Maribel Quiñones a pecho descubierto
. No podríamos decir que sin aditivos, porque jamás ha recurrido a ellos en casi tres décadas de trayectoria; pero sí con una desnudez tan extrema que a cualquier otro le aterraría.
Tenía Martirio el empeño de cantar por vez primera en la Galileo Galilei, y ayer, cuando al fin pudo darse el gustazo, optó por hacerlo con la única compañía de su hijo, el espléndido guitarrista Raúl Rodríguez
. El escenario puede tornarse inmenso en estos casos, pero la coplera onubense y su vástago de manos primorosas asumieron el control de cada metro cuadrado. Y el público se agolpó en la sala de Chamberí como solo sucede en las noches de los grandes acontecimientos.
Radiante se nos personó Maribel, guapísima una vez más con la indumentaria que mandan los cánones martiristas: vestido negro de tiros largos, peineta flamante y esas gafas negras que privan al mundo de admirar sus abisales ojos verdes.
Y se aplica desde el primer momento a impartir el discreto magisterio de esa voz con tantos ángulos como recovecos, garganta mágica que cobra cuerpo con la misma facilidad que se torna vaporosa y leve
. Moldea los versos, los endulza o endurece, alarga las notas o las adereza con unos melismas que ni por equivocación incurren en la floritura vana. Jamás canta dos veces de la misma manera, pero, eso sí, nunca renuncia a cantarlo bonito.
Por eso su público repite: porque la sorpresa es una certeza.
Incluso en un recital tan arriesgado como el de anoche, sin margen para camuflar inseguridades o puntos débiles, Quiñones hace suyas cuantas estrofas visitan sus cuerdas vocales. Tanto da que aborde la canción de un rockero argentino (Fito Páez), el clásico son cubano (Bola de Nieve) o el repertorio mordaz y socarrón de sus inicios (Madurito interesante): Martirio siempre es Martirio.
Vive tanto los versos, ajenos o propios, que acaba involucrando al auditorio entero
. Y con ella, maestra de la risa y el sollozo, se nos escapan las lágrimas y las carcajadas aunque no queramos. Como en un resumen de la vida misma, ese episodio fugaz que conviene no malgastar entre llantos.
Sabia serena a sus fabulosos cincuenta y muchos, Maribel tiene el don de emocionarnos y divertirnos sin que advirtamos siquiera la transición.
Dueña de un gracejo incomparable en las presentaciones, esa virtud inaprensible que se lleva dentro o no se adquiere jamás, tan pronto se guasea de los quebrantos sentimentales, "esos momentos en que te vienen a casa y no les pones ni café", como nos suministra las excepcionales Una roca en el mar (Javier Ruibal) y Quisiera amarte menos, monumento de la mexicana Chavela Vargas a esos amores inexorables de los que, ni pretendiéndolo, podemos despojarnos.
Raúl Rodríguez la acompaña con inventiva, eludiendo lo evidente; a veces clásico y otras muy flamenco, pero siempre profundo. Combina acentos, arpegios y hasta silencios inesperados, como en María la portuguesa. O travesuras como la de convertirse en un bluesman hispalense para colorear Torre de arena, copla de pura cepa. Es la fase coplera (La bien pagá, Ojos verdes) en la que Martirio se muestra más exuberante y proverbial, pero su faceta más imaginativa, de puro iconoclasta, es la sandunguera: imposible mantener el rictus impasible ante Las mil calorías, descacharrante sevillana rapeada sobre las dificultades para conservar el tipito. Cuánto arte, caramba; cuánto arte.
. No podríamos decir que sin aditivos, porque jamás ha recurrido a ellos en casi tres décadas de trayectoria; pero sí con una desnudez tan extrema que a cualquier otro le aterraría.
Tenía Martirio el empeño de cantar por vez primera en la Galileo Galilei, y ayer, cuando al fin pudo darse el gustazo, optó por hacerlo con la única compañía de su hijo, el espléndido guitarrista Raúl Rodríguez
. El escenario puede tornarse inmenso en estos casos, pero la coplera onubense y su vástago de manos primorosas asumieron el control de cada metro cuadrado. Y el público se agolpó en la sala de Chamberí como solo sucede en las noches de los grandes acontecimientos.
Radiante se nos personó Maribel, guapísima una vez más con la indumentaria que mandan los cánones martiristas: vestido negro de tiros largos, peineta flamante y esas gafas negras que privan al mundo de admirar sus abisales ojos verdes.
Y se aplica desde el primer momento a impartir el discreto magisterio de esa voz con tantos ángulos como recovecos, garganta mágica que cobra cuerpo con la misma facilidad que se torna vaporosa y leve
. Moldea los versos, los endulza o endurece, alarga las notas o las adereza con unos melismas que ni por equivocación incurren en la floritura vana. Jamás canta dos veces de la misma manera, pero, eso sí, nunca renuncia a cantarlo bonito.
Por eso su público repite: porque la sorpresa es una certeza.
Incluso en un recital tan arriesgado como el de anoche, sin margen para camuflar inseguridades o puntos débiles, Quiñones hace suyas cuantas estrofas visitan sus cuerdas vocales. Tanto da que aborde la canción de un rockero argentino (Fito Páez), el clásico son cubano (Bola de Nieve) o el repertorio mordaz y socarrón de sus inicios (Madurito interesante): Martirio siempre es Martirio.
Vive tanto los versos, ajenos o propios, que acaba involucrando al auditorio entero
. Y con ella, maestra de la risa y el sollozo, se nos escapan las lágrimas y las carcajadas aunque no queramos. Como en un resumen de la vida misma, ese episodio fugaz que conviene no malgastar entre llantos.
Sabia serena a sus fabulosos cincuenta y muchos, Maribel tiene el don de emocionarnos y divertirnos sin que advirtamos siquiera la transición.
Dueña de un gracejo incomparable en las presentaciones, esa virtud inaprensible que se lleva dentro o no se adquiere jamás, tan pronto se guasea de los quebrantos sentimentales, "esos momentos en que te vienen a casa y no les pones ni café", como nos suministra las excepcionales Una roca en el mar (Javier Ruibal) y Quisiera amarte menos, monumento de la mexicana Chavela Vargas a esos amores inexorables de los que, ni pretendiéndolo, podemos despojarnos.
Raúl Rodríguez la acompaña con inventiva, eludiendo lo evidente; a veces clásico y otras muy flamenco, pero siempre profundo. Combina acentos, arpegios y hasta silencios inesperados, como en María la portuguesa. O travesuras como la de convertirse en un bluesman hispalense para colorear Torre de arena, copla de pura cepa. Es la fase coplera (La bien pagá, Ojos verdes) en la que Martirio se muestra más exuberante y proverbial, pero su faceta más imaginativa, de puro iconoclasta, es la sandunguera: imposible mantener el rictus impasible ante Las mil calorías, descacharrante sevillana rapeada sobre las dificultades para conservar el tipito. Cuánto arte, caramba; cuánto arte.