Hilaria Baldwin no es del todo estadounidense pero tampoco del todo
española.
No es del todo desconocida pero tampoco del todo famosa.
Tampoco es solo la mujer de Alec Baldwin porque le gusta gestionar su creciente fama por su propia cuenta, pero tampoco es del todo conocida como dueña de un boyante negocio de yoga en Nueva York.
Y en este proceso de dejar de ser una cosa para ser la otra, esta mallorquina de 30 años se ha estampado contra otro término medio: si bien antes no era un a mujer odiada, desde la semana pasada tampoco es una mujer querida.
El pasado 29 de mayo, publicó una foto en Instagram en la que se la veía dormir con Carmen, la hija de nueve meses que tiene con su nuevo marido.
Hasta ahí todo era normal.
Ambas son protagonistas habituales de las cuentas en redes sociales de Hilaria (@hilariabaldwin), que suele usar a su familia para promocionar sus múltiples andaduras profesionales.
El problema era el pie de foto: “Entre que nos están saliendo los dientes y que estamos de sesiones de fotos, estamos un poco cansadas”, decía.
Y será que el agotamiento por maternidad no resulta creíble cuando viene de una joven millonaria rodeada de ayudantes; será que el público actual no acepta muestras de calculada normalidad doméstica de la gente que pretende ganarse su admiración.
Pero la imagen no acabó de sentar bien. La prensa de peor intención se abalanzó sobre ella.
El siempre afilado tabloide The Daily Mail acusó a Hilaria de haberse “marcado un Gwyneth Paltrow”, en referencia a ese momento del pasado marzo en el que la alegre y adinerada actriz se quejó de lo duro que es ser madre trabajadora.
La comparativa era especialmente dañina porque Hilaria todavía no tiene armas para defenderse de ella.
Es, al fin y al cabo, una profesora de yoga famosa desde que un día de 2011 le guiñó un ojo a Alec Baldwin y el actor, de 55 años famoso por Glengarry Glen Ross o, más recientemente, la telecomedia Rockefeller plaza, se enamoró perdidamente de ella.
Era inevitable. El actor es una persona ferozmente reservada en todo lo referente en su vida personal pero también es imparablemente público con sus sentimientos (esta disyuntiva, que hizo de su divorcio con Kim Basinger una de las historias más sonadas en el papel cuché de la semana pasada, se nota en sus antecedentes penales: ha tenido que ir a juicio por haber golpeado o insultado a varios paparazi en los últimos años, en lo que siempre se ha descrito como ataques de ira). Hilaria apareció siempre en todas sus entrevistas de esa época
. En un capítulo de Rockefeller plaza que se emitió en directo en 2012, el actor llevó una bandera de España en la mano como guiño a la joven criada a caballo entre Mallorca y Boston a la que siempre delata su acento español.
Para entonces estaban prometidos.
Se casaron aquel 30 de junio. Y ella capitalizó toda esta atención distanciando su imagen de su vida personal y acercándola a su negocio: como llevaba estudiando danza desde pequeña –de hecho se licenció en Danza y en Historia del Arte por la Universidad de Nueva York– y conocía bien el cuerpo humano, en 2010 había ayudado a fundar un centro de yoga, Yoga Vida, en el downtown neoyorquino
. Así que empezó a venderse como profesora y, de paso, vegetariana irredenta y conocedora de todos los consejos de salud que toda mujer moderna deba conocer.
Aprovechar la fama para ser gurú de estilo de vida siempre es complicado: en cuanto uno tiene éxito y dinero, deja de conocer los problemas que tiene el público.
Una parte del plan salió bien. Si alguien llama hoy a Yoga Vida, lo más probable es que no encuentre a Hilaria.
Sí se encontrará a Mike Patton, su socio, que hablará maravillas de cómo va el negocio desde que Hilaria es la profesora de yoga más célebre de Nueva York.
Ella, mientras, reparte su tiempo entre dar consejos de salud en un programa de televisión, colaborar con revistas y, como es obligatorio ahora en el famoseo estadounidense, diseñar ropa.
La otra parte no está tan clara: es la parte que requiere el amor del público.
Si bien según The New York Times, Hilaria cae bien entre la élite neoyorquina, todo le va tan bien que podría correr el peligro de parecer desconectada de la realidad y pija (y no merecedora de su éxito: sus críticos le pueden echar en cara que solo consiguió trabajar en televisión porque Alec era amigo de Steve Sunshine, el productor del programa en cuestión)
. Es decir, propensa a marcarse un Gwyneth Paltrow.
Podría ser todo un malentendido.
En la era de la marca personal, ser discreto equivale a estar guardando secretos. “Y ella es extremadamente discreta y extremadamente normal”, describe Nacho Charrabe, ayudante personal de Alec Baldwin durante el rodaje en España de Torrente 5 (papel que el actor aceptó a petición de su mujer, que quería venir a España).
Quizá todo sea que Hilaria Lynn Baldwin no es un bicho raro pero tampoco del todo una chica más.
