Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

1 mar 2013

Pérez Galdós como guionista de cómic

La lista de clásicos de la literatura universal llevada al cómic es larga y variada: de la Odisea a Romeo y Julieta y de Moby Dyck hasta El lazarillo de Tormes se han visto convertidos en personajes de historieta en los últimos años. Sin embargo, hasta ahora nadie había tratado de adaptar al lenguaje del cómic la narrativa discursiva de Benito Pérez Galdós y el argumento de su novela Marianela, ambientada en un pueblo minero del norte de España en la segunda mitad del siglo XIX.
Ha tenido que ser un coterráneo del creador de Fortunata y Jacinta, el historietista Rayco Pulido Rodríguez (Telde, Gran Canaria, 1978) el atrevido dispuesto a meterle tinta y pincel a la belleza interior y de la grandeza del espíritu humano con una gran carga simbólica.
Cuenta Pulido que uno de los motivos que le animó a emprender esta aventura de 170 páginas fue darse cuenta, en los tiempos en que trabajó de profesor, de cuánto le costaba a los jóvenes “entrar” en la obra de Galdós. “A muchos, y a mí mismo cuando lo leí en el colegio, ese estilo nos hacía rechazar la lectura pese al indudable valor de las obras”.
“Su estructura y su sencillez favorecen la adaptación, quizás por eso es uno de sus libros que ha sido más traducido a otros lenguajes —opera, cine, telenovelas, incluso seriales radiofónicos—”. La obra, considerada “menor” por los críticos, en su versión teatral fue la que más éxito cosechó de Galdós adaptada por los hermanos Quintero, y que sirvió a la actriz Margarita Xirgu para dar el salto del circuito catalán al panorama escénico nacional, recuerda Pulido.
Marianela, cuyo título en el cómic de Pulido es simplemente Nela, se desarrolla en la estación minera de Socartes (en realidad, el complejo minero santanderino de Reocín) y cuenta la historia de una chica huérfana y poco agraciada físicamente que es la única amiga de Pablo, un joven ciego de posición social acomodada a quien sirve de lazarillo y de quien se enamora. Pablo sólo conoce el mundo a través de los ojos y descripciones de Nela, y cree estar también enamorado de ella, rechazando los desaires de que ella es objeto por las gentes pueblerinas. Pero la llegada de un oftalmólogo famoso, hermano del ingeniero Teodoro Golfín, lo cambia todo y se desencadena el drama al dar esperanzas a Pablo de que podrá recuperar la visión. Una vez con la capacidad de ver, Pablo se enamora de la belleza de la prima de Nela y ella se deja morir al saber que perderá su única razón para vivir.
En la adaptación se elimina al narrador y la tensión se logra con la acción y los diálogos. “El drama de Nela se ve venir, es muy predecible y por eso mismo funciona muy bien”, afirma el autor.
Pulido considera que su versión de Marianela es fiel al original y “ha respetado al máximo” el texto galdosiano, eliminando sólo algunos fragmentos no esenciales que podían distraer al lector. “Pero del contenido no queda nada fuera”. El autor afirma que sólo se ha permitido una licencia final, ya que la obra termina con la visita de unos turistas a Socartes, que al preguntar por su tumba nadie recuerda la historia de la pequeña joven de bello corazón pero de formas raquíticas. “Me dio pena, ella tenía que obtener al menos una victoria final”.

La homofobia invisible

La película no crispa su discurso: habla de algo en lo que todos nos podemos reconocer.

 


Un fotograma de 'Weekend'.

