Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

8 jun 2014

El primer crimen de portada...................................................................................... María Fabra

El asesinato de la calle Fuencarral acabó con tintes corruptos y desató juicios paralelos.

Imágenes de los procesados y del juicio oral que ilustran el capítulo del libro del Tribunal Supremo. / biblioteca nacional

Madrid se convirtió, en 1888, en escenario de un crimen que provocó altercados en las calles, el seguimiento diario por parte de la prensa, la implicación de corruptos, el brote de juicios paralelos, las dimisiones del director de la cárcel y del presidente del Tribunal Supremo y la traslación del juicio a la lucha de clases.
El caso acabó en ejecución, la última que se hizo en público con garrote vil.
 A estos ingredientes se unieron otros que lo convirtieron en uno de los más destacados de los que ha tenido el Tribunal Supremo y, por ello, ha merecido un capítulo del recién editado libro Los procesos célebres seguidos ante el Tribunal Supremo en sus 200 años de historia, editado por el Boletín Oficial del Estado.
Un perro narcotizado, la vida del Pollo Varela, una prueba de hipnosis que no fue admitida como tal, un expresidente como abogado defensor, unas colillas de las que nunca se descubrió al usuario, un indulto que no se concedió y una acusada que cambió hasta cinco veces su versión hicieron del asunto merecedor de la atención de Benito Pérez Galdós y, un siglo después, de un capítulo de la serie televisiva, La huella del crimen:
“La historia de un país es también la historia de sus crímenes, de aquellos crímenes que dejaron huella”, tal como anunciaba al inicio de cada programa.
El crimen de la calle Fuencarral hizo que “a partir de ese momento, todos los periódicos dedicaran una columna a los sucesos de la época”, tal como señala el libro que detalla lo ocurrido entre el 1 de julio de 1888 y las cuatro de la madrugada del 29 de julio de 1890, cuando la condenada por el crimen, Higinia Balaguer fue ejecutada con garrote vil en un patíbulo instalado en el patio de la cárcel modelo de Madrid.
 “¡Dolores, catorce mil duros!”, fueron sus últimas palabras.
Los periódicos se unieron para presentarse como acusación en el juicio
Jurídicamente, el caso fue pionero en otro ámbito.
Por primera vez se ejerció una acusación con la llamada acción popular, que representaba a los directores de los periódicos más importantes de la época.
 Se personaron al considerar que la investigación estaba atestada de irregularidades y por llegar al trasfondo del caso, en el que intuían implicaciones políticas.
 Su participación activa les sirvió para, además, tener acceso al sumario que, en algunos casos, fue reproducido por capítulos en las páginas locales.
Antes de esto, los jueces tuvieron que batallar con las filtraciones y, dada la implicación de la prensa, con la aparición de juicios paralelos que incitaron a la celebración de manifestaciones y altercados, incluso con el apedreamiento del Ministerio de Justicia.
 Todo, a finales del XIX.
El caso se desató con la muerte de una mujer, Luciana Borcino, una viuda de 50 años de edad que, aunque vivía una vida austera, contaba con una gran fortuna.
 Luciana tenía un solo hijo, José Váquez Varela Borcino, de 23 años, que, en el momento de la muerte, cumplía condena por el robo de una capa.
