Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

28 abr 2013

El anarquista que salvó a miles de fascistas


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Melchor Rodríguez con su hija Amapola en una foto familiar.

Este hombre grandullón, de patillas puntiagudas, un aro en la oreja y perilla coqueta es el bisnieto de Melchor Rodríguez, el anarquista que salvó la vida a miles de personas, la mayoría fascistas, durante la Guerra Civil
. De él ha heredado “el poco pelo, pero que no se cae” y la pasión por el anarquismo.
 Rubén Buren, madrileño de 38 años, habla y habla sobre la Guerra Civil —que conoce al dedillo— desde el salón de su casa, un humilde bajo en Marqués de Vadillo (Madrid).
“En mi familia somos muy dignos, pero pobres como ratas”, dice con un guiño Buren, que también ha heredado de su bisabuelo la alegría de vivir.
A pesar de su gesta, la figura de Melchor Rodríguez —al que apodaron para disgusto de este ateo El Ángel Rojo— no es muy conocida y apenas ha sido reivindicada. “Nombrar a Melchor supone hablar de la represión republicana”, dice Buren.
“La izquierda no quiere a Melchor porque le resulta un personaje incómodo. Y la derecha lo utiliza para resaltar la represión republicana, cuando ellos eran auténticos aniquiladores”.
Su bisnieto pone a Miles Davis y prosigue su relato:
“De pequeño, yo sabía que en mi familia teníamos a un héroe que había salvado muchas vidas, pero del que no podíamos hablar en público. A mi abuela, Amapola, a la que su padre llamó así por la flor más bella y silvestre, no le gustaba contar. Y mi bisabuela, Paca, solo quería olvidar la guerra. Años más tarde, siendo adolescente, y a pesar de que mi familia era atea, me apunté a Confirmación porque me gustaban dos chicas.
 Un día discutí con el formador y me echó por anarquista. Llegué a casa y se lo conté a mi padre, y me di cuenta de que sí, de que yo era anarquista.
 A partir de ahí le decía a mi abuela: ‘Amapola, soy anarquista’. Y ella: ‘¡Eres un burgués!’.
 Y yo volvía: ‘Amapola, ¡soy anarquista!’. Y ella: ‘¡Burgués!”.
Tras un bombardeo miles intentan asaltar una cárcel pero los frena
Melchor Rodríguez nació en Triana (Sevilla) en 1893, hijo de una empleada de una fábrica de tabaco y de un maquinista del puerto.
Cuando tenía 10 años, su padre murió en un accidente laboral, y con dos hermanos pequeños tuvo que ponerse a trabajar.
Fue calderero, ebanista y, por pasión, torero.
 “Pero somos muy cabezones, y un día, en Madrid, un toro le enganchó.
 Él tiró el capote y se lio a darle bofetones al toro. Bestia contra bestia, tituló un periódico”, dice Buren. “Luego, tras ingresar en la CNT, renegará de los toros, entiende que es un pasatiempo burgués”.
En 1920, durante una huelga del sindicato de la madera y carroceros, del que era secretario, lo detienen y acaba en prisión, cuyos suelos pisaría a partir de entonces en múltiples ocasiones. Huye a Madrid y conoce a una bailaora, Paca Muñoz. “Se casaron como anarquistas. Yo te quiero, ¿tú me quieres? Pues ya estamos casados”, dice Buren.
Rubén Buren, en su casa, delante de una foto de sus bisabuelos, Melchor Rodríguez y Paca Muñoz. / claudio álvarez
Cuando estalló la guerra, Melchor era ya un anarquista humanista convencido del grupo de los Libertos. Recoge a decenas de personas mal fusiladas de las cunetas —“a un fascista lo salvó haciéndose una transfusión para entregarle su sangre”—, rescata a detenidos en las checas republicanas y refugia en su vivienda, el ocupado palacio de Viana, a cientos de fascistas, religiosos y también, aunque menos, a comunistas.
 Hasta 30 personas llegó a tener alojadas.
Melchor, que conoce bien las cárceles de todos los regímenes, se ofrece para dirigir sin cobrar las madrileñas.
 El anarquista García Oliver, ministro de Justicia, se niega, pero más tarde se lo acaba pidiendo. Entre noviembre de 1936 y febrero de 1937 es nombrado delegado especial de Prisiones.
