Leí El señor de las moscas
en el internado cuando tenía trece años en una edición especialmente
reforzada -sin ironía ni, probablemente, demasiado éxito- contra el
salvajismo cotidiano de los colegiales.
Los ejemplares nuevos de estreno
se repartieron en clase una tarde de verano. Las cubiertas de cartón de
doble grosor eran de un dorado intenso, que nos llegó a parecer el
color de la arena de una isla desierta y del apellido del autor
. Era el
tipo de libro que crujía la primera vez que se abría, y la cola de la
encuadernación despedía un olor ligeramente fecal, que pronto asociamos a
chicos atiborrados de frutas tropicales a los que les había entrado un
apretón en la playa.
El texto era sorprendentemente
claro, en armonía con las aguas límpidas de la laguna.
Algo me habría
llegado de la fama de la novela porque ya sabía que era un libro serio,
escrito por un adulto para que otros adultos le prestaran toda la
atención.
En esa época ardía en deseos de entrar en el mundo de los
libros de verdad.
Empecé la primera página con avidez y leí demasiado
rápido porque me quedó la idea de un chico con una cicatriz enorme y un
pájaro capaz de hablar.
Empecé de nuevo, esta vez más
despacio, y me inicié, aunque entonces no podía saberlo, en el proceso
mediante el cual los escritores le enseñan a uno a leer. No todas las
cicatrices las llevan las personas, esa estaba en el entramado de la
jungla. Y el chillido de un ave podía encontrar eco en el chillido de un
niño y por lo tanto parecerse a él.
Dos descubrimientos relacionados me
proporcionaron un placer inmediato.
El primero fue que, en un libro de
adultos como este, los adultos y todas sus preocupaciones grises e
impenetrables no eran importantes.
Me encontraba con las situaciones que
poblaban mi imaginación y mis lecturas infantiles preferidas. Durante
años había fantaseado con que, oportunamente y de manera indolora (no
quería en absoluto que sufrieran), los adultos se esfumaban lo que nos
obligaba a mí y a un puñado de amigos de lo más capaces a superar
peligros sin que nunca se nos llamara a merendar.
Había leído La isla del tesoro y La isla de Coral,
por supuesto, y lo sabía todo de la parte menos respetable de la
tradición, la serie de aventuras de Enid Blyton en la que cuatro amigos y
un perro desarticulaban organizaciones criminales internacionales
durante las vacaciones de verano.
Lo que era tan atractivamente
subversivo y verosímil de Golding era la premisa aparente de que en un
mundo dominado por niños las cosas iban mal, de una manera horrible pero
interesante.
Y es que -y ese era el segundo descubrimiento- conocía a
esos chicos. Sabía de lo que eran capaces. Había visto cómo lo hacíamos.
Para mí, la isla de Golding era un internado apenas oculto.
Extracto del epílogo escrito por Ian McEwan para El señor de las moscas de William Golding. Ilustraciones de Jorge González. Traducción de Carmen Vergara. Editado por Libros del Zorro Rojo.