 Luciana contrató para su servicio a Higinia que, antes, había trabajado en casa de José Millán Astray, director de la cárcel Modelo madrileña.
La noche del “horroroso crimen”, tal como lo titularon os periódicos de la época, Luciana fue encontrada muerta en su casa, con varios navajazos en el abdomen y medio calcinada.
Los vecinos, que acudieron alertados por el humo que salía del segundo piso del número 109 de la calle Fuencarral, encontraron, en la cocina, a la sirvienta, Higinia, desmayada y junto al perro de su señora, un fiero bulldog que yacía anestesiado.
La sociedad se dividió tras la muerte de una mujer a manos de su criada
Higinia fue detenida e interrogada
. En su primera comparecencia ante el juez aseguró que “su señora” había recibido la visita de un señor y que ella se había retirado a dormir.
 También fue interrogado el hijo de la difunta, que negó cualquier implicación con la coartada de su estancia en prisión como base de su testimonio.
Pero todo cambió cuando se le permitió a Millán Astray, sin que se supiera en concepto de qué y por la relación laboral que habían mantenido, romper con la incomunicación a la que había sido sometida Higinia y conversar con ella para que esta se confesara culpable del crimen con la única intención de robar.
La siguiente de sus versiones cambió totalmente el rumbo de la investigación ya que la criada aseguró que el autor del asesinato había sido el hijo de la fallecida, el Pollo Varela, que había obtenido uno de los muchos permisos que Millán Astray le concedía, de manera irregular, para salir de la cárcel
. El juez la creyó y decretó el procesamiento del director de la prisión madrileña, así como del hijo de Luciana.
La sociedad comenzó a dividirse.
En las tertulias de café se empezaron a diferenciar los higinistas, partidarios de la criada, de los varelistas.
 Se interpretó, además, como el juicio al proletariado frente a la burguesía y la capacidad de influencia del dinero hasta culpabilizar a una pobre sirvienta
. La prensa comenzó a hacerse eco y a inclinar la balanza.
Con tres tomos de sumario, que recogían el testimonio de 165 personas, 22 careos, 11 diligencias de registro, y 126 testigos declarados impertinentes, se cerró la investigación.
El 26 de marzo de 1889 una muchedumbre se agolpó ante la sede del tribunal para intentar ocupar uno de los pocos puestos de la sala en la que se iba a celebrar el juicio, tal como describe el libro editado por el Supremo.
Como abogado defensor de la principal acusada, Nicolás Salmerón, que 15 años antes presidió el Gobierno republicano.
Tras 36 sesiones, en el que Higinia volvió a cambiar su versión de los hechos, fue declarada culpable y condenada a muerte.
 El hijo de la fallecida fue absuelto, igual que Millán Astray que, no obstante, no solo acabó con su carrera al frente de la cárcel, sino también con la de Eugenio Montero Ríos, presidente del Tribunal Supremo, su protector, que también tuvo que dimitir.
Quedaron por resolver importantes dudas, como la de quién dejó las cinco colillas que se encontraron en el lugar del crimen pese a que Higinia no fumaba.
 Tampoco se supo qué quiso decir con su último grito. Lo que sí quedó claro fue el interés por los sucesos salpicados de corruptelas y por el posicionamiento social ante un caso con tantos ingredientes que lo hicieron merecedor de muchas portadas.