Uno de los dos personajes principales de esta película, que oculta bajo su naturalidad y su discreción expresiva su verdadera importancia, es un estudiante de arte, Glen (un debutante Chris New, versión british, gay y algo jíbara de Ryan Gosling), que graba los testimonios de sus ocasionales compañeros de cama para un proyecto artístico. Cuando, en una cita posterior, su último ligue, Russell (un Tom Cullen impecable), le pregunta sobre la relevancia artística de su proyecto, Glen suelta una argumentación que funciona perfectamente como agenda oculta de la propia Weekend: “Los gays nunca hablan en público (de su actividad sexual) a menos que sean indirectas baratas
. Creo que es porque se avergüenzan. (…) ¿Sabes cuando duermes por primera vez con alguien que no conoces? Te conviertes en un lienzo en blanco y tienes la oportunidad de proyectar sobre ese lienzo quién quieres ser. Y eso es lo interesante porque todo el mundo lo hace. (…) Lo que ocurre es que mientras proyectas quién quieres ser, se abre un hueco entre quién quieres ser y quién eres realmente, y ese hueco te enseña qué te impide ser quién quieres ser”.
Segundo trabajo de Andrew Haigh, ayudante de montaje de Ridley Scott que acabó participando en la edición de Manolete (2008) y debutó en la dirección de largos con Greek Pete (2009) –película sobre las perplejidades sentimentales en la relación entre un chapero y su pareja estable-, Weekend es una película sobresaliente que, a primera vista, no parece una obra únicamente dirigida al público gay: habla de algo tan universal como el amor y de las subterráneas corrientes emocionales que acaban convirtiendo el ligue de una noche en algo que, cuaje o no, acabará resonando en el futuro. La homosexualidad y su representación no son el tabú a superar, pero la película acaba revelando, sutilmente, su carácter reivindicativo al señalar con el dedo la asumida homofobia en nuestros protocolos de comportamiento: por superada que creamos tener, sobre el papel, la idea de la relación entre personas del mismo sexo, ¿por qué sigue siendo problemático que las parejas homosexuales expresen su afecto en público?, ¿somos conscientes de las veces en que, a lo largo del día, una pareja homosexual escucha un comentario intolerante al fondo, una mirada reprobatoria, un atisbo de incomodidad grupal?
Weekend no crispa su discurso: habla de algo en lo que todos nos podemos reconocer, propone dos sólidos retratos de personajes hechos de contradicciones y vulnerabilidades y describe una cotidianidad donde la homofobia es inercia, piel invisible de los comportamientos de quienes nunca se considerarían intolerantes.

Intimidades del rey del rock

Elvis y su admiradora Barbara Gray en la famosa foto de ‘El beso’. / Alfred Wertheimer / Taschen

