Por sus genes corren las adicciones que él superó pero que llevaron a su hijo a la cárcel
Su mujer, Catherine Zeta-Jones, padece un trastorno bipolar. Y él venció a un cáncer de garganta que atribuyó, con el consiguiente revuelo mediático, al sexo oral.
La vida es eso que pasa mientras llegan las segundas oportunidades.
De eso va esta historia. Michael Douglas (Nueva Jersey, 1944) se ha hecho un experto en la última década en segundas —y terceras— oportunidades.
Sobre todo en los últimos tres años, tras superar un muy avanzado cáncer de garganta, apoyar a su mujer, Catherine Zeta-Jones, diagnosticada bipolar, y sobrellevar el encarcelamiento de su hijo mayor, Cameron.
Y entre todas esas desgracias: paseos en familia por el neoyorquino Central Park, algún rodaje y vacaciones en Mallorca (cada vez más esporádicas), donde el actor se divide las estancias en su finca S’Estaca con su exmujer, Diandra Luker.
Es decir, Douglas realiza denodados esfuerzos por normalizar lo innormalizable desde que nació: su vida.
Hace unos días soltaba, con toda normalidad, en una entrevista con The Guardian, que su enfermedad se había producido debido al sexo oral. “Este tipo de cáncer está causado por el HPV, que en realidad se produce a partir del cunnilingus”. Y se permitía añadir: “El cunninlingus es también la mejor cura”. Aparte de la evidente controversia, generó todo un debate médico respecto a si es o no factible esa transmisión venérea.
No es que a él le haya pasado, tuvo que matizar
. Hasta su exmujer se vio obligada a negar que ella tuviera el virus
. Él solo lo señalaba como una de las posibles razones y no lamenta haberlo hecho si así se previene, dijo, precisamente, en una gala que la American Cancer Society celebró este lunes en Nueva York. “Tengo la sensación de haberme convertido en las últimas 24 horas en un hombre anuncio del cáncer de boca. No tengo ni idea de qué causó el mío, si lo supiera, me darían un Nobel”, bromeó con los asistentes.
Días antes había recogido en el Festival de Cannes los elogios por encarnar al pianista gay Liberace en Behind the Candelabra. Probablemente, el ambicioso y viril Douglas de los años ochenta,
el que desde Wall Street jaleaba aquello de “la codicia es buena” y saltaba de mujer en mujer en su trilogía del sexo (Atracción fatal, Instinto básico y Acoso), jamás se imaginaría que su “rejuvenecimiento” artístico llegaría rodeado de adonis rubios y lentejuelas.
Tampoco se imaginaría aquel Douglas que casi lloraría ante la prensa en la presentación de la cinta de Steven Soderbergh en Cannes.
“Para mí…”, se le quebraba la voz al hijo de Espartaco Kirk. Aguantó la respiración, golpeó la mesa y volvió a empezar. “Fue justo después de mi cáncer, este papel es un regalo.
Y estoy eternamente agradecido a todo el equipo por esperarme”.
La prensa respondió con un aplauso. ¿Un actor a punto de llorar? Normal. Quizá para otros
. Pero estamos ante el actor que en septiembre de 2010 confirmó que tenía cáncer de garganta en cuarto grado, terminal, sonriendo, entre bromas, en uno de los programas más vistos de EE UU, el show de David Letterman.
Días después de la revelación apareció en el estreno de Wall Street 2, igual de sonriente, con Catherine Zeta-Jones. El 25 de septiembre de aquel 2010, como cada año desde que se casaron en 2000, la pareja celebró su cumpleaños (los dos nacieron el mismo día, con 25 años de diferencia) en un hotel con ilustres amigos (el alcalde Bloomberg, Barbara Walters, Danny DeVito…).
Dos meses después, en noviembre, tras ocho semanas de quimio y
radioterapia, apareció con Zeta-Jones y sus hijos, Dylan (13 años) y
Carys (10), en Disneyworld.
Estaba bronceado, sonriente y, como dice Soderbergh, “ni siquiera había perdido su pelo”. En enero de 2011 volvió a la tele con razones para reír: estaba curado.
Y aún lo está. Su mujer, en cambio, el mismo día en que Douglas casi lloraba en Cannes, salía de su segundo ingreso voluntario para tratar su bipolaridad.