 

Hilaria Baldwin, esposa de actor y portavoz de la vida sana................................................. Tom C. Avendaño

d
Hilaria Baldwin muestra cómo planchar y a la vez hacer yoga. / TWITTER

Hilaria Baldwin no es del todo estadounidense pero tampoco del todo española.
 No es del todo desconocida pero tampoco del todo famosa.
 Tampoco es solo la mujer de Alec Baldwin porque le gusta gestionar su creciente fama por su propia cuenta, pero tampoco es del todo conocida como dueña de un boyante negocio de yoga en Nueva York.
 Y en este proceso de dejar de ser una cosa para ser la otra, esta mallorquina de 30 años se ha estampado contra otro término medio: si bien antes no era un a mujer odiada, desde la semana pasada tampoco es una mujer querida.
El pasado 29 de mayo, publicó una foto en Instagram en la que se la veía dormir con Carmen, la hija de nueve meses que tiene con su nuevo marido.
 Hasta ahí todo era normal.
Ambas son protagonistas habituales de las cuentas en redes sociales de Hilaria (@hilariabaldwin), que suele usar a su familia para promocionar sus múltiples andaduras profesionales.
 El problema era el pie de foto: “Entre que nos están saliendo los dientes y que estamos de sesiones de fotos, estamos un poco cansadas”, decía.
Y será que el agotamiento por maternidad no resulta creíble cuando viene de una joven millonaria rodeada de ayudantes; será que el público actual no acepta muestras de calculada normalidad doméstica de la gente que pretende ganarse su admiración.
 Pero la imagen no acabó de sentar bien. La prensa de peor intención se abalanzó sobre ella.
 El siempre afilado tabloide The Daily Mail acusó a Hilaria de haberse “marcado un Gwyneth Paltrow”, en referencia a ese momento del pasado marzo en el que la alegre y adinerada actriz se quejó de lo duro que es ser madre trabajadora.
La comparativa era especialmente dañina porque Hilaria todavía no tiene armas para defenderse de ella.
Es, al fin y al cabo, una profesora de yoga famosa desde que un día de 2011 le guiñó un ojo a Alec Baldwin y el actor, de 55 años famoso por Glengarry Glen Ross o, más recientemente, la telecomedia Rockefeller plaza, se enamoró perdidamente de ella.
 Era inevitable. El actor es una persona ferozmente reservada en todo lo referente en su vida personal pero también es imparablemente público con sus sentimientos (esta disyuntiva, que hizo de su divorcio con Kim Basinger una de las historias más sonadas en el papel cuché de la semana pasada, se nota en sus antecedentes penales: ha tenido que ir a juicio por haber golpeado o insultado a varios paparazi en los últimos años, en lo que siempre se ha descrito como ataques de ira). Hilaria apareció siempre en todas sus entrevistas de esa época
. En un capítulo de Rockefeller plaza que se emitió en directo en 2012, el actor llevó una bandera de España en la mano como guiño a la joven criada a caballo entre Mallorca y Boston a la que siempre delata su acento español.
 Para entonces estaban prometidos.
 Se casaron aquel 30 de junio. Y ella capitalizó toda esta atención distanciando su imagen de su vida personal y acercándola a su negocio: como llevaba estudiando danza desde pequeña –de hecho se licenció en Danza y en Historia del Arte por la Universidad de Nueva York– y conocía bien el cuerpo humano, en 2010 había ayudado a fundar un centro de yoga, Yoga Vida, en el downtown neoyorquino
. Así que empezó a venderse como profesora y, de paso, vegetariana irredenta y conocedora de todos los consejos de salud que toda mujer moderna deba conocer.
Aprovechar la fama para ser gurú de estilo de vida siempre es complicado: en cuanto uno tiene éxito y dinero, deja de conocer los problemas que tiene el público.
Una parte del plan salió bien. Si alguien llama hoy a Yoga Vida, lo más probable es que no encuentre a Hilaria.
 Sí se encontrará a Mike Patton, su socio, que hablará maravillas de cómo va el negocio desde que Hilaria es la profesora de yoga más célebre de Nueva York.
 Ella, mientras, reparte su tiempo entre dar consejos de salud en un programa de televisión, colaborar con revistas y, como es obligatorio ahora en el famoseo estadounidense, diseñar ropa.
 La otra parte no está tan clara: es la parte que requiere el amor del público.
 Si bien según The New York Times, Hilaria cae bien entre la élite neoyorquina, todo le va tan bien que podría correr el peligro de parecer desconectada de la realidad y pija (y no merecedora de su éxito: sus críticos le pueden echar en cara que solo consiguió trabajar en televisión porque Alec era amigo de Steve Sunshine, el productor del programa en cuestión)
. Es decir, propensa a marcarse un Gwyneth Paltrow.
Podría ser todo un malentendido.
En la era de la marca personal, ser discreto equivale a estar guardando secretos. “Y ella es extremadamente discreta y extremadamente normal”, describe Nacho Charrabe, ayudante personal de Alec Baldwin durante el rodaje en España de Torrente 5 (papel que el actor aceptó a petición de su mujer, que quería venir a España).
 Quizá todo sea que Hilaria Lynn Baldwin no es un bicho raro pero tampoco del todo una chica más.

Diferencias entre hermanos............................................................... Eugenia de la Torriente


Por alguna razón, las hordas de admiradoras de Zara no tienen un homólogo entre el público masculino.

