Alfred Wertheimer tuvo su oportunidad y supo aprovecharla. Estaría
luego en Bolivia –tras los pasos del Che– o en el Festival de Woodstock.
Pero su pasaporte a la inmortalidad fue un encargo aparentemente trivial que le hicieron en 1956: Anne Fulcino, publicista de la discográfica RCA, le propuso fotografiar a Elvis Presley, su último fichaje. La acogida oficial a Elvis había sido horrorosa: los medios de la América urbana rechazaban aquel huracán rural, al que atribuían todo tipo de malas influencias.
Y Elvis llegaba a Nueva York para presentarse en el show de los hermanos Dorsey.
Al Wertheimer apreciaba la música de big band de Tommy Dorsey, pero, tuvo que confesar, nada sabía de Presley. Alemán de nacimiento, en 1936 su familia huyó de Hitler rumbo a Estados Unidos. Según creció, quedó deslumbrado por el trabajo de Walker Evans y los grandes fotógrafos de la Depresión, que habían captado la realidad estadounidense menos amable por encargo de la Administración de Franklin D. Roosevelt.
En 1956, en Washington mandaban los republicanos, sin interés por semejantes reportajes de denuncia. Así que Alfred se dedicó a retratar estrellas de la canción tipo Lena Horne o Perry Como.
Con todo, el encuentro con Elvis el 17 de marzo de 1956 fue diferente.
Hubo química entre el fotero y su objetivo. Tanto que Alfred se apuntaría a acompañarlo de finales de junio a principios de julio. Puntos álgidos: una actuación en Richmond (Virginia), un programa de televisión con el humorista Steve Allen, la grabación de Hound dog y Don’t be cruel en el Studio 1 de RCA, un viaje en tren de 26 horas de Nueva York a Memphis, un concierto benéfico el 4 de julio, fiesta nacional de EE UU.
¿Fue chiripa o fino olfato por parte de Wertheimer? Elvis estaba en
transición, de ser una sensación en algunos Estados del Sur a
convertirse en fenómeno a escala nacional. Sin embargo, en 1956 no había
una gran demanda de sus imágenes
. En las redacciones, su nombre provocaba incomprensión, cuando no indignación. Wertheimer confiesa que la mayoría de sus más de dos mil fotos durmieron en el archivo hasta el 16 de agosto de 1977, cuando su muerte despertó una insaciable necesidad de material gráfico.
Wertheimer atrapó momentos únicos, como esa secuencia de coqueteo entre Elvis y una admiradora, Barbara Gray, que concluye en esa foto universalmente conocida como El beso.
Tal vez ese fue el problema: se trataba de imágenes demasiado espontáneas, altamente reveladoras, a pesar de su inocencia.
RCA se ocupaba de que fluyeran inmaculadas fotos de estudio hacia las revistas de fans. Las publicaciones serias que cultivaban el fotoperiodismo no estaban seguras respecto a Elvis: se le consideraba una aberración, manifestación de tendencias peligrosas en el seno de la juventud estadounidense. Recordaban el alboroto creado por Frankie en los cuarenta, pero, demonios, Sinatra nunca se contorsionó de forma tan indecente; este tal Elvis parecía… ¡un negro!
Wertheimer aplicó la táctica de la-mosca-en-la-pared: una vez que te has empotrado entre un grupo de gente, se olvida que estás allí. Evitó en lo posible el flash: trabajaba, como dice él, “con la oscuridad disponible”. En pocas ocasiones pidió una pose al cantante.
No había brecha generacional: Alfred tenía 25 años por 21 de Elvis. El fotógrafo se benefició de algo que no se volvería a conceder: el acceso completo al artista, fuera y dentro del escenario.
Lo primero que nos asombra de las instantáneas de Wertheimer es
comprobar que, concluidos sus compromisos, Elvis se movía sin séquito.
Podía salir de compras, quedar con una chica, entrar en un restaurante, viajar en tren… y hacerlo con la única protección de su primo, Junior Smith, un cabeza de chorlito cuya principal cualificación parecía ser su aspecto de delincuente juvenil. En verdad, Junior estaba habituado a la violencia: había luchado en Corea, donde le licenciaron por hacer “cosas malas”.
Fue el germen de lo que más tarde se denominaría la Memphis mafia, un batallón de facilitadores, listos para satisfacer cualquier necesidad de la estrella y finalmente cómplices en su decadencia.
En la primavera de 1956, las dimensiones del mundo de Elvis eran modestas. Vivía un éxito manejable, que no requería falanges de guardaespaldas.
