tanto contra Napoleón, como contra Hitler, como contra todo cristo; mientras que a los españoles nos sirve poco más que para fusilarnos unos a otros con las habituales ganas.
 El caso es que los súbditos de Su Graciosa resistieron como gatos panza arriba, y además tuvieron la suerte de que un mal tiempo asqueroso dejara a la flota española hecha una piltrafa.
 Donde sí hubo más suerte fue en el Mediterráneo, con los turcos
. El imperio otomano estaba de un chulo insoportable.
 Sus piratas y corsarios -ayudados por Francia, a la que inflábamos a hostias un día sí y otro también, y por eso nunca perdía ocasión de hacernos la puñeta- daban la brasa por todas partes, dificultando la navegación y el comercio.
 Así que se formó una coalición entre España, Venecia y los Estados Pontificios; y la flota resultante, mandada por el hermano del rey Felipe, don Juan de Austria, libró en el golfo de Lepanto, hoy Grecia, la batalla que en nuestra iconografía bélica supone lo que para los ingleses Trafalgar o Waterloo, para los gabachos Austerlitz y para los ruskis Stalingrado.
 Lo de Lepanto, eso sí, fue a nuestro estilo: la víspera, aparte de rezos y misas para asegurar la protección divina, Felipe II aconsejó a su hermano que, entre los soldados y marineros de su escuadra, «los que sean cogidos por sodomíticos, instantáneamente sean quemados en la primera tierra que se pueda».
 Pero Juan de Austria, que tenía otras preocupaciones, pasó del asunto. 
En cualquier caso, Lepanto fue la de Dios
. En un choque sangriento, la infantería española, sodomitas incluidos, se batió ese día con su habitual ferocidad, machacando a los turcos en «la más alta ocasión que vieron los siglos». 
El autor de esa frase fue uno de aquellos duros soldados, que combatió en un puesto de gran peligro y resultó herido grave.
 Se llamaba Miguel de Cervantes Saavedra, y años después escribiría la novela más genial e importante del mundo.
 Sin embargo, hasta el día de su muerte, su mayor orgullo fue haber peleado en Lepanto. 
(Continuará)

El primer crimen de portada...................................................................................... María Fabra

El asesinato de la calle Fuencarral acabó con tintes corruptos y desató juicios paralelos.

Imágenes de los procesados y del juicio oral que ilustran el capítulo del libro del Tribunal Supremo. / biblioteca nacional

