Una historia de España (XXVI)
Habíamos quedado en que el burocrático Felipe II, asesorado por su
confesor de plantilla, prefirió ser defensor de la verdadera religión,
como se decía entonces, que de la España que tenía entre manos; y en vez
de ocuparse de lo que debía, que era meter a sus súbditos en el tren de
la modernidad que ya pitaba en el horizonte, se dedicó a intentar que
descarrilara ese tren, tanto fuera como dentro. Dicho en corto, no
comprendió el futuro.
Tampoco comprendió que los habitantes de unas
islas que estaban en el noroeste de Europa, llamadas británicas, gente
hecha a pelear con la arrogancia desesperada que les daba la certeza
histórica de su soledad frente a todos los enemigos, formaban parte de
ese futuro; y que durante varios siglos iban a convertirse en la
pesadilla constante del imperio hispano (la famosa pesadilla que se
muerde la cola, que diría Belén Esteban).
A diferencia de España, que
pese a sus inmensas posesiones ultramarinas nunca se tomó en serio el
mar como camino de comercio, guerra y poder, y cuando quiso tomárselo se
lo estropeó ella misma con su corrupción, su desidia y su
incompetencia, los ingleses -como los holandeses, por su parte-
entendieron pronto que una flota adecuada y marinos eficaces eran la
herramienta perfecta para extenderse por el mundo.
Y como el mundo en
ese momento era de los españoles, el choque de intereses estaba
asegurado. América fue escenario principal de esa confrontación; y así,
con guerras y piraterías, los marinos ingleses se pusieron a la faena
depredadora, forrándose a nuestra costa.
Esos y otros asuntos decidieron
a Felipe II a lanzar una expedición de castigo que se llamó Empresa de
Inglaterra y que los ingleses, en plan de cachondeo, apodaron la
Invencible: una flota de invasión que debía derrotar a la de allí,
desembarcar en sus costas, hacer picadillo a los leales a Isabel I -para
entonces los ingleses ya no eran católicos, sino anglicanos- y poner
las cosas en su sitio.
Prueba de que siempre hemos sido iguales es que, a
fin de que los diversos capitanes, que iban cada cual a lo suyo,
obedecieran a un mando único, se puso al frente del asunto al duque de
Medina Sidonia, que no tenía ni puta idea de tácticas navales pero era
duque.
Así que imaginen el pastel. Y el resultado.
La cosa era, sobre
todo, conseguir el abordaje, donde la infantería española, peleando en
el cuerpo a cuerpo, era todavía imbatible; pero los ingleses, que
maniobraban de maravilla, se mantuvieron lejos, usando la artillería sin
permitir que los nuestros se arrimaran.
Aparte de eso, los rubios
apelaron todo el rato a una palabra (apenas pronunciada en España, donde
tiene mala prensa) que se llama patriotismo, y que les sería muy útil
en el futuro, tanto contra Napoleón, como contra Hitler, como contra
todo cristo; mientras que a los españoles nos sirve poco más que para
fusilarnos unos a otros con las habituales ganas.
El caso es que los
súbditos de Su Graciosa resistieron como gatos panza arriba, y además
tuvieron la suerte de que un mal tiempo asqueroso dejara a la flota
española hecha una piltrafa.
Donde sí hubo más suerte fue en el
Mediterráneo, con los turcos
. El imperio otomano estaba de un chulo
insoportable.
Sus piratas y corsarios -ayudados por Francia, a la que
inflábamos a hostias un día sí y otro también, y por eso nunca perdía
ocasión de hacernos la puñeta- daban la brasa por todas partes,
dificultando la navegación y el comercio.
Así que se formó una coalición
entre España, Venecia y los Estados Pontificios; y la flota resultante,
mandada por el hermano del rey Felipe, don Juan de Austria, libró en el
golfo de Lepanto, hoy Grecia, la batalla que en nuestra iconografía
bélica supone lo que para los ingleses Trafalgar o Waterloo, para los
gabachos Austerlitz y para los ruskis Stalingrado.
Lo de Lepanto, eso
sí, fue a nuestro estilo: la víspera, aparte de rezos y misas para
asegurar la protección divina, Felipe II aconsejó a su hermano que,
entre los soldados y marineros de su escuadra, «los que sean cogidos por
sodomíticos, instantáneamente sean quemados en la primera tierra que se
pueda».
Pero Juan de Austria, que tenía otras preocupaciones, pasó del
asunto.
En cualquier caso, Lepanto fue la de Dios
. En un choque
sangriento, la infantería española, sodomitas incluidos, se batió ese
día con su habitual ferocidad, machacando a los turcos en «la más alta
ocasión que vieron los siglos».
El autor de esa frase fue uno de
aquellos duros soldados, que combatió en un puesto de gran peligro y
resultó herido grave.
Se llamaba Miguel de Cervantes Saavedra, y años
después escribiría la novela más genial e importante del mundo.
Sin
embargo, hasta el día de su muerte, su mayor orgullo fue haber peleado
en Lepanto.
(Continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario