Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

10 mar 2013

Hábitos y monjas

Cospedal no ha vuelto a aceptar preguntas desde que apareció con aquel hábito carmelita marrón intenso para explicar el ídem de Bárcenas.

María Dolores de Cospedal durante una comparecencia en la sede del PP de Génova. / Claudio Álvarez
No sé a qué tanto escándalo porque el régimen de Corea del Norte solo permita 18 cortes de pelo, cuando aquí, quien más quien menos, salvo Falete, está a dieta soviética, y vamos todas con la media melenita y las mechas californianas
. Tampoco entiendo la crítica al chandalismo del difunto Chávez y su delfín Maduro, cuando aquí a los padres de la patria no los sacas del terno y el corbatón a rayas; y a las madres, del trajecito de chaqueta de Zara.
 Y es que aquí y en Pionyang y en Washington, salvo que te dé una crisis de las gordas y te desgracies tú sola como Michelle Obama con ese flequillo de perrita Lulú que le va menos que a un Cristo dos pistolas, las cabras tiramos al monte y acabamos siempre de uniforme.
Mira a Cospedal, que no ha vuelto a aceptar preguntas desde que apareció con aquel hábito carmelita marrón intenso para explicar el ídem de Bárcenas.
 Para mí que la pobre no es que les haya cogido pánico a los careos después del bochorno del finiquito en diferido, sino que está esperando a que se le seque el modelito.
Como llueve sobre mojado, en Génova no se seca la colada ni a tiros.
 Eso, por no hablar del bicharraco que llevaba agarrado a la pechera. Alguien, algún día, hará una tesis de por qué las políticas de toda era y pelaje —esa Salgado, esa Rosa Díez, esa De la Vega—, pero especialmente las peperas —esa Aguirre, esa Rudi, esa Botella— son adictas a los broches gigantescos. Hay quien sostiene que es mera coquetería femenina.
 Pero para mí que, además, son escudos acorazados para repeler las pullas de según qué capullos sexistas.
¿Pues no va el otro día un mindundi socialista, de apellido Ferrera, y se permite ladrarle a la ministra Báñez, que estaría más mona haciendo punto de cruz en su pueblo?
 Luego tuvo que envainársela, por supuesto, como Toni Cantó, otro que tal micciona
. Pero el caso es que algunos aún difaman, y algo queda.
 Aunque tengan menos gracia que Bono I de Castilla-La Mancha, que lleva camino de ganarle la partida a Paco Ubicuo Marhuenda en su afán de defender a la Corona de Corinna por tierra, mar y tertulias.
 Como si el titular del trono no tuviera nada que ver en esa movida.
Hablando de los reyes, esta semana se han visto más que en todo el año.
 Mañana, tarde y noche ha estado la Reina a ver a su marido en La Milagrosa.
 Él, tan tieso, que para algo es el rey del posoperatorio.
 Ella, regia, con su uniforme de soberana, abnegada esposa y madre.
 Y una sonrisa de estar de vuelta de todo que ríete tú de la Gioconda. Debe de ser por eso que ¡Hola!, siempre a su bolita, titula en una esquina: “La Reina doña Sofía, junto al Rey y feliz en el hospital tras el éxito de la operación”, una semana después de dar a la princesa alemana a toda página.
Con este panorama, y el director del CNI a punto de hablar en el Congreso sobre los tejemanejes de Zu-Etc., comprenderás que Ladies of Spain, el escandaloso libro de Andrew Morton sobre las mujeres de La Zarzuela, llega pelín tarde.
A quien no le pilla el toro es al sastre vaticano
. Tres modelazos le ha cosido a su Futura Santidad en vida.
Porque nos tienen vetadas, pero si fuera cardenala, esta monja ya le había sobornado para ver cómo le queda el hábito.

 

En la piel de los Loewe


FOTOGALERÍA
Enrique Loewe Lynch, fotografiado en la tienda de la firma de la madrileña calle Serrano, el pasado lunes. / GORKA LEJARCEGI
El otoño pasado, Enrique Loewe Knappe cumplió 100 años. El patriarca, tercera generación de los Loewe, reunió a más de cien miembros de sus familias y lo celebró por todo lo alto. Hubo discursos, homenajes, veladas confesiones y, sobre todo, evocaciones de un pasado que no siempre fue mejor, ni peor. Fue el que fue: brillante, accidentado, inspirado e incluso reinventado en beneficio de la continuidad de la empresa que lleva el apellido desde hace un siglo y medio largo, y que continúa siendo la única firma de lujo nacida y criada en España.
Estos días se acumulan más actos con fechas sonadas para la familia. Enrique Loewe Lynch, cuarta generación, de 72 años, se jubila a final de mes, a la vez que la Universidad Politécnica de Madrid le rinde homenaje por su labor profesional y cultural y se conmemoran sus 25 años al frente de la Fundación Loewe, que él creó. Esta sucesión de emociones y fastos, y también el deseo de cerrar capítulos y grietas, han propiciado que la historia de la familia Loewe vuelva a ser contada, esta vez desde la memoria de quien habita en ella.
“Esta es la historia de un grupo de locos alemanes que llegan a España en busca de artesanías locales y únicas, muchas de origen árabe; que se enamoran de ellas, y que hacen posible una realidad que sigue en pie y es el orgullo de lo que puede ser este tipo de negocio en España”. Habla Enrique Loewe Lynch, bisnieto del fundador, primer Enrique de la dinastía, de apellido Loewe Roessberg, que se afincó en el país y en su cultura hasta generar lo que se convertiría en un emblema del lujo único. Cuenta su bisnieto que empezó modestamente, con un taller y una tienda en un mismo local. “Un tenderete en la calle del Príncipe que en 1905 recibió el título de proveedor de la Real Casa, algo que entonces no era baladí. De hecho, a fecha de hoy nadie nos ha dicho que hayamos dejado de serlo... Durante todo el siglo XX Loewe ha estado en el itinerario obligado de la visita a España de toda clase de eminencias, y en la lista de compras de regalos de Estado y otros”. Una enorme lista de celebridades han firmado en los libros de visitas de las tiendas: el emperador etíope Haile Selassie, el presidente estadounidense Eisenhower, Orson Welles y toda la factoría cinematográfica del productor de Hollywood afincado en España Samuel Bronston.
La siguiente generación la lideró el hijo del patriarca, Enrique Loewe Hinton, cuya hermana Julia emparentó con la familia cervecera de origen alemán Mahou. Se casó tres veces, y los frutos de su segundo matrimonio, sus hijos Enrique y Germán Loewe Knappe, se convirtieron en sus continuadores. Sobre todo cuando enfermó dos años antes de la Guerra Civil española y llamó a su hijo Enrique, que estudiaba la carrera de Astronomía en Alemania, para hacerle prometer que iba a tomarle el relevo en la dirección de los asuntos de la empresa y que iba a asegurar la continuidad del acervo familiar. “Justo antes de 1936, mi padre tuvo la visión de comprar un local en la Gran Vía. Después de la guerra, esa fue la génesis de la moderna Loewe tras la hecatombe que destruyó todo lo que había sido el negocio. A mi padre se le debe que hiciera soñar a los demás: los escaparates de las tiendas, en aquella posguerra implacable, se convirtieron en un ejercicio onírico en medio del racionamiento”.
El centenario de Enrique Loewe Knappe (sentado), en octubre, reunió a toda la familia en el restaurante La Favorita de Madrid.
 Con su jubilación, Enrique Loewe Lynch, de 72 años, pasa el testigo de la presidencia de la Fundación Loewe a su primogénita, Sheila.
 La semana que viene se celebran los 25 años de su Premio Internacional de Poesía junto con un homenaje a Loewe Lynch en el Museo del Traje organizado por la Universidad Politécnica de Madrid. Tras los fastos, permanecerá como presidente de honor de la firma que hoy posee el grupo LVMH. / LUIS SÁNCHEZ DE PEDRO
A España no llegó el Plan Marshall, pero en 1959, el día en que se inauguraba la nueva tienda insignia de Loewe en Serrano, aterrizó en Madrid Eisenhower, “la primera mano tendida por el capitalista amigo que reconocía que España merecía, si no las migajas del famoso plan, al menos una sonrisa”, comenta irónico Enrique Loewe
. “Fue un momento fascinante para las tiendas de San Sebastián y Tánger, y para el palau emblemático del paseo de Gracia de Barcelona, abierto en 1943”.
En aquella época, el negocio de Barcelona seguía en manos de Germán, hermano de Enrique Loewe Knappe. “Mi tío Germán fue rescatado por mi padre, en nombre del negocio familiar, de su reclutamiento por el ejército alemán para la campaña de Polonia en 1940.
A partir de ahí, lo protegió y le dejó crear allí su coto privado, su pequeño paraíso personal y social”.
 El tío Germán controlaba la pequeña fábrica de Barcelona y lo que vendía en “su” tienda; en ocasiones, bolsos que creaba especialmente para su clientela catalana el diseñador de escaparates y bolsos de Loewe, el discreto señor Pérez
. Y Madrid se reservaba la creación de negocio y la fabricación en serie.
 Fue un periodo feliz, los hermanos se repartieron la gestión durante unos 15 años.