“Ella está bien”, dijo el actor, con normalidad.
“¡Me parezco a mi padre!”, grita horrorizado su Liberace en Behind the Candelabra.
Por suerte o por desgracia para Michael, él tiene más que asumido que de su padre, de origen judío-bielorruso (Danielovitch era su apellido original), lo ha heredado todo. Por un lado está lo bueno: ese pelazo, la longevidad, la valentía. Kirk Douglas sobrevivió a un accidente de helicóptero, a un ataque al corazón y ahí está, con casi 97 años, y aún se escapa a alguna gala.
Los genes malos, en cambio, son los que transmiten esa (maldita) adicción. Michael lo cree así: él estuvo ingresado por alcoholismo en 1992, lo mismo que intenta superar su hermano, Joel; su medio hermano, Eric, murió de sobredosis en 2004, y su hijo mayor, Cameron, cumple ocho años de cárcel, desde abril de 2010, por consumo y tráfico de drogas.
“Ha sido castigado por su apellido”, recordaba en Cannes.
“Recibió la sentencia más larga en la historia penal americana por un delito así”.
La genética puede tener la culpa, el apellido quizá no ayude, pero, al final, un Douglas tiene que apechugar. “Fui un mal padre. Cometí errores, mi carrera estaba antes que mi familia en aquella época”
. Michael repitió así lo que su padre había hecho con él. Sus ausencias durante la adolescencia de Cameron provocaron que su hijo “no haya estado sobrio desde los 13 años”. Ahora tiene 35.
Por eso cuando la vida le concedió “una segunda oportunidad de ser padre” no la desaprovechó.
“Si pudiera, les amamantaría”, llegó a decir Zeta-Jones de la relación de Michael con sus niños
. Les hace el desayuno, los lleva al cole, los recoge… Rutinas que no abandonó ni durante la enfermedad. Aunque el acoso que sufrían de los paparazi, apostados en la puerta de su casa en Central Park West, les obligó a mudarse a Westchester, a 40 minutos de Manhattan, donde han recuperado algo de la tranquilidad que tuvieron durante casi ocho años viviendo en Bermudas.
Una forzada normalidad, su vida, eso que pasa mientras acude a galas benéficas, eventos deportivos (como su campeonato anual de golf, Michael Douglas & Friends), películas
. Y de repente, un día sin programarlo, casi llora.
Quizá eso sí que era normal.
De eso va esta historia. Michael Douglas (Nueva Jersey, 1944) se ha hecho un experto en la última década en segundas —y terceras— oportunidades.
Sobre todo en los últimos tres años, tras superar un muy avanzado cáncer de garganta, apoyar a su mujer, Catherine Zeta-Jones, diagnosticada bipolar, y sobrellevar el encarcelamiento de su hijo mayor, Cameron.
Y entre todas esas desgracias: paseos en familia por el neoyorquino Central Park, algún rodaje y vacaciones en Mallorca (cada vez más esporádicas), donde el actor se divide las estancias en su finca S’Estaca con su exmujer, Diandra Luker.
Es decir, Douglas realiza denodados esfuerzos por normalizar lo innormalizable desde que nació: su vida.
Hace unos días soltaba, con toda normalidad, en una entrevista con The Guardian, que su enfermedad se había producido debido al sexo oral. “Este tipo de cáncer está causado por el HPV, que en realidad se produce a partir del cunnilingus”. Y se permitía añadir: “El cunninlingus es también la mejor cura”. Aparte de la evidente controversia, generó todo un debate médico respecto a si es o no factible esa transmisión venérea.
No es que a él le haya pasado, tuvo que matizar
. Hasta su exmujer se vio obligada a negar que ella tuviera el virus
. Él solo lo señalaba como una de las posibles razones y no lamenta haberlo hecho si así se previene, dijo, precisamente, en una gala que la American Cancer Society celebró este lunes en Nueva York. “Tengo la sensación de haberme convertido en las últimas 24 horas en un hombre anuncio del cáncer de boca. No tengo ni idea de qué causó el mío, si lo supiera, me darían un Nobel”, bromeó con los asistentes.
