No hay sombra de manipulación en la reconstrucción de la caza de Bin Laden que dirige Kathryn Bigelow.
Intentar reconstruir la realidad desarrollando temas recientes que
han marcado la Historia, se presta a la exaltación patriótica, a una
dosis razonable o excesiva de convenciones, a la mitificación de los
héroes y la demonización de los villanos, a la vendible moralina y a la
receta para que el gran público salga muy contento de la sala con el
justo y agradecible triunfo del bien sobre el mal.
Ni a los habitantes del limbo hace falta explicarle las razones morales que convierten en puro horror la masacre de civiles en el imborrable ataque terrorista del 11- S.
Pero nadie podrá negar la perversa imaginación y la devastadora eficacia de los cerebros que planificaron aquel espanto, la osadía altamente victoriosa de pretender embestir cuatro secuestrados aviones comerciales conducidos por kamikazes contra las Torres Gemelas, el Pentágono y la Casa Blanca, los símbolos supremos del poder económico, militar y político en Estados Unidos.
Y resulta tan inexplicable como bochornoso que el ilimitado poder, supuesta información y torrenciales recursos de la CIA y del FBI no previeran y frustraran ese desastre.
Es problemático que Hollywood realice alguna vez una superproducción contando planificación, desarrollo y ejecución del 11-S, de esa herida salvaje, física y emocional, difícilmente cicatrizable que recibió Estados Unidos.
A cambio, están creando películas que retratan victorias espectaculares de la CIA.
En Argo cuentan el rescate de diplomáticos estadounidenses en el Teherán gobernado por Jomeini
. En La noche más oscura el largo proceso para encontrar al esfumado Bin Laden y matarlo.
En un planteamiento simplista, pero también ajustado a la realidad, el espectador podría encontrarse con una historia en la que los buenos, baluartes de la democracia, persiguen y cazan al temible malvado que planifica matanzas de inocentes en cualquier lugar del planeta
. Pero es muy probable que durante la película, además de compartir la tensión en la que viven sus personajes, también se sienta revuelto.
Y al acabar, al pensarla, cada uno sacará sus propias conclusiones sobre lo que ha visto y oído.
Ni sombra de maniqueísmo ni de manipulación por parte de su inteligente e inquietante autora.
Kathryn Bigelow, esa directora con pertinaz vocación de contar historias duras protagonizadas por el riesgo y la violencia, en posesión de auténtico sentido del cine y contrastado talento para introducirte en lo que narra, utiliza en esta ocasión un tono cercano al documental, ausente de clichés y de convenciones, retratando situaciones y personajes que además de contener incómodos datos (es comprensible el mosqueo de las autoridades de su país ante las filtraciones y los informantes de primera mano que han posibilitado un guion tan fiel a la realidad) resultan permanentemente creíbles.
También incómodos.
Me explico
. Los cazadores del demonio torturan a sus siervos, aseguran a sus presas: “Te voy a causar mucho dolor si no me cuentas lo que sabes”.
Con la sagrada intención, por supuesto, de evitar atentados
. La protagonista, una mujer obsesionada legítimamente con destruir al monstruo, se siente alterada la primera vez que contempla el uso cotidiano de esa abyección que los pragmáticos consideran necesaria. Después, se acostumbrará
. Y el torturador profesional también puede reconocer que es un trabajo que acaba agotando, que necesita durante un tiempo volver a vestirse de traje y corbata y ocupar un aséptico despacho
. Pero a los mirones ser testigos de ese hábito practicado en las cárceles ocultas nos puede poner muy nerviosos.
Ese desasosiego, acompañado de hipnosis, permanece en la extraordinaria parte final reconstruyendo el clandestino asalto en la noche de Pakistán a la guarida del ogro.
Hay implacables órdenes de matar sin preguntar.
Y el ogro y sus acompañantes tienen familia, hay mujeres y niños en medio de ese infierno. Lo definen cínicamente como daños colaterales.