Alfred Wertheimer tuvo su oportunidad y supo aprovecharla. Estaría luego en Bolivia –tras los pasos del Che– o en el Festival de Woodstock.
 Pero su pasaporte a la inmortalidad fue un encargo aparentemente trivial que le hicieron en 1956: Anne Fulcino, publicista de la discográfica RCA, le propuso fotografiar a Elvis Presley, su último fichaje. La acogida oficial a Elvis había sido horrorosa: los medios de la América urbana rechazaban aquel huracán rural, al que atribuían todo tipo de malas influencias.
Y Elvis llegaba a Nueva York para presentarse en el show de los hermanos Dorsey.
Al Wertheimer apreciaba la música de big band de Tommy Dorsey, pero, tuvo que confesar, nada sabía de Presley. Alemán de nacimiento, en 1936 su familia huyó de Hitler rumbo a Estados Unidos. Según creció, quedó deslumbrado por el trabajo de Walker Evans y los grandes fotógrafos de la Depresión, que habían captado la realidad estadounidense menos amable por encargo de la Administración de Franklin D. Roosevelt.
  En 1956, en Washington mandaban los republicanos, sin interés por semejantes reportajes de denuncia. Así que Alfred se dedicó a retratar estrellas de la canción tipo Lena Horne o Perry Como.
Con todo, el encuentro con Elvis el 17 de marzo de 1956 fue diferente.
 Hubo química entre el fotero y su objetivo. Tanto que Alfred se apuntaría a acompañarlo de finales de junio a principios de julio. Puntos álgidos: una actuación en Richmond (Virginia), un programa de televisión con el humorista Steve Allen, la grabación de Hound dog y Don’t be cruel en el Studio 1 de RCA, un viaje en tren de 26 horas de Nueva York a Memphis, un concierto benéfico el 4 de julio, fiesta nacional de EE UU.
El cantante estaba en transición, de ser una sensación en algunos Estados del Sur a convertirse en fenómeno nacional
¿Fue chiripa o fino olfato por parte de Wertheimer? Elvis estaba en transición, de ser una sensación en algunos Estados del Sur a convertirse en fenómeno a escala nacional. Sin embargo, en 1956 no había una gran demanda de sus imágenes
. En las redacciones, su nombre provocaba incomprensión, cuando no indignación. Wertheimer confiesa que la mayoría de sus más de dos mil fotos durmieron en el archivo hasta el 16 de agosto de 1977, cuando su muerte despertó una insaciable necesidad de material gráfico.
Wertheimer atrapó momentos únicos, como esa secuencia de coqueteo entre Elvis y una admiradora, Barbara Gray, que concluye en esa foto universalmente conocida como El beso.
Tal vez ese fue el problema: se trataba de imágenes demasiado espontáneas, altamente reveladoras, a pesar de su inocencia.
RCA se ocupaba de que fluyeran inmaculadas fotos de estudio hacia las revistas de fans. Las publicaciones serias que cultivaban el fotoperiodismo no estaban seguras respecto a Elvis: se le consideraba una aberración, manifestación de tendencias peligrosas en el seno de la juventud estadounidense. Recordaban el alboroto creado por Frankie en los cuarenta, pero, demonios, Sinatra nunca se contorsionó de forma tan indecente; este tal Elvis parecía… ¡un negro!
Wertheimer aplicó la táctica de la-mosca-en-la-pared: una vez que te has empotrado entre un grupo de gente, se olvida que estás allí. Evitó en lo posible el flash: trabajaba, como dice él, “con la oscuridad disponible”. En pocas ocasiones pidió una pose al cantante.
No había brecha generacional: Alfred tenía 25 años por 21 de Elvis. El fotógrafo se benefició de algo que no se volvería a conceder: el acceso completo al artista, fuera y dentro del escenario.
Wertheimer aplicó
la táctica de la mosca en la pared: una vez empotrado en el séquito, pasaba desapercibido
Lo primero que nos asombra de las instantáneas de Wertheimer es comprobar que, concluidos sus compromisos, Elvis se movía sin séquito.
 Podía salir de compras, quedar con una chica, entrar en un restaurante, viajar en tren… y hacerlo con la única protección de su primo, Junior Smith, un cabeza de chorlito cuya principal cualificación parecía ser su aspecto de delincuente juvenil. En verdad, Junior estaba habituado a la violencia: había luchado en Corea, donde le licenciaron por hacer “cosas malas”.
 Fue el germen de lo que más tarde se denominaría la Memphis mafia, un batallón de facilitadores, listos para satisfacer cualquier necesidad de la estrella y finalmente cómplices en su decadencia.
En la primavera de 1956, las dimensiones del mundo de Elvis eran modestas. Vivía un éxito manejable, que no requería falanges de guardaespaldas.
 En Memphis, cualquiera sabía dónde residían los Presley: en el 1034 de Audubon Drive. Las fanáticas se contentaban con llamar por teléfono y colgar entre risas; si se acercaban a la casa, se les permitía pasear por el jardín. Estaban a salvo: Gladys Smith Presley ejercía de madre preocupada incluso con las desconocidas.
Y Elvis jamás haría algo “impropio” en el hogar familiar.
Ya empezaba a disfrutar de las prerrogativas del estrellato: podía mantener una novia semioficial en su ciudad, pero simultáneamente disfrutaba de aventuras de carretera (todavía no se beneficiaba del inagotable filón de las starlets de Hollywood). Sí, le subían chicas a la suite del hotel, pero necesitaba más compañía comprensiva que sexo casual.
También rondaba vigilante el Coronel Thomas A. Parker, un buscavidas formado en la farándula más rancia. Todo en él era mentira: su rango militar y su nombre. Nació en Holanda como Andreas Cornelis van Kuijk, pero lo mantenía en secreto, ya que entró en Estados Unidos ilegalmente. Por aquel entonces, su control no resultaba demasiado abrumador. El orondo manager no asimilaba que había encontrado la mina de oro: había trabajado con populares vocalistas country como Eddy Arnold o Hank Snow y sospechaba que Elvis The Pelvis era otra sensación con fecha de caducidad. Le encantaba anunciarle como “el único cantante alimentado por la energía atómica”.
En 1956, ni Elvis ni Parker tenían un mapa para moverse por el negocio incipiente del rock and roll. Los medios carecían de referencias para juzgar a un artista similar. Los reportajes describían a Presley como la versión masculina de las bailarinas de burlesque. Sin embargo, sus movimientos escénicos seguramente provenían del abandono de los predicadores sureños y sus feligreses extasiados. Elvis lo intuía: sus ensayos, sus sesiones de grabación, sus juergas, comenzaban con él sentado al piano, entonando himnos religiosos con los presentes.
Las fotos muestran un Estados Unidos que todavía es más Edward Hopper que ‘American graffiti’
La fama todavía no había mostrado su cara enojosa. Aunque estaba al caer alguna demanda de paternidad, el peligro más inmediato residía en enfrentamientos con camareros, empleados de gasolineras o soldados de permiso, que toleraban mal los aires triunfales de Elvis y aquella melena esculpida con gomina.
 Unos cruces de impertinencias que terminaban en peleas confusas que se resolvían ante jueces paternales; el Coronel barría apresuradamente, para que la bronca no llegara a los teletipos de las agencias nacionales.
Las fotos de Wertheimer nos muestran un Estados Unidos que todavía es más Edward Hopper que American graffiti.
 No se aprecia una moda específica para jóvenes: ellas y ellos van vestidos como personas mayores.
 Un concierto se trataba como un evento especial y no se acudía con ropa de sport. La minoría negra es invisible: se reduce a unos empleados del ferrocarril y algunas fans.
Como diría un sabio blues de Willie Dixon, “los hombres no saben, pero las muchachitas sí entienden”. Wertheimer lo comprendió al encontrarse con escenas insólitas: teenagers –y veinteañeras resabiadas– que se abrazaban llorando… de felicidad. Habían descubierto un ideal propio, un muchacho pálido y guapo, de genética misteriosa, sin inhibiciones, con un sonido que fundía tradiciones musicales casi secretas. Se palpaba una temperatura erótica nada normal, pero Elvis mantenía la discreción, como si aquello fuera una broma privada, una fiesta en el instituto.
Wertheimer asistió a los albores de la cultura juvenil. Retrató una generación que pronto exigiría música y ropa propias, que solo en la década siguiente rompería con sus padres y la ideología dominante. La rebeldía de los seguidores de Elvis estaba reprimida. La última vez que Wertheimer se cruzó con el show del Coronel Parker fue en los muelles de Brooklyn, en 1958, cuando el recluta Presley embarcaba rumbo a Alemania para integrarse en el escudo defensivo contra el comunismo.
Ya no era el único cazador de imágenes de aquel coto. Se mezcló con más de 200 periodistas, dispuestos a reflejar el patriotismo del antiguo enemigo público. Pudo apreciar que el Coronel había hecho de las suyas: subrepticiamente, repartió partituras de éxitos de Elvis entre la banda militar que despedía a los soldados. Wertheimer apreció el deleite del tiburón cuando se cruzaron. “Sigue, sigue tomando buenas fotos”, le burló Parker. Nunca más dejaría que un profesional se acercara tanto, y durante tantos días, a su representado.
El libro ‘Alfred Wertheimer. Elvis and the birth of rock and roll’ acaba de ser editado por Taschen.