En Memphis, cualquiera sabía dónde residían los Presley: en el 1034 de Audubon Drive. Las fanáticas se contentaban con llamar por teléfono y colgar entre risas; si se acercaban a la casa, se les permitía pasear por el jardín. Estaban a salvo: Gladys Smith Presley ejercía de madre preocupada incluso con las desconocidas.
Y Elvis jamás haría algo “impropio” en el hogar familiar.
Ya empezaba a disfrutar de las prerrogativas del estrellato: podía mantener una novia semioficial en su ciudad, pero simultáneamente disfrutaba de aventuras de carretera (todavía no se beneficiaba del inagotable filón de las starlets de Hollywood). Sí, le subían chicas a la suite del hotel, pero necesitaba más compañía comprensiva que sexo casual.
También rondaba vigilante el Coronel Thomas A. Parker, un buscavidas formado en la farándula más rancia. Todo en él era mentira: su rango militar y su nombre. Nació en Holanda como Andreas Cornelis van Kuijk, pero lo mantenía en secreto, ya que entró en Estados Unidos ilegalmente. Por aquel entonces, su control no resultaba demasiado abrumador. El orondo manager no asimilaba que había encontrado la mina de oro: había trabajado con populares vocalistas country como Eddy Arnold o Hank Snow y sospechaba que Elvis The Pelvis era otra sensación con fecha de caducidad. Le encantaba anunciarle como “el único cantante alimentado por la energía atómica”.
En 1956, ni Elvis ni Parker tenían un mapa para moverse por el negocio incipiente del rock and roll. Los medios carecían de referencias para juzgar a un artista similar. Los reportajes describían a Presley como la versión masculina de las bailarinas de burlesque. Sin embargo, sus movimientos escénicos seguramente provenían del abandono de los predicadores sureños y sus feligreses extasiados. Elvis lo intuía: sus ensayos, sus sesiones de grabación, sus juergas, comenzaban con él sentado al piano, entonando himnos religiosos con los presentes.
La fama todavía no había mostrado su cara enojosa. Aunque estaba al caer alguna demanda de paternidad, el peligro más inmediato residía en enfrentamientos con camareros, empleados de gasolineras o soldados de permiso, que toleraban mal los aires triunfales de Elvis y aquella melena esculpida con gomina.
Unos cruces de impertinencias que terminaban en peleas confusas que se resolvían ante jueces paternales; el Coronel barría apresuradamente, para que la bronca no llegara a los teletipos de las agencias nacionales.
Las fotos de Wertheimer nos muestran un Estados Unidos que todavía es más Edward Hopper que American graffiti.
No se aprecia una moda específica para jóvenes: ellas y ellos van vestidos como personas mayores.
Un concierto se trataba como un evento especial y no se acudía con ropa de sport. La minoría negra es invisible: se reduce a unos empleados del ferrocarril y algunas fans.
Como diría un sabio blues de Willie Dixon, “los hombres no saben, pero las muchachitas sí entienden”. Wertheimer lo comprendió al encontrarse con escenas insólitas: teenagers –y veinteañeras resabiadas– que se abrazaban llorando… de felicidad. Habían descubierto un ideal propio, un muchacho pálido y guapo, de genética misteriosa, sin inhibiciones, con un sonido que fundía tradiciones musicales casi secretas. Se palpaba una temperatura erótica nada normal, pero Elvis mantenía la discreción, como si aquello fuera una broma privada, una fiesta en el instituto.
Wertheimer asistió a los albores de la cultura juvenil. Retrató una generación que pronto exigiría música y ropa propias, que solo en la década siguiente rompería con sus padres y la ideología dominante. La rebeldía de los seguidores de Elvis estaba reprimida. La última vez que Wertheimer se cruzó con el show del Coronel Parker fue en los muelles de Brooklyn, en 1958, cuando el recluta Presley embarcaba rumbo a Alemania para integrarse en el escudo defensivo contra el comunismo.
Ya no era el único cazador de imágenes de aquel coto. Se mezcló con más de 200 periodistas, dispuestos a reflejar el patriotismo del antiguo enemigo público. Pudo apreciar que el Coronel había hecho de las suyas: subrepticiamente, repartió partituras de éxitos de Elvis entre la banda militar que despedía a los soldados. Wertheimer apreció el deleite del tiburón cuando se cruzaron. “Sigue, sigue tomando buenas fotos”, le burló Parker. Nunca más dejaría que un profesional se acercara tanto, y durante tantos días, a su representado.