El último plano, con esa cazadora desolada y arropada por la bandera de su país después de haber triunfado en su sagrada meta, es tan complejo como todo lo que nos ha estado describiendo Kathryn Bigelow con frialdad de cirujano
. De acuerdo, mataron al perro
. Pero, ¿se acabó la rabia?
Ni a los habitantes del limbo hace falta explicarle las razones morales que convierten en puro horror la masacre de civiles en el imborrable ataque terrorista del 11- S.
Pero nadie podrá negar la perversa imaginación y la devastadora eficacia de los cerebros que planificaron aquel espanto, la osadía altamente victoriosa de pretender embestir cuatro secuestrados aviones comerciales conducidos por kamikazes contra las Torres Gemelas, el Pentágono y la Casa Blanca, los símbolos supremos del poder económico, militar y político en Estados Unidos.
Y resulta tan inexplicable como bochornoso que el ilimitado poder, supuesta información y torrenciales recursos de la CIA y del FBI no previeran y frustraran ese desastre.
Es problemático que Hollywood realice alguna vez una superproducción contando planificación, desarrollo y ejecución del 11-S, de esa herida salvaje, física y emocional, difícilmente cicatrizable que recibió Estados Unidos.
A cambio, están creando películas que retratan victorias espectaculares de la CIA.
En Argo cuentan el rescate de diplomáticos estadounidenses en el Teherán gobernado por Jomeini
. En La noche más oscura el largo proceso para encontrar al esfumado Bin Laden y matarlo.
En un planteamiento simplista, pero también ajustado a la realidad, el espectador podría encontrarse con una historia en la que los buenos, baluartes de la democracia, persiguen y cazan al temible malvado que planifica matanzas de inocentes en cualquier lugar del planeta
. Pero es muy probable que durante la película, además de compartir la tensión en la que viven sus personajes, también se sienta revuelto.
Y al acabar, al pensarla, cada uno sacará sus propias conclusiones sobre lo que ha visto y oído.
Ni sombra de maniqueísmo ni de manipulación por parte de su inteligente e inquietante autora.
Kathryn Bigelow, esa directora con pertinaz vocación de contar historias duras protagonizadas por el riesgo y la violencia, en posesión de auténtico sentido del cine y contrastado talento para introducirte en lo que narra, utiliza en esta ocasión un tono cercano al documental, ausente de clichés y de convenciones, retratando situaciones y personajes que además de contener incómodos datos (es comprensible el mosqueo de las autoridades de su país ante las filtraciones y los informantes de primera mano que han posibilitado un guion tan fiel a la realidad) resultan permanentemente creíbles.
También incómodos.
Me explico
. Los cazadores del demonio torturan a sus siervos, aseguran a sus presas: “Te voy a causar mucho dolor si no me cuentas lo que sabes”.
Con la sagrada intención, por supuesto, de evitar atentados
. La protagonista, una mujer obsesionada legítimamente con destruir al monstruo, se siente alterada la primera vez que contempla el uso cotidiano de esa abyección que los pragmáticos consideran necesaria. Después, se acostumbrará
. Y el torturador profesional también puede reconocer que es un trabajo que acaba agotando, que necesita durante un tiempo volver a vestirse de traje y corbata y ocupar un aséptico despacho
. Pero a los mirones ser testigos de ese hábito practicado en las cárceles ocultas nos puede poner muy nerviosos.
Ese desasosiego, acompañado de hipnosis, permanece en la extraordinaria parte final reconstruyendo el clandestino asalto en la noche de Pakistán a la guarida del ogro.
Hay implacables órdenes de matar sin preguntar.
Y el ogro y sus acompañantes tienen familia, hay mujeres y niños en medio de ese infierno. Lo definen cínicamente como daños colaterales.
El último plano, con esa cazadora desolada y arropada por la bandera de su país después de haber triunfado en su sagrada meta, es tan complejo como todo lo que nos ha estado describiendo Kathryn Bigelow con frialdad de cirujano
. De acuerdo, mataron al perro
. Pero, ¿se acabó la rabia?