Días antes había recogido en el Festival de Cannes los elogios por encarnar al pianista gay Liberace en Behind the Candelabra. Probablemente, el ambicioso y viril Douglas de los años ochenta,
el que desde Wall Street jaleaba aquello de “la codicia es buena” y saltaba de mujer en mujer en su trilogía del sexo (Atracción fatal, Instinto básico y Acoso), jamás se imaginaría que su “rejuvenecimiento” artístico llegaría rodeado de adonis rubios y lentejuelas.
Tampoco se imaginaría aquel Douglas que casi lloraría ante la prensa en la presentación de la cinta de Steven Soderbergh en Cannes.
“Para mí…”, se le quebraba la voz al hijo de Espartaco Kirk. Aguantó la respiración, golpeó la mesa y volvió a empezar. “Fue justo después de mi cáncer, este papel es un regalo.
Y estoy eternamente agradecido a todo el equipo por esperarme”.
La prensa respondió con un aplauso. ¿Un actor a punto de llorar? Normal. Quizá para otros
. Pero estamos ante el actor que en septiembre de 2010 confirmó que tenía cáncer de garganta en cuarto grado, terminal, sonriendo, entre bromas, en uno de los programas más vistos de EE UU, el show de David Letterman.
Días después de la revelación apareció en el estreno de Wall Street 2, igual de sonriente, con Catherine Zeta-Jones. El 25 de septiembre de aquel 2010, como cada año desde que se casaron en 2000, la pareja celebró su cumpleaños (los dos nacieron el mismo día, con 25 años de diferencia) en un hotel con ilustres amigos (el alcalde Bloomberg, Barbara Walters, Danny DeVito…).
Fue justo después de mi cáncer, este papel es un regalo. Y estoy eternamente agradecido a todo el equipo por esperarme
Estaba bronceado, sonriente y, como dice Soderbergh, “ni siquiera había perdido su pelo”. En enero de 2011 volvió a la tele con razones para reír: estaba curado.
Y aún lo está. Su mujer, en cambio, el mismo día en que Douglas casi lloraba en Cannes, salía de su segundo ingreso voluntario para tratar su bipolaridad.
“Ella está bien”, dijo el actor, con normalidad.
“¡Me parezco a mi padre!”, grita horrorizado su Liberace en Behind the Candelabra.
Por suerte o por desgracia para Michael, él tiene más que asumido que de su padre, de origen judío-bielorruso (Danielovitch era su apellido original), lo ha heredado todo. Por un lado está lo bueno: ese pelazo, la longevidad, la valentía. Kirk Douglas sobrevivió a un accidente de helicóptero, a un ataque al corazón y ahí está, con casi 97 años, y aún se escapa a alguna gala.
Los genes malos, en cambio, son los que transmiten esa (maldita) adicción. Michael lo cree así: él estuvo ingresado por alcoholismo en 1992, lo mismo que intenta superar su hermano, Joel; su medio hermano, Eric, murió de sobredosis en 2004, y su hijo mayor, Cameron, cumple ocho años de cárcel, desde abril de 2010, por consumo y tráfico de drogas.
“Ha sido castigado por su apellido”, recordaba en Cannes.
“Recibió la sentencia más larga en la historia penal americana por un delito así”.
La genética puede tener la culpa, el apellido quizá no ayude, pero, al final, un Douglas tiene que apechugar. “Fui un mal padre. Cometí errores, mi carrera estaba antes que mi familia en aquella época”
. Michael repitió así lo que su padre había hecho con él. Sus ausencias durante la adolescencia de Cameron provocaron que su hijo “no haya estado sobrio desde los 13 años”. Ahora tiene 35.
Por eso cuando la vida le concedió “una segunda oportunidad de ser padre” no la desaprovechó.
“Si pudiera, les amamantaría”, llegó a decir Zeta-Jones de la relación de Michael con sus niños
. Les hace el desayuno, los lleva al cole, los recoge… Rutinas que no abandonó ni durante la enfermedad. Aunque el acoso que sufrían de los paparazi, apostados en la puerta de su casa en Central Park West, les obligó a mudarse a Westchester, a 40 minutos de Manhattan, donde han recuperado algo de la tranquilidad que tuvieron durante casi ocho años viviendo en Bermudas.
Una forzada normalidad, su vida, eso que pasa mientras acude a galas benéficas, eventos deportivos (como su campeonato anual de golf, Michael Douglas & Friends), películas
. Y de repente, un día sin programarlo, casi llora.
Quizá eso sí que era normal.