 “Restituye a los funcionarios, que habían sido sustituidos por milicianos, y prohíbe que los prisioneros salgan por la noche, terminando con las sacas y los fusilamientos en Paracuellos, una idea soviética aplicada por Carrillo, al que considera el auténtico enemigo, el enemigo interno, que es casi peor que el otro”, dice su bisnieto. “Lleva la moral hasta un punto… ¿Quién discute con un tío así?”, se pregunta.
“Los comunistas y muchos anarquistas lo odian. Pero Melchor cree que el hombre vale más que sus ideas. ‘Al enemigo en el frente, pero en la retaguardia no’, creía.
 O más a las claras: ‘Tú eres un hijo de puta y yo no quiero ser como tú, por eso te dejo con vida”.
En 1939 es el último regidor y entrega la ciudad a los franquistas
El 6 de diciembre de 1936, tras un mortífero bombardeo de los fascistas, miles de personas desesperadas acuden a la cárcel de Alcalá con intención de matar a los presos, 1.532 personas, entre ellos el militar Agustín Muñoz Grandes, los falangistas Raimundo Fernández-Cuesta y Rafael Fernández-Cuesta, los cuatro hermanos Luca de Tena, Serrano Súñer (cuñado de Franco), Martín Artajo, el portero Ricardo Zamora o el locutor Bobby Deglané. “Melchor se sube a un camión y se pone a hablar de esa manera tan curtida, con mucho carácter, y logra convencerles de que los dejen vivir”, dice Buren. Según escribe Alfonso Domingo, su biógrafo: “Lo suyo es la palabra, el verbo crudo de explotado, el grito de los parias de la tierra, pero eso sí, florido”.
Rodríguez en la cárcel Modelo en 1932.
En el salón hay varios cuadros fantasiosos del propio Buren, que es artista
. “Me encanta la vida, es muy divertida. Intento ser feliz, que es lo más anarquista que hay. La anarquía no es un fin, es un norte a seguir. Y, por supuesto, no voto. Desde Alfonso XII no ha habido casi cambios”.
 Ha sido cantautor en el grupo Cantad, Cantad, Malditos; luego pasó al dúo Desakordes y más recientemente ha formado una banda de jazz y coplas.
“Con la crisis dejé de vender cuadros y la empresa con la que organizaba los conciertos quebró, así que me he puesto a escribir”. Redactó la obra de teatro La entrega de Madrid, sobre un momento de la vida de su bisabuelo, y ganó en 2010 la Mención Especial del Premio Lope de Vega.
Tras fallecer Amapola, hace un año, montó la obra con actores jóvenes, que ha estado este mes de abril en cartel (hoy por última tarde) en la madrileña Sala Mirador.
Tras la guerra, Melchor pasó cinco años en el penal de Santa María (Cádiz). “Perdió los dientes, pero al menos logró una cama”, cuenta su bisnieto.
 Cuando sale de la cárcel, vuelve a la CNT, ilegalizada.
 “Los fascistas le ofrecen montar el sindicato vertical, pero, por supuesto, se niega.
 Y va malviviendo vendiendo seguros.
 Se dedica sobre todo a salvar a republicanos, muchos de ellos encarcelados y en muy malas condiciones. En el 72 muere de muerte natural, dos años antes de que yo naciera”.
 Entonces había rehecho su vida con la viuda de un compañero de sus años de torero, porque tras la guerra Paca lo dejó, “no pudo aguantar su dedicación a la política.
 Lo enterraron envuelto en la bandera anarquista, el único en toda la guerra.
 Y en su entierro cantaron A las barricadas y se rezó un Padrenuestro”.
La obra de teatro de su bisnieto termina con uno de los momentos más amargos y en cierto modo heroicos de su bisabuelo. En 1939 es el último regidor de Madrid y entrega la ciudad a los ganadores, al reportero fascista Caballero Audaz. Pone todo su amor a la vida en su discurso de perdedor:
“Pueblo de Madrid: honesto y sufrido, leal y valeroso, se acercan momentos muy difíciles que pondrán a prueba nuestra entereza y nuestro corazón, hecho ya a los sinsabores y vaivenes de una guerra que dura ya demasiado tiempo y que está a punto de acabar. (…) En unos minutos voy a hacer entrega de esta heroica ciudad a los que han sido nuestros enemigos.
 Ya se ha sufrido mucho en esta ciudad mártir, que pasará a la historia habiendo dado una muestra inaudita de sacrificio. Madrileños, ¡hagamos frente a la adversidad con juicio! ¡Vivamos y recuperémonos de la guerra!… Vivamos, vivamos…”.