Pero su pasaporte a la inmortalidad fue un encargo aparentemente trivial que le hicieron en 1956: Anne Fulcino, publicista de la discográfica RCA, le propuso fotografiar a Elvis Presley, su último fichaje. La acogida oficial a Elvis había sido horrorosa: los medios de la América urbana rechazaban aquel huracán rural, al que atribuían todo tipo de malas influencias.
Y Elvis llegaba a Nueva York para presentarse en el show de los hermanos Dorsey.
Al Wertheimer apreciaba la música de big band de Tommy Dorsey, pero, tuvo que confesar, nada sabía de Presley. Alemán de nacimiento, en 1936 su familia huyó de Hitler rumbo a Estados Unidos. Según creció, quedó deslumbrado por el trabajo de Walker Evans y los grandes fotógrafos de la Depresión, que habían captado la realidad estadounidense menos amable por encargo de la Administración de Franklin D. Roosevelt.
En 1956, en Washington mandaban los republicanos, sin interés por semejantes reportajes de denuncia. Así que Alfred se dedicó a retratar estrellas de la canción tipo Lena Horne o Perry Como.
Con todo, el encuentro con Elvis el 17 de marzo de 1956 fue diferente.
Hubo química entre el fotero y su objetivo. Tanto que Alfred se apuntaría a acompañarlo de finales de junio a principios de julio. Puntos álgidos: una actuación en Richmond (Virginia), un programa de televisión con el humorista Steve Allen, la grabación de Hound dog y Don’t be cruel en el Studio 1 de RCA, un viaje en tren de 26 horas de Nueva York a Memphis, un concierto benéfico el 4 de julio, fiesta nacional de EE UU.
El cantante estaba en transición, de ser una sensación en algunos Estados del Sur a convertirse en fenómeno nacional
. En las redacciones, su nombre provocaba incomprensión, cuando no indignación. Wertheimer confiesa que la mayoría de sus más de dos mil fotos durmieron en el archivo hasta el 16 de agosto de 1977, cuando su muerte despertó una insaciable necesidad de material gráfico.
Wertheimer atrapó momentos únicos, como esa secuencia de coqueteo entre Elvis y una admiradora, Barbara Gray, que concluye en esa foto universalmente conocida como El beso.
Tal vez ese fue el problema: se trataba de imágenes demasiado espontáneas, altamente reveladoras, a pesar de su inocencia.
RCA se ocupaba de que fluyeran inmaculadas fotos de estudio hacia las revistas de fans. Las publicaciones serias que cultivaban el fotoperiodismo no estaban seguras respecto a Elvis: se le consideraba una aberración, manifestación de tendencias peligrosas en el seno de la juventud estadounidense. Recordaban el alboroto creado por Frankie en los cuarenta, pero, demonios, Sinatra nunca se contorsionó de forma tan indecente; este tal Elvis parecía… ¡un negro!
Wertheimer aplicó la táctica de la-mosca-en-la-pared: una vez que te has empotrado entre un grupo de gente, se olvida que estás allí. Evitó en lo posible el flash: trabajaba, como dice él, “con la oscuridad disponible”. En pocas ocasiones pidió una pose al cantante.
No había brecha generacional: Alfred tenía 25 años por 21 de Elvis. El fotógrafo se benefició de algo que no se volvería a conceder: el acceso completo al artista, fuera y dentro del escenario.
Wertheimer aplicó
la táctica de la mosca en la pared: una vez empotrado en el séquito, pasaba desapercibido
la táctica de la mosca en la pared: una vez empotrado en el séquito, pasaba desapercibido
Podía salir de compras, quedar con una chica, entrar en un restaurante, viajar en tren… y hacerlo con la única protección de su primo, Junior Smith, un cabeza de chorlito cuya principal cualificación parecía ser su aspecto de delincuente juvenil. En verdad, Junior estaba habituado a la violencia: había luchado en Corea, donde le licenciaron por hacer “cosas malas”.
Fue el germen de lo que más tarde se denominaría la Memphis mafia, un batallón de facilitadores, listos para satisfacer cualquier necesidad de la estrella y finalmente cómplices en su decadencia.
En la primavera de 1956, las dimensiones del mundo de Elvis eran modestas. Vivía un éxito manejable, que no requería falanges de guardaespaldas.
