El primer golpe de calor ha llegado esta tarde.
Los aviones que se
aproximan por el este al aeropuerto avanzan con la proa levantada, muy
lentos. Ayer todavía reparaba en que con la proximidad del verano las
floraciones de los árboles dejan el color encendido y se extiende la
vainilla de los aligustres, aunque todavía el palo rosa conserva su
amarillo y en un olmo del parque, de los pocos que se han salvado de la
podredumbre, he visto esta mañana pequeñas tinturas liláceas.
Ni una nube en el cielo
. El mundo se desangra (¿alguna vez ha dejado de
hacerlo?), Egipto, norte de Nigeria; la prensa ya no habla de Siria,
siempre girando sus focos y olvidándose de lo que relató apenas ayer.
Algunos libros de Cioran han vuelto a caer en mis manos, libros que en
su tiempo leí y años después salieron por la puerta de casa, porque el aburguesamiento en el abismo
del apátrida se me hacía insoportable, insoportable su agonía puesta en
escena, su amenaza estética de muerte, melodramática, su mercantilismo,
en fin.
Pero volviendo a determinadas observaciones, de nuevo sentimos que
nosotros nos quedamos asomados a la sangre helada de un Leopardi, de un
Pessoa, de un Scott-Fiztgeral cuando proclama the crack-up. No ha
habido más avance.
Nos mantenemos en esos bordes procurando un
consuelo.
Y viene Cioran a llamar la atención de la esterilidad de las
abstracciones.
Ciertamente, una vez conocidos los bordes, unos empuñan las armas y
ponen la vida sobre el filo.
O bien otros, renunciado al mundo, se
dedican a adecentar un lecho desde el que intentarán que les lastime lo
menos posible el olvido
. Otros se quedan cincelando frases, nombrando
los objetos y los gestos cotidianos, como Azorín.
Todos preparando el
bello cadáver.
Del Diario Virtual de Jose Carlos Cataño