 Pero a principios de los sesenta se distanciaron. “Mi padre era dinámico y miraba al futuro; mi tío era estático y se paró en la nostalgia de cierta burguesía aristocrática”.
“Y entonces ocurrió algo extraordinario”, prosigue. “Mi padre voló. A principios de los sesenta se marchó a Londres por motivos personales y privados, causando un revuelo en la familia y en el negocio de una consideración inimaginable. Desapareció, nos abandonó.
 Fue una especie de cataclismo y el inicio de una turbulenta relación entre él y los miembros de la familia, y también con sus empleados y directivos.
 Aunque eso no impidió que él, que procuraba mandar a distancia a los que nos quedamos, abriera una pequeña tienda de Loewe en la shopping gallery del Hilton de Londres, que al poco tiempo saltó por los aires a causa de una bomba del IRA, para después, incansable, abrir otra, la definitiva, en Bond Street en 1969”.
Enrique Loewe Lynch entró en 1964 en la empresa tras terminar la carrera de Ciencias Económicas. No lo llamó su padre —“él es de ciencias; yo, de letras”—, sino el equipo directivo, que, huérfano periódicamente de jefe, necesitaba urgentemente a un Loewe para la empresa familiar.
 “Mi padre no se pronunció, ya me había dado signos de que pensaba que yo no era el adecuado para sucederle. Pero, a pesar de mis comienzos difíciles, me convertí en la persona más feliz y más útil, y esto duró hasta 1979. Me iluminé, me contagié de la energía y el talento con que se hacían las cosas, viajé y me convertí en un comprador de belleza. Porque a Lagerfeld lo trajo mi padre a Loewe en los sesenta, pero a Armani en los setenta lo traje yo.
 Y después a tantos más diseñadores que, junto al equipo que yo dirigía, ayudaron a desarrollar la imagen y los contenidos de Loewe como firma de moda. En los setenta nació el prêt-à-porter de Loewe y los perfumes
. También el anagrama, creado por el artista Vicente Vela. Aquel periodo fue fértil, trabajamos en equipo con un grupo de personas eficaz y con gusto, ese gusto natural, visceral, independiente que siempre he defendido”.
Pero también fueron tiempos de batallas internas, con el padre a caballo entre Madrid y Londres y el tío Germán distanciado literal y familiarmente de su hermano y recluido en Barcelona.
Mi padre no se pronunció cuando me propusieron ser director, ya había dado signos de pensar que yo no era el adecuado para sucederle"
Y entonces, en 1979, aprovechando el distanciamiento entre los hermanos Loewe Knappe, José María Ruiz Mateos y su criatura Rumasa compraron la parte de Germán y su familia.
 El hermano protegido y apartado podía por fin tomar las riendas de su destino y decirle al hermano ausente y controlador que se iba, y además a traición, con nocturnidad y alevosía. Su 30% introdujo a Rumasa en el accionariado de Loewe, con poder suficiente para paralizar un consejo.
De la noche a la mañana, Enrique Loewe Lynch y su padre se encontraron armando su oferta de comprar a los accionistas que todavía dudaban en vender.
 La lucha duró dos años, hasta que se firmó una especie de paz
. “Rumasa fue como el elefante en la cacharrería, pero al final Loewe continuó su andadura. Fui nombrado presidente”.
En 1983, el Gobierno de Felipe González expropió Rumasa, de la mano de Miguel Boyer
. Y el Estado pasó a controlar Loewe, hasta que se produjo la reprivatización, para la que hubo de preparar un obligado cuaderno de venta.
Se presentaron varias ofertas para comprar la compañía; una de ellas, encabezada por el propio Enrique Loewe Lynch y sus tres directores, patrocinaba la entrada de un grupo de inversores nacionales y extranjeros liderados por el empresario Louis Urvois. Fue la que se ganó la confianza del Gobierno, contra el pronóstico que se decantaba por la inglesa Jaeger.
“Que conste que ni hubo comisiones ni nada de lo que ahora es común, ni tampoco hubo princesas mediadoras”, puntualiza Loewe Lynch.
 “Al grito de ‘no habrá marca compartida’ respondieron Urvois y Asociados durante los siguientes 12 años, en los que reflotaron la empresa”.
Pero en 1986 el patriarca planteó una nueva batalla, al crear su propia sociedad, Enrique Loewe Knappe, SA, para competir con los productos de su antigua casa
. Padre e hijo se enfrentaron en el registro de la propiedad industrial, con la impugnación del registro por parte de la compañía Loewe
. En ese periodo, la firma mantenía un acuerdo muy importante con Louis Vuitton, que contemplaba la apertura de un cierto número de tiendas Loewe como expansión internacional de la marca.
 Tras un largo y arduo periodo de negociaciones con el equipo de Louis Vuitton, el grupo Loewe se vendió en 1996 al gigante LVMH.
Para entonces, Enrique Loewe Lynch, que era presidente y director ejecutivo de producto en Loewe en el momento de la venta a LVMH, ya había plantado su “pica en Flandes”, la Fundación Loewe, en la que se concentró a partir de aquellas fechas.
 “La Fundación nació en 1988, con la creación del Premio Loewe Internacional de Poesía.
 He sido su presidente 25 años y hemos desarrollado muchas actividades culturales
. Me voy contento”, dice, “con una única pena, la de no haber podido colaborar con mi padre”.
La historia de los Loewe es la de una reinvención generacional.
 Y no se acaba aquí. La quinta generación, encarnada por Sheila Loewe Boente, su hija, ya está tomando el relevo y el mando de la fundación, bajo el cielo protector que la ha designado, que no es su padre, sino la firma Loewe.