Unos Amigos de Arturo Pérez Reverte

Amor bajo cero

Los llamaremos Paco y Otti.
 Fueron amigos míos hace mucho tiempo, y no sé qué será hoy de sus vidas. Los recordé anoche, cenando con otros amigos a los que, al hilo de diversas cosas, conté su peripecia. Y mientras lo hacía, caí en la cuenta de que se trata de una de las más pintorescas historias de amor de las que tengo noticia, y que nunca la he contado por escrito.
 Lo mismo les apetece leerla hoy a ustedes. Ya me dirán. 
Primero, situémonos. Marbella, final de los años sesenta. 
Otti es una guía turística finlandesa, rubia y escultural, que pastorea a un grupo de guiris.
 La noche antes de regresar a Helsinki, se va de marcha y en una discoteca conoce a Paco. A él también lo pueden imaginar sin esfuerzo: moreno, guapo aunque bajito y un poquillo tripón. Chico de buena familia y sin un duro, que toca la guitarra por los bares. Simpático, golfete y con una cara dura absoluta, muy española. La noche sigue como resulta fácil imaginar: apartamento de Paco, un par de canutos, mucha guitarra y una dura campaña entre sábanas arrugadas, toda la noche dale que te pego, hasta que, ya amaneciendo, ella le da un beso, se despide sonriente y se larga al aeropuerto. Fin del primer acto. 
Mientras Otti vuela de regreso a su tierra, Paco se queda en la cama, pensando, y concluye que se ha enamorado como un becerro.
 Necesita volver a verla, pero hay un par de problemas.
 Por una parte, ella no tiene previsto volver a Marbella.
 Por la otra, él no tiene un duro. Y para rematar la cosa, no sabe de la finlandesa sino su nombre y apellido -supongamos que éste es Kaukonen-. Ni una dirección, ni un teléfono. Nada. Pero como digo, está enamorado hasta las trancas.
 Y tiene veintiocho años. Así que se levanta de la cama, vende su Seat 124, le pega un sablazo a un amigo -doy fe de que era su especialidad-, compra un billete de avión -sólo tiene dinero para pagar el viaje de ida- y coge el primer vuelo a Helsinki, vía Londres. Aterriza allí un viernes a las cinco de la tarde, con su guitarra y ciento quince dólares en el bolsillo. Ya es de noche y hace un frío que pela. En el mismo aeropuerto, cambia dólares por moneda local, se mete en una cabina, coge una guía telefónica y busca el apellido Kaukonen. Hay como veinte, así que lo toma con calma. Ring, ring. «Hola, buenas. Ai am Paco. ¿Otti is dere?» Cuando va por el decimosexto Kaukonen, y a punto ya de acabársele las monedas, localiza a un fulano que conoce a la pava. Es su tío paterno. Otti no tiene teléfono, le dice el otro, o no lo conozco. Tampoco vive en Helsinki, sino en Hyvinkaa, que está a cincuenta kilómetros. Y le da la dirección. Sillanpaa número 34, una casita de madera. No tiene pérdida. 
Con sus últimos dólares, Paco compra una botella de vodka, coge un taxi hasta Hyvinkaa, se baja con su guitarra en el 34 de la calle Sillanpaa y llama a la puerta. Nadie. 
Ya son casi las diez de la noche y el frío parte las piedras. Desesperado, se sube el cuello del chaquetón y se acurruca en el portal, calentándose con el vodka. A las once y cuarto, un coche se detiene ante la casa.
 Es Otti, y la trae su novio Johan, en cuya casa ha pasado la tarde. Ella se baja del coche, camina unos pasos y se para en seco al ver a Paco sentado en el portal, con media botella de vodka vacía en una mano y la guitarra apoyada en la puerta. Estupefacta. Cuando al fin recobra el habla, exclama: «¡Paco!...». «¿Qué haces aquí?» Y él, temblándole los labios azules de frío, la mira a los ojos y dice: «He venido a casarme contigo». Con dos cojones. 
Ahora háganse cargo de la psicología de la pava. Finlandesa, o sea.
 La tierra de la alegría y los hombres apasionados, risueños y con una gracia contando chistes que te partes. Y en ésas aparece allí, con su guitarra y quemando las naves, un fulano bajito, moreno y simpático que la tuvo en Marbella toda una noche dale que te pego, despierta y gritando: «Oh-yes, oh-yes, oh-yes» mientras él, sudando la gota gorda, decía: «Que sí, mujer. Te oigo, te oigo». 
Y claro. Pasando mucho del novio, que mira pasmado desde el coche, Otti se tira encima del visitante y se lo come a besos y lametones. Y lo mete adentro.
 Y los dos tardan cuatro días y varias botellas de Suomuurain y Mesimarja, además de la media de vodka que quedaba, en salir de la cama, con los vecinos asomados a la ventana para averiguar de dónde proceden esos alaridos inhumanos. Y después de muchas peripecias -Paco tocando la guitarra por los restaurantes de allí-, vienen a España, se casan y tienen dos cachorros rubios, Kristina y Alexis, con pinta de vikingos. 
Pondremos aquí el colorín colorado. Lo que sigue, quince años de convivencia de Otti y Paco, no termina del todo bien. Los años pasan, cambian a la gente.
 Nos cambian a todos. 
Hoy Otti vive otra vez en Finlandia. En cuanto a Paco, hace mucho tiempo que no sé nada de él. Pero hubo un momento en que fueron mis amigos y pude compartir un poco de su historia. La más simpática historia de amor que conocí nunca. 

