Se sabía, se sabía.
La economía de este país estaba basada en el ladrillo y la especulación. El capital y sus adláteres, incapaces de refrenar su codicia, seguían construyendo pisos y especulando. Convencían a la gente que no ganaba suficiente para embargarse con casas, coches, lo que fuera aun a sabiendas de que más temprano que tarde la situación tendría que estallar.
No les preocupaba, cuando todo se fuera al garete, los poderes públicos tendrían que salir a rescatarlos con el dinero de todos. Además, aprovecharían el pánico para exigir la modificación de los derechos laborales de los trabajadores, la paulatina privatización de los servicios públicos, el desmantelamiento del llamado estado del bienestar, cuando en este país estaba todavía en pañales.
Mientras tanto, unos gobiernos y otros, sabedores de la existencia de un sistema electoral que les beneficiaba, no sólo no se atrevían a modificar el status existente sino que se plegaban sin reparos a los poderes financieros nacionales e internacionales.
Ahora, en el corazón de la tormenta, la derecha acelera con profunda convicción las medidas destinadas a consolidar a los privilegiados, y la izquierda en su versión socialdemócrata- liberal, al tiempo que entona un tardío mea culpa, sigue sin atreverse a romper y cumple, eso sí, poniendo mala cara, con los dictados de los poderes fácticos sin poner pegas sustanciales, trazando líneas rojas cada vez más pálidas hasta casi diluirse. Luego, se pelean: “y tú más”
Después está el pueblo. A veces tenemos que escuchar: “vivíamos por encima de nuestras posibilidades”. Y nos incluyen a nosotros los muy descarados