Los Grimaldi aguardan el nacimiento del primer nieto de Carolina

El hijo de Andrea Casiraghi y Tatiana Santo Domingo ocupará el tercer puesto en la línea de sucesión del Principado de Mónaco.

Carolina de Mónaco con sus cuatro hijos: Andrea, Carlota y Pierre Casiraghi, Alexandra de Hannover y con su hermana Estefanía. / CORDON PRESS

Todo está preparado para la llegada del primer hijo de Andrea Casiraghi y su novia Tatiana Santo Domingo. El bebé ocupará el tercer puesto en la línea de sucesión del Principado de Mónaco tras la princesa Carolina y el propio Andrea. El recién nacido, además, convertirá en abuela a los 57 años a Carolina, una de las figuras más carismáticas de la aristocracia
. Este lugar destacado del bebé se entiende que se debe a que ante la falta de descendencia de Alberto de Mónaco dentro del matrimonio, el llamado a heredar el título de monseñor será su sobrino Andrea.
 Alberto y Charlene se casaron hace más de un año y medio y a pesar de numerosos rumores no han anunciado todavía que esperen descendencia.
Se espera que el bebé nazca en Mónaco ya que ocupa un puesto destacado en la línea de sucesión
. Andrea y Tatiana viven en París aunque tienen varias residencias en otros puntos del mundo.
Andrea y Tatiana se casarán en primavera según anunció en julio el palacio de Mónaco que sin embargo, tardó bastante tiempo en admitir el embarazo.
 De hecho, fue la propia Tatiana, durante una visita de trabajo a Madrid, quien confirmó que esperaba un niño.
"Estoy encantada de anunciar el compromiso de mi hijo, Andrea Casiraghi, con la señorita Tatiana Santo Domingo", proclamó Carolina en un comunicado oficial.
 La pareja lleva siete años de relación y está considera como una de las más glamurosas de la jet mundial. Son jóvenes, famosos y escandalosamente millonarios.
Carolina parece estar feliz de debutar en el papel de suegra y futura abuela.
Su primogénito, de 29 años, sale con una joven a la que conoce bien, ya que primero fue amiga de sus hijos menores Carlota y Pierre y desde hace siete años novia del mayor.
 Por tanto, es una más de la familia y como tal aparece desde hace tiempo en muchos de los actos que celebran los Grimaldi.
 Además Carolina, una princesa ambiciosa, se muestra encantada de emparentar con los Santo Domingo, una de las familias más ricas de Colombia.
 La fortuna que va a heredar Tatiana es de 8.000 millones de euros, que de momento administra uno de sus tíos, pero que pronto pasará a manos de ella y de su único hermano.
Nacido el 8 de junio de 1984 en el Mónaco, recibió el nombre de Andrea en honor a un viejo amigo de la infancia de su padre Stefano.
Cuando tenía siete años murió su padre en un accidente cuando pilotaba una lancha a toda velocidad
. Su muerte lo marcó para siempre y tuvo que recibir asistencia psicológica. Andrea tiene dos hermanos menores, Carlota y Pierre y una media hermana Alejandra de Hannover, del segundo matrimonio de su madre con Ernesto de Hannover.