Madrid se convirtió, en 1888, en escenario de un crimen que provocó altercados en las calles, el seguimiento diario por parte de la prensa, la implicación de corruptos, el brote de juicios paralelos, las dimisiones del director de la cárcel y del presidente del Tribunal Supremo y la traslación del juicio a la lucha de clases.
El caso acabó en ejecución, la última que se hizo en público con garrote vil.
 A estos ingredientes se unieron otros que lo convirtieron en uno de los más destacados de los que ha tenido el Tribunal Supremo y, por ello, ha merecido un capítulo del recién editado libro Los procesos célebres seguidos ante el Tribunal Supremo en sus 200 años de historia, editado por el Boletín Oficial del Estado.
Un perro narcotizado, la vida del Pollo Varela, una prueba de hipnosis que no fue admitida como tal, un expresidente como abogado defensor, unas colillas de las que nunca se descubrió al usuario, un indulto que no se concedió y una acusada que cambió hasta cinco veces su versión hicieron del asunto merecedor de la atención de Benito Pérez Galdós y, un siglo después, de un capítulo de la serie televisiva, La huella del crimen:
“La historia de un país es también la historia de sus crímenes, de aquellos crímenes que dejaron huella”, tal como anunciaba al inicio de cada programa.
El crimen de la calle Fuencarral hizo que “a partir de ese momento, todos los periódicos dedicaran una columna a los sucesos de la época”, tal como señala el libro que detalla lo ocurrido entre el 1 de julio de 1888 y las cuatro de la madrugada del 29 de julio de 1890, cuando la condenada por el crimen, Higinia Balaguer fue ejecutada con garrote vil en un patíbulo instalado en el patio de la cárcel modelo de Madrid.
 “¡Dolores, catorce mil duros!”, fueron sus últimas palabras.
Los periódicos se unieron para presentarse como acusación en el juicio
Jurídicamente, el caso fue pionero en otro ámbito.
Por primera vez se ejerció una acusación con la llamada acción popular, que representaba a los directores de los periódicos más importantes de la época.
 Se personaron al considerar que la investigación estaba atestada de irregularidades y por llegar al trasfondo del caso, en el que intuían implicaciones políticas.
 Su participación activa les sirvió para, además, tener acceso al sumario que, en algunos casos, fue reproducido por capítulos en las páginas locales.
Antes de esto, los jueces tuvieron que batallar con las filtraciones y, dada la implicación de la prensa, con la aparición de juicios paralelos que incitaron a la celebración de manifestaciones y altercados, incluso con el apedreamiento del Ministerio de Justicia.
 Todo, a finales del XIX.
El caso se desató con la muerte de una mujer, Luciana Borcino, una viuda de 50 años de edad que, aunque vivía una vida austera, contaba con una gran fortuna.
 Luciana tenía un solo hijo, José Váquez Varela Borcino, de 23 años, que, en el momento de la muerte, cumplía condena por el robo de una capa.
 Luciana contrató para su servicio a Higinia que, antes, había trabajado en casa de José Millán Astray, director de la cárcel Modelo madrileña.
La noche del “horroroso crimen”, tal como lo titularon os periódicos de la época, Luciana fue encontrada muerta en su casa, con varios navajazos en el abdomen y medio calcinada.
Los vecinos, que acudieron alertados por el humo que salía del segundo piso del número 109 de la calle Fuencarral, encontraron, en la cocina, a la sirvienta, Higinia, desmayada y junto al perro de su señora, un fiero bulldog que yacía anestesiado.
La sociedad se dividió tras la muerte de una mujer a manos de su criada
Higinia fue detenida e interrogada
. En su primera comparecencia ante el juez aseguró que “su señora” había recibido la visita de un señor y que ella se había retirado a dormir.
 También fue interrogado el hijo de la difunta, que negó cualquier implicación con la coartada de su estancia en prisión como base de su testimonio.
Pero todo cambió cuando se le permitió a Millán Astray, sin que se supiera en concepto de qué y por la relación laboral que habían mantenido, romper con la incomunicación a la que había sido sometida Higinia y conversar con ella para que esta se confesara culpable del crimen con la única intención de robar.
La siguiente de sus versiones cambió totalmente el rumbo de la investigación ya que la criada aseguró que el autor del asesinato había sido el hijo de la fallecida, el Pollo Varela, que había obtenido uno de los muchos permisos que Millán Astray le concedía, de manera irregular, para salir de la cárcel
. El juez la creyó y decretó el procesamiento del director de la prisión madrileña, así como del hijo de Luciana.
La sociedad comenzó a dividirse.
En las tertulias de café se empezaron a diferenciar los higinistas, partidarios de la criada, de los varelistas.
 Se interpretó, además, como el juicio al proletariado frente a la burguesía y la capacidad de influencia del dinero hasta culpabilizar a una pobre sirvienta
. La prensa comenzó a hacerse eco y a inclinar la balanza.
Con tres tomos de sumario, que recogían el testimonio de 165 personas, 22 careos, 11 diligencias de registro, y 126 testigos declarados impertinentes, se cerró la investigación.
El 26 de marzo de 1889 una muchedumbre se agolpó ante la sede del tribunal para intentar ocupar uno de los pocos puestos de la sala en la que se iba a celebrar el juicio, tal como describe el libro editado por el Supremo.
Como abogado defensor de la principal acusada, Nicolás Salmerón, que 15 años antes presidió el Gobierno republicano.
Tras 36 sesiones, en el que Higinia volvió a cambiar su versión de los hechos, fue declarada culpable y condenada a muerte.
 El hijo de la fallecida fue absuelto, igual que Millán Astray que, no obstante, no solo acabó con su carrera al frente de la cárcel, sino también con la de Eugenio Montero Ríos, presidente del Tribunal Supremo, su protector, que también tuvo que dimitir.
Quedaron por resolver importantes dudas, como la de quién dejó las cinco colillas que se encontraron en el lugar del crimen pese a que Higinia no fumaba.
 Tampoco se supo qué quiso decir con su último grito. Lo que sí quedó claro fue el interés por los sucesos salpicados de corruptelas y por el posicionamiento social ante un caso con tantos ingredientes que lo hicieron merecedor de muchas portadas.