En Memphis, cualquiera sabía dónde residían los Presley: en el 1034 de Audubon Drive. Las fanáticas se contentaban con llamar por teléfono y colgar entre risas; si se acercaban a la casa, se les permitía pasear por el jardín. Estaban a salvo: Gladys Smith Presley ejercía de madre preocupada incluso con las desconocidas.
Y Elvis jamás haría algo “impropio” en el hogar familiar.
Ya empezaba a disfrutar de las prerrogativas del estrellato: podía mantener una novia semioficial en su ciudad, pero simultáneamente disfrutaba de aventuras de carretera (todavía no se beneficiaba del inagotable filón de las starlets de Hollywood). Sí, le subían chicas a la suite del hotel, pero necesitaba más compañía comprensiva que sexo casual.
También rondaba vigilante el Coronel Thomas A. Parker, un buscavidas formado en la farándula más rancia. Todo en él era mentira: su rango militar y su nombre. Nació en Holanda como Andreas Cornelis van Kuijk, pero lo mantenía en secreto, ya que entró en Estados Unidos ilegalmente. Por aquel entonces, su control no resultaba demasiado abrumador. El orondo manager no asimilaba que había encontrado la mina de oro: había trabajado con populares vocalistas country como Eddy Arnold o Hank Snow y sospechaba que Elvis The Pelvis era otra sensación con fecha de caducidad. Le encantaba anunciarle como “el único cantante alimentado por la energía atómica”.
En 1956, ni Elvis ni Parker tenían un mapa para moverse por el negocio incipiente del rock and roll. Los medios carecían de referencias para juzgar a un artista similar. Los reportajes describían a Presley como la versión masculina de las bailarinas de burlesque. Sin embargo, sus movimientos escénicos seguramente provenían del abandono de los predicadores sureños y sus feligreses extasiados. Elvis lo intuía: sus ensayos, sus sesiones de grabación, sus juergas, comenzaban con él sentado al piano, entonando himnos religiosos con los presentes.
La fama todavía no había mostrado su cara enojosa. Aunque estaba al caer alguna demanda de paternidad, el peligro más inmediato residía en enfrentamientos con camareros, empleados de gasolineras o soldados de permiso, que toleraban mal los aires triunfales de Elvis y aquella melena esculpida con gomina.
Unos cruces de impertinencias que terminaban en peleas confusas que se resolvían ante jueces paternales; el Coronel barría apresuradamente, para que la bronca no llegara a los teletipos de las agencias nacionales.
Las fotos de Wertheimer nos muestran un Estados Unidos que todavía es más Edward Hopper que American graffiti.
No se aprecia una moda específica para jóvenes: ellas y ellos van vestidos como personas mayores.
Un concierto se trataba como un evento especial y no se acudía con ropa de sport. La minoría negra es invisible: se reduce a unos empleados del ferrocarril y algunas fans.
Como diría un sabio blues de Willie Dixon, “los hombres no saben, pero las muchachitas sí entienden”. Wertheimer lo comprendió al encontrarse con escenas insólitas: teenagers –y veinteañeras resabiadas– que se abrazaban llorando… de felicidad. Habían descubierto un ideal propio, un muchacho pálido y guapo, de genética misteriosa, sin inhibiciones, con un sonido que fundía tradiciones musicales casi secretas. Se palpaba una temperatura erótica nada normal, pero Elvis mantenía la discreción, como si aquello fuera una broma privada, una fiesta en el instituto.
Wertheimer asistió a los albores de la cultura juvenil. Retrató una generación que pronto exigiría música y ropa propias, que solo en la década siguiente rompería con sus padres y la ideología dominante. La rebeldía de los seguidores de Elvis estaba reprimida. La última vez que Wertheimer se cruzó con el show del Coronel Parker fue en los muelles de Brooklyn, en 1958, cuando el recluta Presley embarcaba rumbo a Alemania para integrarse en el escudo defensivo contra el comunismo.
Ya no era el único cazador de imágenes de aquel coto. Se mezcló con más de 200 periodistas, dispuestos a reflejar el patriotismo del antiguo enemigo público. Pudo apreciar que el Coronel había hecho de las suyas: subrepticiamente, repartió partituras de éxitos de Elvis entre la banda militar que despedía a los soldados. Wertheimer apreció el deleite del tiburón cuando se cruzaron. “Sigue, sigue tomando buenas fotos”, le burló Parker. Nunca más dejaría que un profesional se acercara tanto, y durante tantos días, a su representado.
El libro ‘Alfred Wertheimer. Elvis and the birth of rock and roll’ acaba de ser editado por Taschen.
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