Leer era cosa de hombres

Antonia Gutiérrez Bueno, una perfecta desconocida hoy, tumbó en 1837 la prohibición de la Biblioteca Nacional para aceptar investigadoras y lectoras.

Usuarias en la sala de lectura de la Biblioteca Nacional. / carlos montes (bne)

Hay que tener una gran confianza para sentarse a un escritorio y, en 20 líneas, pedir la luna
. Lo nimio —un agente subversivo, bien usado— está minusvalorado.
 En 1955 Rosa Parks, con su empecinamiento rebelde para no levantarse de su asiento en un autobús de Alabama, dinamitó la segregación racial en Estados Unidos.
 Un siglo antes, con su carta de 20 líneas, Antonia Gutiérrez Bueno, cuyo nombre nadie recuerda hoy, sepultó para siempre la discriminación de género que la Biblioteca Nacional (BNE) arrastraba desde su fundación en 1713.
Hay que tener mucha seguridad para resistir las coacciones sin levantarse del asiento o para, una mañana o una tarde de enero de 1837, sentarse a escribir al ministro de la Gobernación para reclamar un imposible.
 Es bien probable que Antonia Gutiérrez Bueno creyese que si no estiraba la mano no tocaría la luna.
Porque eso era entonces la Biblioteca Nacional, un lugar tan inaccesible para las mujeres como la luna, con la pequeña salvedad de días festivos, cuando las damas podían recorrerla en lo que equivaldría a una visita guiada de la época.
 Se mira, pero no se toca.
Cuando se sentó a escribir su carta, Antonia Gutiérrez (Madrid, 1781-1874) tenía 56 años, un hijo diplomático y dos obras impresas.
 En 1835 había publicado el primer volumen de un Diccionario histórico y biográfico de mugeres (sic) célebres y antes, en 1832, un librito con artículos que ella había traducido del francés sobre “el cólera-morbo”, donde entre otros tratamientos ensayados en Francia figuraban algunos tan poco delicados como la aplicación de sanguijuelas en el ano
. Ambos libros delatan aspectos de su autora: la ambición intelectual y el interés por la salud pública, sin duda un tanto extravagantes a ojos de otras mujeres decimonónicas.
Había vivido en París —quizás el Nueva York de la época— hasta la muerte de su marido, Antonio Arnau, y había crecido en una casa con libros, diccionarios y gramáticas en distintas lenguas, tratados científicos y piano.
 Antonia fue la tercera hija de Mariana Ahoiz y Navarro y Pedro Gutiérrez Bueno, un ilustrado que acabaría siendo boticario mayor del rey y que acostumbró a sus hijas a pensar más allá de los muros domésticos.
“El padre fue un importante hombre de ciencia y Antonia tuvo acceso a una formación no habitual”, señala Gema Hernández Carralón, jefa del Museo de la BNE y rastreadora de las huellas de la primera investigadora que puso sus pies en la institución.
“Fue amigo de Moratín, que le llamaba Petrus Bonus y que apodó Toinette a Antonia”, añade.
Gema Hernández Carralón sospecha —aunque ya nunca podrá confirmar o desmentir su hipótesis— que Antonia Gutiérrez utilizó el Diccionario como “excusa” para lograr que le franqueasen la puerta de la biblioteca. Lo cierto es que nunca publicaría los siguientes volúmenes de aquella obra, que firmó con el seudónimo masculino de Eugenio Ortazán y Brunet y que dedicó “al bello sexo”.
Como correspondía a un perfecto caballero.
'Diccionario histórico y biográfico de mugeres célebres', de Antonia Gutiérrez Bueno. / BNE
“Siéndole difícil y aun imposible, a causa de sus circunstancias, procurarse los libros que necesita para continuar su obra, la que va recibiendo bastante aceptación del público”, solicitaba la escritora en la carta de 1837 al ministro, “un permiso para concurrir a la Biblioteca Nacional”.
 La celeridad de la respuesta a su petición no deja de sorprender.