No es del todo desconocida pero tampoco del todo famosa.
Tampoco es solo la mujer de Alec Baldwin porque le gusta gestionar su creciente fama por su propia cuenta, pero tampoco es del todo conocida como dueña de un boyante negocio de yoga en Nueva York.
Y en este proceso de dejar de ser una cosa para ser la otra, esta mallorquina de 30 años se ha estampado contra otro término medio: si bien antes no era un a mujer odiada, desde la semana pasada tampoco es una mujer querida.
El pasado 29 de mayo, publicó una foto en Instagram en la que se la veía dormir con Carmen, la hija de nueve meses que tiene con su nuevo marido.
Hasta ahí todo era normal.
Ambas son protagonistas habituales de las cuentas en redes sociales de Hilaria (@hilariabaldwin), que suele usar a su familia para promocionar sus múltiples andaduras profesionales.
El problema era el pie de foto: “Entre que nos están saliendo los dientes y que estamos de sesiones de fotos, estamos un poco cansadas”, decía.
Y será que el agotamiento por maternidad no resulta creíble cuando viene de una joven millonaria rodeada de ayudantes; será que el público actual no acepta muestras de calculada normalidad doméstica de la gente que pretende ganarse su admiración.
Pero la imagen no acabó de sentar bien. La prensa de peor intención se abalanzó sobre ella.
El siempre afilado tabloide The Daily Mail acusó a Hilaria de haberse “marcado un Gwyneth Paltrow”, en referencia a ese momento del pasado marzo en el que la alegre y adinerada actriz se quejó de lo duro que es ser madre trabajadora.
La comparativa era especialmente dañina porque Hilaria todavía no tiene armas para defenderse de ella.
Es, al fin y al cabo, una profesora de yoga famosa desde que un día de 2011 le guiñó un ojo a Alec Baldwin y el actor, de 55 años famoso por Glengarry Glen Ross o, más recientemente, la telecomedia Rockefeller plaza, se enamoró perdidamente de ella.
Era inevitable. El actor es una persona ferozmente reservada en todo lo referente en su vida personal pero también es imparablemente público con sus sentimientos (esta disyuntiva, que hizo de su divorcio con Kim Basinger una de las historias más sonadas en el papel cuché de la semana pasada, se nota en sus antecedentes penales: ha tenido que ir a juicio por haber golpeado o insultado a varios paparazi en los últimos años, en lo que siempre se ha descrito como ataques de ira). Hilaria apareció siempre en todas sus entrevistas de esa época
. En un capítulo de Rockefeller plaza que se emitió en directo en 2012, el actor llevó una bandera de España en la mano como guiño a la joven criada a caballo entre Mallorca y Boston a la que siempre delata su acento español.
Para entonces estaban prometidos.
Se casaron aquel 30 de junio. Y ella capitalizó toda esta atención distanciando su imagen de su vida personal y acercándola a su negocio: como llevaba estudiando danza desde pequeña –de hecho se licenció en Danza y en Historia del Arte por la Universidad de Nueva York– y conocía bien el cuerpo humano, en 2010 había ayudado a fundar un centro de yoga, Yoga Vida, en el downtown neoyorquino
. Así que empezó a venderse como profesora y, de paso, vegetariana irredenta y conocedora de todos los consejos de salud que toda mujer moderna deba conocer.
Aprovechar la fama para ser gurú de estilo de vida siempre es complicado: en cuanto uno tiene éxito y dinero, deja de conocer los problemas que tiene el público.
Una parte del plan salió bien. Si alguien llama hoy a Yoga Vida, lo más probable es que no encuentre a Hilaria.
Sí se encontrará a Mike Patton, su socio, que hablará maravillas de cómo va el negocio desde que Hilaria es la profesora de yoga más célebre de Nueva York.
Ella, mientras, reparte su tiempo entre dar consejos de salud en un programa de televisión, colaborar con revistas y, como es obligatorio ahora en el famoseo estadounidense, diseñar ropa.
La otra parte no está tan clara: es la parte que requiere el amor del público.
Si bien según The New York Times, Hilaria cae bien entre la élite neoyorquina, todo le va tan bien que podría correr el peligro de parecer desconectada de la realidad y pija (y no merecedora de su éxito: sus críticos le pueden echar en cara que solo consiguió trabajar en televisión porque Alec era amigo de Steve Sunshine, el productor del programa en cuestión)
. Es decir, propensa a marcarse un Gwyneth Paltrow.
Podría ser todo un malentendido.
En la era de la marca personal, ser discreto equivale a estar guardando secretos. “Y ella es extremadamente discreta y extremadamente normal”, describe Nacho Charrabe, ayudante personal de Alec Baldwin durante el rodaje en España de Torrente 5 (papel que el actor aceptó a petición de su mujer, que quería venir a España).
Quizá todo sea que Hilaria Lynn Baldwin no es un bicho raro pero tampoco del todo una chica más.
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