Esos meteorólogos malditos Arturo Pérez Reverte

Esos meteorólogos malditos

Decía Joseph Conrad que la mayor virtud de un buen marino es una saludable incertidumbre.
 Después de quince años navegando como patrón de un velero, y con la responsabilidad que a veces eso te echa encima -el barco, tu pellejo y el de otros-, no sé si soy buen marino o no; pero lo cierto es que no me fío ni del color de mi sombra.
 Eso incluye la meteorología. 
Y no porque sea una ciencia inexacta, sino porque la experiencia demuestra que, en momentos y lugares determinados, la más rigurosa predicción es relativa.
 Nadie puede prever de lo que son capaces un estrechamiento de isobaras, una caída de cinco milibares o el efecto de un viento de treinta nudos al doblar un cabo o embocar un estrecho.
 Pese a todo, o precisamente a causa de eso, siento un gran respeto por los meteorólogos.
 Buena parte del tiempo que paso en el mar lo hago en tensión continua: mirando el barómetro, atento al canal de radio correspondiente con libreta y lápiz a mano, o sentado ante el ordenador de la mesa de cartas, consultando las previsiones meteorológicas oficiales e intentando establecer las propias.
 Hace años las completaba con llamadas telefónicas a los viejos compañeros de la tele -mis queridos Maldonado y Paco Montes de Oca-, que me ponían al corriente de lo que podía esperar.
 Los medios de predicción son ahora muchos y accesibles.
 España, que cuenta con un excelente servicio de ámbito nacional, carece sin embargo de cauces eficaces de información meteorológica marina: sus boletines públicos son pocos y se actualizan despacio, y su presentación en Internet es deficiente.
 Por suerte, funcionan páginas de servicios franceses, ingleses e italianos, entre otros, que permiten completar muy bien el panorama.
 Para quien se preocupa de buscarla, hay disponible una información meteorológica marina -o terrestre, en su caso- bastante razonable. O muy buena, en realidad. 
Debo algunos malos ratos a los meteorólogos.
 Es cierto. Pero no les echo la culpa de mis problemas.
 Hacen lo que pueden, lidiando cada día con una ciencia inexacta y necesaria.
 Me hago cargo de la dificultad de predecir el tiempo con exactitud.
 Nunca esa información fue tan completa ni tan rigurosa como la que tenemos ahora.
 Nunca se afinó tanto, aceptando el margen de error inevitable. 
Un meteorólogo establece tendencias y calcula probabilidades con predicciones de carácter general; pero no puede determinar el viento exacto que hará en la esquina de la calle Fulano con Mengano, los centímetros de nieve que van a caer en el kilómetro tal de la autopista cual, o los litros de agua que correrán por el cauce seco de la rambla Pepa. 
Tampoco puede hacer cálculos particulares para cada calle, cada tramo de carretera, cada playa y cada ciudadano, ni abusar de las alarmas naranjas y rojas, porque al final la peña se acostumbra, nadie hace caso, y acaba pasando como en el cuento del pastor y el lobo.
 Además, en última instancia, en España el meteorólogo no es responsable de la descoordinación de las administraciones públicas -un plural significativo, que por sí solo indica el desmadre-, de la cínica desvergüenza y cobardía de ministros y políticos, de la falta de medios informativos adecuados, de los intereses coyunturales del sector turístico-hotelero, de la codicia de los constructores ladrilleros y sus compinches municipales, ni de nuestra eterna, contumaz, inmensa imbecilidad ciudadana. 
Hay una palabra que nadie acepta, y que sin embargo es clave: vulnerabilidad. 
Hemos elegido, deliberadamente, vivir en una sociedad vuelta de espaldas a las leyes físicas y naturales, y también a las leyes del sentido común.
 Vivir, por ejemplo, en una España con diecisiete gobiernos paralelos, donde 26.000 kilómetros de carreteras dependen del Ministerio de Fomento y 140.000 de gobiernos autonómicos, diputaciones forales y consejeros diversos, cada uno a su aire y, a menudo, fastidiándose unos a otros.
 Una España en la que el Servei Meteorològic de Catalunya reconoce que no mantiene contacto con la agencia nacional de Meteorología, cuyos informes tira sistemáticamente a la papelera.
 Una España donde, según las necesidades turísticas, algunas televisiones autonómicas suavizan el mapa del tiempo para no desalentar al turismo. 
Una España que a las once de la mañana tiene las carreteras llenas de automóviles de gente que dice que va a trabajar, y donde uno de cada cuatro conductores reconoce que circula pese a los avisos de lluvia o nieve. 
Una España en la que quienes viven voluntariamente en lugares llamados -desde hace siglos- La Vaguada, Almarjal o Punta Ventosa se extrañan de que una riada inunde sus casas o un vendaval se lleve los tejados. Por eso, cada vez que oigo a un político o a un ciudadano de infantería cargar la culpa de una desgracia sobre los meteorólogos, no puedo dejar de pensar, una vez más, que nuestro mejor amigo no es el perro, sino el chivo expiatorio.