Al parecer, no era la única que había decidido que la nueva tienda de Zara podía considerarse una atracción turística
. Los 2.400 metros cuadrados recién inaugurados en la calle Serrano de Madrid se habían quedado pequeños para todos los que estaban deseando comprobar cómo se había protegido la arquitectura exterior del edificio años veinte mientras hacían acopio de estampados hawaianos.
Esquivando las largas colas que recorrían las primeras plantas, dedicadas a las colecciones femeninas, encontré muy acogedora la relativa paz de la sección de caballero.
Era evidente que demoraba el inevitable momento de enfrentarme a la marabunta que se interponía en mi descenso hacia la calle, pero entre aquellos bruñidos estantes volvieron a aparecer una serie de preguntas que a menudo me han asaltado (de acuerdo, no en plena noche): ¿qué es lo que falla en las colecciones masculinas de Zara? ¿Por qué el gigante textil que tantas alegrías proporciona a las consumidoras femeninas no es capaz de traducir su fórmula con la misma efectividad al armario de los hombres?
Algo no funciona.
 Y es la misma alquimia difícil de explicar que a veces sucede entre hermanos muy parecidos, pero completamente distintos: en uno la suma de facciones resulta armónica y en el otro, por desgracia, no. En este caso, la planta de caballero es el hermano feo, a pesar de tener el mismo color de ojos y de pelo, la misma educación y hasta los mismos hoyuelos.
 Ahí están todos los trucos que hacen que las prendas desaparezcan como caramelos a la puerta del colegio en las plantas inferiores: las inspiraciones de pasarela, los precios imbatibles…
 Pero, ¿qué hombre quiere una corbata blanca con topos dorados? ¿Por qué aquí resultan tan toscos y chirriantes los estampados que abajo vuelan? La ecuación falla en alguna parte. Algo hay distinto entre las tachuelas de ese zapato brogue y las de aquella sandalia de mujer.
 Algo que consigue que el primero parezca ridículo y la segunda, una ganga
. El problema se mantiene en los dos extremos de la colección.
 Alcanza a los acabados presuntamente lujosos, como ribetes de cuero o camisetas de seda, y consigue que los básicos que ofrecen sus rivales –sobre todo, Uniqlo o Gap– resulten mucho más sólidos, deseables y convincentes.
Seguro que los responsables de Inditex podrían esgrimir cifras que demuestren que su negocio de caballero en Zara hace una porción respetable de esos 16.724 millones de euros en ventas que el grupo registró en 2013.
 Pero lo que nadie puede negar es que el grado de fascinación y excitación que logra la colección masculina no resulta comparable al que la mayor empresa textil del mundo consigue con sus ejercicios para mujer e, incluso, en los de casa y niño. Lo que no está claro es si el problema reside en el producto que ofrece Zara o en la distinta mentalidad de los hombres al comprar.
 Obviamente, es posible que la resistencia masculina a los devaneos de las tendencias les haga insensibles a los cantos de sirena de una chaqueta bomber floreada.
 O que su testaruda fidelidad a ciertos patrones les convierta en especialmente puntillosos con la calidad de los materiales y la importancia de los detalles.
 Al perderse en fantasías, la colección de Zara dilapida la oportunidad de satisfacer el apetito más elemental de los caballeros al vestir.
 Pero lo verdaderamente extraño es que una explicación tan fácil haya escapado al certero olfato de Amancio Ortega y sus huestes.
Mientras desciendo de nuevo a la jungla de mujeres que trajinan vestidos con grafitis inspirados en Brassaï a manos llenas, sigo sin encontrar razón alguna que justifique esa corbata blanca con topos dorados.

La nueva edad de oro................................................................. Quino Petit