 

Hilaria Baldwin, esposa de actor y portavoz de la vida sana................................................. Tom C. Avendaño

d
Hilaria Baldwin muestra cómo planchar y a la vez hacer yoga. / TWITTER

Hilaria Baldwin no es del todo estadounidense pero tampoco del todo española.
 No es del todo desconocida pero tampoco del todo famosa.
 Tampoco es solo la mujer de Alec Baldwin porque le gusta gestionar su creciente fama por su propia cuenta, pero tampoco es del todo conocida como dueña de un boyante negocio de yoga en Nueva York.
 Y en este proceso de dejar de ser una cosa para ser la otra, esta mallorquina de 30 años se ha estampado contra otro término medio: si bien antes no era un a mujer odiada, desde la semana pasada tampoco es una mujer querida.
El pasado 29 de mayo, publicó una foto en Instagram en la que se la veía dormir con Carmen, la hija de nueve meses que tiene con su nuevo marido.
 Hasta ahí todo era normal.
Ambas son protagonistas habituales de las cuentas en redes sociales de Hilaria (@hilariabaldwin), que suele usar a su familia para promocionar sus múltiples andaduras profesionales.
 El problema era el pie de foto: “Entre que nos están saliendo los dientes y que estamos de sesiones de fotos, estamos un poco cansadas”, decía.
Y será que el agotamiento por maternidad no resulta creíble cuando viene de una joven millonaria rodeada de ayudantes; será que el público actual no acepta muestras de calculada normalidad doméstica de la gente que pretende ganarse su admiración.
 Pero la imagen no acabó de sentar bien. La prensa de peor intención se abalanzó sobre ella.
 El siempre afilado tabloide The Daily Mail acusó a Hilaria de haberse “marcado un Gwyneth Paltrow”, en referencia a ese momento del pasado marzo en el que la alegre y adinerada actriz se quejó de lo duro que es ser madre trabajadora.
La comparativa era especialmente dañina porque Hilaria todavía no tiene armas para defenderse de ella.
Es, al fin y al cabo, una profesora de yoga famosa desde que un día de 2011 le guiñó un ojo a Alec Baldwin y el actor, de 55 años famoso por Glengarry Glen Ross o, más recientemente, la telecomedia Rockefeller plaza, se enamoró perdidamente de ella.
 Era inevitable. El actor es una persona ferozmente reservada en todo lo referente en su vida personal pero también es imparablemente público con sus sentimientos (esta disyuntiva, que hizo de su divorcio con Kim Basinger una de las historias más sonadas en el papel cuché de la semana pasada, se nota en sus antecedentes penales: ha tenido que ir a juicio por haber golpeado o insultado a varios paparazi en los últimos años, en lo que siempre se ha descrito como ataques de ira). Hilaria apareció siempre en todas sus entrevistas de esa época
. En un capítulo de Rockefeller plaza que se emitió en directo en 2012, el actor llevó una bandera de España en la mano como guiño a la joven criada a caballo entre Mallorca y Boston a la que siempre delata su acento español.
 Para entonces estaban prometidos.
 Se casaron aquel 30 de junio. Y ella capitalizó toda esta atención distanciando su imagen de su vida personal y acercándola a su negocio: como llevaba estudiando danza desde pequeña –de hecho se licenció en Danza y en Historia del Arte por la Universidad de Nueva York– y conocía bien el cuerpo humano, en 2010 había ayudado a fundar un centro de yoga, Yoga Vida, en el downtown neoyorquino
. Así que empezó a venderse como profesora y, de paso, vegetariana irredenta y conocedora de todos los consejos de salud que toda mujer moderna deba conocer.
Aprovechar la fama para ser gurú de estilo de vida siempre es complicado: en cuanto uno tiene éxito y dinero, deja de conocer los problemas que tiene el público.
Una parte del plan salió bien. Si alguien llama hoy a Yoga Vida, lo más probable es que no encuentre a Hilaria.
 Sí se encontrará a Mike Patton, su socio, que hablará maravillas de cómo va el negocio desde que Hilaria es la profesora de yoga más célebre de Nueva York.
 Ella, mientras, reparte su tiempo entre dar consejos de salud en un programa de televisión, colaborar con revistas y, como es obligatorio ahora en el famoseo estadounidense, diseñar ropa.
 La otra parte no está tan clara: es la parte que requiere el amor del público.
 Si bien según The New York Times, Hilaria cae bien entre la élite neoyorquina, todo le va tan bien que podría correr el peligro de parecer desconectada de la realidad y pija (y no merecedora de su éxito: sus críticos le pueden echar en cara que solo consiguió trabajar en televisión porque Alec era amigo de Steve Sunshine, el productor del programa en cuestión)
. Es decir, propensa a marcarse un Gwyneth Paltrow.
Podría ser todo un malentendido.
En la era de la marca personal, ser discreto equivale a estar guardando secretos. “Y ella es extremadamente discreta y extremadamente normal”, describe Nacho Charrabe, ayudante personal de Alec Baldwin durante el rodaje en España de Torrente 5 (papel que el actor aceptó a petición de su mujer, que quería venir a España).
 Quizá todo sea que Hilaria Lynn Baldwin no es un bicho raro pero tampoco del todo una chica más.