Por amor al cine inteligente

'Los idus de marzo' inaugura el próximo domingo, por 2,95 euros, la nueva colección de EL PAÍS.

 

Ryan Gosling y George Clooney, en 'Los idus de marzo'. / Saeed Adyani

La democracia la crearon los griegos, pero la política, ah, la política es de romanos.
 Al menos, los pactos, las intrigas, los mensajeros con secretos, los cargos, con sus cónsules, procónsules, emperadores, dictadores, senadores, gobernadores…
Cuando el eco de aquel aparato se diluía en el tiempo, llego Shakespeare, escribió Julio César, avisó sobre los terribles idus de marzo y nada volvió a ser igual.
George Clooney no es solo uno de los grandes actores del siglo XXI y uno de los cineastas más listos de la actualidad, sino que tras su espectacular percha se esconde un hombre comprometido con diversas luchas sociales, como el drama humanitario de Darfur (Sudán).
Lo mamó en casa: su padre, Nick Clooney, empezó como periodista, se convirtió en un conocido presentador de televisión y en 2004 se presentó en las elecciones a congresista por Kentucky. Perdió, por lo que volvió al periodismo y dirigió un documental junto a su hijo en Darfur.
 Así que a George un proyecto como Los idus de marzo no le sonaba raro.
 En realidad, la obra de teatro parecía destinada a alguien con su visión.
En mejores manos, imposible.
Clooney entendió desde el principio que Los idus de marzo es un thriller, y que por tanto la política es sencillamente el fondo.
 Claro que hay mensaje, pero no puede atrancar la trama. Tampoco deja que una estrella como él mismo robe la función. Clooney dirige, coescribe y actúa, pero su personaje, un gobernador con aspiraciones presidenciales, aún siendo motor de la trama no es el protagonista.
 Ese es Stephen, un joven idealista que cree aún en ciertos valores, y al que encarna con firmeza Ryan Gosling. La corrupción, el adulterio, las jugadas ajedrecísticas entre rivales, todo ese fructífero —para el cine— enredo queda para un soberbio equipo de secundarios: Evan Rachel Wood, Paul Giamatti, Philip Seymour Hoffman, Marisa Tomei, Jeffrey Wright y Jennifer Ehle, que acudieron corriendo al son de Clooney. Los idus de marzo es un disfrute para el cinéfilo, que sabrá vislumbrar las referencias al cine político de los años setenta, y para el neófito, que cada vez encuentra menos buenas historias en el cine de Hollywood.
En los Oscar, muy injustamente, solo consiguió una candidatura al mejor guion adaptado.
 Pero Los idus de marzo, es, con todo merecimiento, el inicio de una colección nueva de cine de EL PAÍS, que empieza con este filme el próximo domingo 5 de mayo y que seguirá en entregas dominicales las semanas siguientes al precio de 2,95 euros.
 Ahí el lector podrá encontrar grandes clásicos modernos como El escritor, de Roman Polanski; La cinta blanca, de Michael Haneke, o Enemigos públicos, de Michael Mann. Películas a las que les une una apuesta por el espectador inteligente, por el formato clásico, por las buenas historias y los grandes actores. En definitiva, por el cine del disfrute.