A Peter Grant no le dio por comprarse un Porsche con la crisis de los 40
. Lo hizo a los 65. De hecho, el señor Grant nunca ha sentido nada parecido a la llamada “crisis de los 40”.
 Toda su existencia ha consistido en una sucesión de crisis, victorias y derrotas, amenazas de prejubilaciones, aventuras y reinvenciones tras media vida entre Argentina e Inglaterra, la tierra de sus padres, y la otra media en España. 
La jubilación que afrontaba con unos suculentos ahorros tras varios lustros como directivo en la casa Ford se presentaba para él como una oportunidad.
 Y se lanzó a quemar rueda.
Hoy, a punto de cumplir 79 años, el mayor de sus placeres confesables sigue siendo pisar a fondo el acelerador de su flamante Porsche gris plata, modelo 911 Carrera de 1987.
 Lo compró de segunda mano en 2000 y desde aquella adquisición ha participado en decenas de competiciones amateur por circuitos desde el Jarama hasta Montmeló, donde comenzó a rodar peinando canas
. Sigue pisando a fondo cada vez que tiene oportunidad, como en la vigésima edición del rali de regularidad del pasado 24 de mayo organizada por Porsche Club España.
  O como hará una vez más esta soleada mañana casi veraniega sentado sobre los sillones de cuero negro de su bólido
. Con los ojos azul purísima parapetados tras unas gafas de sol, el señor Grant mira al periodista convertido en su copiloto durante un paseo por la sierra de madrileña y, antes de poner al rojo vivo las revoluciones en una recta, entorna una pícara sonrisa de niño malo. “¡Esto es excitación! El sonido de esos tubos de escape saca el crío que llevo dentro. Cuando los oyes al entrar en un túnel… es la excitación máxima. Creo que nací con un poco de gasolina en las venas”.
No cabe duda de que al señor Grant le va la marcha. Su esbelta silueta luce aspecto impecable. Nada en su actitud, en su biografía, ni en su estilo de vida hace sospechar que ronde los 79. Vive solo en su chalé en una urbanización al norte de Madrid donde las casas están flanqueadas por una espesa vegetación perfectamente recortada y a media mañana de un día laborable se escucha el canto de los pájaros.
 Llegó desde Buenos Aires a la capital española con su esposa y sus dos hijos en 1976
. Continuó con su trabajo en la compañía automovilística Ford hasta su jubilación, tras la cual enviudó de Simonetta, su esposa.
 Acababa de comprarse el Porsche y de empezar su nueva etapa llena de desafíos sin ataduras laborales
. No tardó en rehacer su vida sentimental con Marie Sue, una amiga argentina del matrimonio que también había quedado viuda y acabó convertida en la actual pareja del señor Grant.
Peter Grant, de 79 años y corredor de carreras con su Porsche. / Caterina Barjau
"¿Quién me iba a decir que me jubilaría, enviudaría y, al poco tiempo, acabaría teniendo novia y participando en carreras con mi Porsche?”, se pregunta hoy el señor Grant. “Nuestro romance se fraguó por e-mail. Marie Sue tiene 10 años menos que yo y vive en Argentina, donde están sus hijos –muy amigos de los míos–.
 Paso temporadas allí, y ella también viene a verme a Madrid. En verano siempre nos vamos de crucero.
 Hemos recorrido medio mundo así. Próximo destino: Irlanda. Nos saldrá por cinco o seis mil euros. Me ha quedado una pensión como el doble de lo que gana un mileurista.
 Tengo la casa pagada y pienso disfrutar lo que me queda al máximo”.
–Y la pasión en pareja, ¿cómo la vive hoy?
–Eso, con calma… Y hay otras cosas. Te aseguro que no me aburro un solo segundo
. Quizá la única diferencia con mi vida anterior está en que necesito una ensalada de pastillas cada mañana porque las tuberías están taponadas. 
Me operan el 7 de julio de la carótida. Será por la buena vida. Una vida rumbosa.
Mientras siga en este mundo, Peter Grant ha decido vivir a muerte. Poco a poco hay más personas que comparten su actitud entre los 600 millones de mayores de 65 años que habitan el planeta. Una cifra que se doblará en los próximos 20 años, según estimaciones de Naciones Unidas
. Viajamos sin remedio hacia un mundo más envejecido, pero no por ello agotado y sin fuelle. En cada vez más países desarrollados emerge un nuevo estereotipo que arrincona los tópicos de la recta final de la existencia. Sin facturas pendientes, con las hipotecas pagadas, los hijos fuera del nido y lo que queda de vida –cada vez más– por delante. 
Activos física e intelectualmente
