Amor bajo cero
Fueron amigos míos hace mucho tiempo, y no
sé qué será hoy de sus vidas. Los recordé anoche, cenando con otros
amigos a los que, al hilo de diversas cosas, conté su peripecia. Y
mientras lo hacía, caí en la cuenta de que se trata de una de las más
pintorescas historias de amor de las que tengo noticia, y que nunca la
he contado por escrito.
Lo mismo les apetece leerla hoy a ustedes. Ya me
dirán.
Primero, situémonos. Marbella, final de los años sesenta.
Otti es una
guía turística finlandesa, rubia y escultural, que pastorea a un grupo
de guiris.
La noche antes de regresar a Helsinki, se va de marcha y en
una discoteca conoce a Paco. A él también lo pueden imaginar sin
esfuerzo: moreno, guapo aunque bajito y un poquillo tripón. Chico de
buena familia y sin un duro, que toca la guitarra por los bares.
Simpático, golfete y con una cara dura absoluta, muy española. La noche
sigue como resulta fácil imaginar: apartamento de Paco, un par de
canutos, mucha guitarra y una dura campaña entre sábanas arrugadas, toda
la noche dale que te pego, hasta que, ya amaneciendo, ella le da un
beso, se despide sonriente y se larga al aeropuerto. Fin del primer
acto.
Mientras Otti vuela de regreso a su tierra, Paco se queda en la cama,
pensando, y concluye que se ha enamorado como un becerro.
Necesita
volver a verla, pero hay un par de problemas.
Por una parte, ella no
tiene previsto volver a Marbella.
Por la otra, él no tiene un duro. Y
para rematar la cosa, no sabe de la finlandesa sino su nombre y apellido
-supongamos que éste es Kaukonen-. Ni una dirección, ni un teléfono.
Nada. Pero como digo, está enamorado hasta las trancas.
Y tiene
veintiocho años. Así que se levanta de la cama, vende su Seat 124, le
pega un sablazo a un amigo -doy fe de que era su especialidad-, compra
un billete de avión -sólo tiene dinero para pagar el viaje de ida- y
coge el primer vuelo a Helsinki, vía Londres. Aterriza allí un viernes a
las cinco de la tarde, con su guitarra y ciento quince dólares en el
bolsillo. Ya es de noche y hace un frío que pela. En el mismo
aeropuerto, cambia dólares por moneda local, se mete en una cabina, coge
una guía telefónica y busca el apellido Kaukonen. Hay como veinte, así
que lo toma con calma. Ring, ring. «Hola, buenas. Ai am Paco. ¿Otti is
dere?» Cuando va por el decimosexto Kaukonen, y a punto ya de acabársele
las monedas, localiza a un fulano que conoce a la pava. Es su tío
paterno. Otti no tiene teléfono, le dice el otro, o no lo conozco.
Tampoco vive en Helsinki, sino en Hyvinkaa, que está a cincuenta
kilómetros. Y le da la dirección. Sillanpaa número 34, una casita de
madera. No tiene pérdida.
Con sus últimos dólares, Paco compra una botella de vodka, coge un taxi
hasta Hyvinkaa, se baja con su guitarra en el 34 de la calle Sillanpaa y
llama a la puerta. Nadie.
Ya son casi las diez de la noche y el frío
parte las piedras. Desesperado, se sube el cuello del chaquetón y se
acurruca en el portal, calentándose con el vodka. A las once y cuarto,
un coche se detiene ante la casa.
Es Otti, y la trae su novio Johan, en
cuya casa ha pasado la tarde. Ella se baja del coche, camina unos pasos y
se para en seco al ver a Paco sentado en el portal, con media botella
de vodka vacía en una mano y la guitarra apoyada en la puerta.
Estupefacta. Cuando al fin recobra el habla, exclama: «¡Paco!...». «¿Qué
haces aquí?» Y él, temblándole los labios azules de frío, la mira a los
ojos y dice: «He venido a casarme contigo». Con dos cojones.
Ahora háganse cargo de la psicología de la pava. Finlandesa, o sea.
La
tierra de la alegría y los hombres apasionados, risueños y con una
gracia contando chistes que te partes. Y en ésas aparece allí, con su
guitarra y quemando las naves, un fulano bajito, moreno y simpático que
la tuvo en Marbella toda una noche dale que te pego, despierta y
gritando: «Oh-yes, oh-yes, oh-yes» mientras él, sudando la gota gorda,
decía: «Que sí, mujer. Te oigo, te oigo».
Y claro. Pasando mucho del
novio, que mira pasmado desde el coche, Otti se tira encima del
visitante y se lo come a besos y lametones. Y lo mete adentro.
Y los dos
tardan cuatro días y varias botellas de Suomuurain y Mesimarja,
además de la media de vodka que quedaba, en salir de la cama, con los
vecinos asomados a la ventana para averiguar de dónde proceden esos
alaridos inhumanos. Y después de muchas peripecias -Paco tocando la
guitarra por los restaurantes de allí-, vienen a España, se casan y
tienen dos cachorros rubios, Kristina y Alexis, con pinta de vikingos.
Pondremos aquí el colorín colorado. Lo que sigue, quince años de
convivencia de Otti y Paco, no termina del todo bien. Los años pasan,
cambian a la gente.
Nos cambian a todos.
Hoy Otti vive otra vez en
Finlandia. En cuanto a Paco, hace mucho tiempo que no sé nada de él.
Pero hubo un momento en que fueron mis amigos y pude compartir un poco
de su historia. La más simpática historia de amor que conocí nunca.
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