Un mes después se había cambiado la historia, tal vez propiciada por la inusual circunstancia de que España estaba gobernada por otra mujer, la reina regente María Cristina, quien ordenó que le autorizasen la entrada y la consulta de libros
. A ella y a todas las mujeres deseosas de acceder a un espacio donde, entonces, se custodiaba todo el conocimiento del mundo
. “Esta mitad del pueblo tiene todavía en España conventos donde encerrarse y no bibliotecas donde instruirse”, censuró a propósito del veto machista un consejero de la reina, al tiempo que animaba a María Cristina a desterrar “ese precepto bárbaro” y abrir todas las bibliotecas públicas a las mujeres.
 Y fue entonces cuando el director de la Biblioteca Nacional, José María Patiño, que había canalizado sin remilgos la petición de Antonia Gutiérrez, se encogió con desagrado y contraatacó con un escrito, dirigido al secretario de Estado de la Gobernación, repleto de pegas (la sala no resultaría suficiente “si llegasen a exceder del número de cinco o seis las mujeres que pretendiesen aprovecharse de este beneficio”) y reproches (en el último año no había recibido “un solo maravedí”).
Una sala de mujeres dispararía los gastos de mobiliario y personal: “Sería preciso comprar mesas, un brasero, escribanías y lo necesario para que las señoras concurrentes estuviesen con la decencia que corresponde”.
En definitiva, pide al secretario que “incline el real ánimo de Su Majestad” para que limite la autorización a la solicitante o bien que dote la medida de presupuesto.
 A la reina no debió gustarle el tono, porque en el siguiente despacho reiteró que admitiesen cuantas mujeres lo solicitasen, “y en el caso de que afortunadamente el número de estas exceda de cinco o seis, lo haga usted presente, manifestando el aumento de gasto que sea indispensable”.
En el expediente que se conserva en el archivo de la biblioteca no figura el histórico día en que Antonia entró finalmente en una biblioteca donde antes que ella había ingresado su obra, se sentó en una sala separada de los lectores masculinos y reclamó todos aquellos libros que siempre había deseado consultar
. Después de esa fecha no publicó más que artículos, algunos en defensa del derecho a la educación de las mujeres
. Derribó un muro, tocó la luna.
 En el futuro lo harían otras, como Ángela García Rivas, que hace un siglo se convirtió en la primera bibliotecaria de una casa que aún debió esperar hasta 1990 para ser dirigida por una mujer, Alicia Girón.

 

Javier Sardá

Hace ya mucho tiempo que no veía a Javier Sardá y debo confesar que es otro de los Hombres de mi vida, sin que el lo sepa, naturalmente.
Hace años me acostaba con Sardá y me levantaba con Iñaki Gabilondo, aquel terrible dia un 11 de Marzo, del que se cumple aniversario y como el PP nos mintió, cosa habitual en ellos.
Ayer lo vi en El Gran Debate, ahí a veces se puede ver algo interesante, aunque los Peperos nunca dejan hablar, pero esta vez estaba Javier Sardá criticando a Montoro y sus formas de amenazas y hacer listas de morosos, aunque Montoro ataque por abajo en ambos sentidos y no quiera el anonimato de los currantes, que son a los que inspeccionan, Montoro es así, todos deben al Estado.
Bueno todos no, los ricos no, y los muy ricos nada porque andan por esos Paraisos que me gustaría conocer aunque metiera solo un billete de 5 Euros, pero bajar a esas cámaras blindadas a las que baja Bond, James Bond, sería una tortura, creo.
Pues eso que me gusyó Sardá por ese toque de ironía que contrastaba con las palabras avinagradas de esas señoras que por lo visto tienen el oficio de Tertulianas.....pues que bien, son rubias, con mechas y un no
sé que  que las distingue como Peperas a sangre y fuego.