. Y con una capacidad progresivamente superior de ejercer de factor de cambio de la economía global. “Gerontolescentes”, les llama Alexandre Kalache, exdirector del programa de envejecimiento de la Organización Mundial de la Salud y hoy al frente del Centro Internacional de Envejecimiento de Brasil, con sede en Río de Janeiro.
Los mayores de 65 años conforman hoy 600 millones de la población mundial. Una cifra que se doblará en los próximos 20 años
Desde esta institución, Kalache ha dado forma al término gerontolescencia. 
 En sus palabras: “Una transición desde la época adulta hasta la senectud, el primer capítulo del envejecimiento.
 Un concepto para expresar el fenómeno que crece a lo largo y ancho del planeta: la existencia de personas mayores de 65 años y hasta más allá de los 80 que se mantienen activos y con un estado de salud mejor que el de cualquiera de las generaciones equivalentes anteriores. 
Beneficiados por los avances tecnológicos de la medicina y por un mayor nivel de formación, a lo que se une la emancipación de la mujer: se encuentran mucho más a gusto con su cuerpo, saben lo que quieren y son cientos de veces más independientes que cualquier generación anterior.
 Y si hablamos de los hombres, solo hay que mencionar la viagra para imaginar lo que eso supone en su propia estima.
 Obviamente no encuadro este fenómeno entre los habitantes de edad avanzada en zonas deprimidas de África o en los suburbios de Río de Janeiro, sino principalmente en el mundo desarrollado.
 Ahora bien: los nuevos estilos de vida pueden emerger en Occidente, pero las sociedades en desarrollo acaban siguiendo su estela”.
Quizá el más hedonista de los modelos de gerontolescencia que menciona Alexandre Kalache ha brillado recientemente en la figura del inefable Jep Gambardella, personaje protagonista de la oscarizada La gran belleza. Inmerso en una suerte de dolce vita del siglo XXI, Gambardella proclama en este filme de Paolo Sorrentino toda una declaración de principios tras compartir alcoba con una bella dama mucho más joven que él a la que abandonará de inmediato para entregarse de nuevo a sus paseos por una Roma nocturna y bohemia: 
“Si a alguna conclusión he llegado al cumplir los 65 es que no quiero perder el tiempo con cosas que no me interesan”.
Es más, el problema puede residir precisamente en tener demasiados intereses en juego a partir de ese momento.
 Para el pintor y arquitecto Juan Navarro Baldeweg (Santander, 1939), cuya obra atesora un prestigioso reconocimiento internacional, seguir en activo a las puertas de cumplir 75 años es una cuestión de pura necesidad vital. Sentado a media mañana de un viernes en el despacho de la planta superior de su estudio madrileño, rodeado de papeles, libros y un torbellino de ideas merodeando su mente, este veterano creador de espíritu renacentista, capaz de establecer nexos entre pintura y arquitectura a través de la luz, explica por qué: 
“Siempre me ha gustado trabajar en varios frentes. Con la madurez encuentro haber ganado en entusiasmo y libertad. Y me queda mucho por hacer. El artista es un colonizador.
 Y el arte tiene que ver con ser pionero.
 Seguir ejerciéndolo es una forma de mantener esa actitud. 
Ahora preparo una recopilación de textos y una exposición antológica de mi arquitectura para finales de septiembre-principios de octubre. Actuar de manera transversal ha sido algo natural a lo largo de toda mi trayectoria”.
Autor, entre muchas otras, de la magistral obra del Palacio de Congresos de Salamanca y de la Biblioteca Hertziana en Roma, Navarro Baldeweg ha impartido sus conocimientos en reputados centros como el MIT de Boston y la Universidad de Yale
. Hoy es partidario de proyectos arquitectónicos “que trabajen sobre lo ya hecho, reinterpretando lo existente para defender un modelo sostenible y de austeridad en tiempos de crisis que nos ayude a cambiar de mentalidad en cuanto a la concepción de las ciudades; el mundo está demasiado construido, hay que transformarlo”.
La planta baja de este chalé custodia su estudio de pintura. El lugar al que Navarro Baldeweg acude como acto de liberación.
 Sobre el suelo reposan algunos de sus últimos lienzos de gran formato que acabarán formando parte de su próxima exposición el año que viene en la galería Marlborough de Madrid que representa su obra pictórica
. “Lo más difícil sigue siendo para mí la pintura. Su valor máximo es su carácter directo. Lo que eres capaz de expresar con la mano y el papel en blanco brinda una satisfacción estupenda con muy poco. En ciertos aspectos artísticos hay algo que solo se consigue en la madurez”.
En España viven ocho millones de personas mayores de 65 años.
 La esperanza de vida alcanza 20 años más, una de las tasas más altas del mundo
Pese a las dificultades, concebir el envejecimiento como conquista. 
Para los integrantes de la generación de Navarro Baldeweg, la crisis económica no es nada nuevo. Los setenteros españoles como él atesoran varias debacles económicas a sus espaldas. Criados en una posguerra repleta de carencias, han sabido inventarse y reinventarse a sí mismos. Hoy viven en España ocho millones de personas mayores de 65 años (17% de la población). Y subiendo. Las previsiones del Instituto Nacional de Estadística doblan esa cifra para mediados de siglo. De los ocho millones actuales, cinco y medio son pensionistas. Tras la jubilación se vive de media hasta 20 años más, una de las tasas de esperanza de vida más altas del mundo que junto a la progresiva reducción de la natalidad vislumbran una nación paulatinamente envejecida. Las empresas tendrán que adaptarse, así como los bienes de consumo y servicios, para este segmento de población
. La revolución económica de las canas ya está en marcha. Las políticas tendrán que afrontar el desafío de ajustar el gasto público a un nuevo mapa demográfico mientras que la tozuda realidad es que la crisis ha laminado penosamente el Estado de bienestar español. En este contexto, cada vez más mayores de 65 años sostienen el tejido familiar con sus ingresos, además de hacerse cargo del cuidado de los nietos y en muchos casos también de los hijos. En 2010, el 7,8% de familias con todos sus miembros en paro dependían de un pensionista. 
 Pero en esta generación que sobrepasa la edad de jubilación y está actuando en muchos casos de punta de lanza para capear la crisis también ha florecido un grupo de personas que se rebelan contra la imagen de la tercera edad como mero sostén familiar. 
Reclaman espacio para desempeñar un papel de cambio social activo.
El arquitecto y pintor Juan Navarro Baldeweg, de 74 años. / Caterina Barjau
Para Myrtha Casanova (La Habana, 1936), recibir al periodista en el Círculo del Liceo de Barcelona a media mañana, poco antes de participar en un encuentro bajo el tema ¿La crisis es real?, significa tener que abrir un hueco en su apretada agenda. 
Presidenta del Instituto Europeo para la Gestión de la Diversidad y de la Plataforma de Artistas Diversos para personas con discapacidad, Casanova arrastra una dilatada trayectoria como emprendedora y forma parte de la Asociación de Mujeres Empresarias de Barcelona. Los estragos de la crisis se deben en parte, según ella, a que los cambios que nos acechan “viajan a mayor velocidad que la capacidad de las instituciones para asimilarlos”.
Los espléndidos 78 años que luce Casanova deben mucho a la hora diaria que dedica al yoga y a las varias que dedica los fines de semana al reiki y a la reflexoterapia, así como a una dieta vegetariana y a llevar una vida “activa, pero moderada”.
 También se desvive en el cuidado de sus nietos y de su hijo Mario, con parálisis cerebral. Tiene tiempo para todo y niega la vigencia de los estereotipos. “El más ridículo de todos es el de la edad. No soy ninguna excepción, el problema es que no soy visible. Una cosa es que yo me jubilé fiscalmente. 
Pero no me he retirado de la aportación que puedo hacer al entorno. Hoy, en vez de hacerlo en las empresas, lo hago a través de las ONG que he fundado. 
Cortar la cabeza a la experiencia es un coste que las compañías no tienen calculado. Pero ya empiezan a pagarlo”.
El envejecimiento de la economía global hacia el que nos encaminamos sin remedio ha protagonizado recientemente la portada del semanario The Economist. En sus páginas aparecía esta advertencia premonitoria: 
“Una economía cada vez más grisácea será más lenta y desigual a menos que las políticas comiencen a adaptarse ya”.
 El distanciamiento se agravará entre los más preparados y los menos; los primeros trabajarán más años y más horas, incide The Economist: 
“La división es más extrema en Estados Unidos, donde los mejor formados baby-boomers están postergando el retiro mientras muchos jóvenes menos preparados han sido expulsados de la fuerza del trabajo”.