John F. Kennedy Jr, John John, reunía todos los atributos para ocupar el primer puesto en eso que se ha dado en llamar la realeza de EE UU. Hijo menor del presidente y Jacqueline Kennedy, apuesto, carismático, emprendedor de éxito…
Esa era la imagen que mostraban los medios de comunicación y que encandilaba al público. Una imagen muy alejada de la que tenía de él la que fuera su asistente personal durante cinco años, RoseMarie Terenzio, tal y como se puede comprobar en su libro de memorias, Fairy tale interrumpted, publicado en marzo pasado.
En él se narra cómo se fraguó su amistad y su matrimonio con Carolyn Bessette.
Terenzio presenta a un Kennedy Jr protector y paciente pero, en ocasiones, también un poco impulsivo y hasta “bobalicón”, un retrato bastante alejado del icono en el que se ha convertido.
No obstante, las páginas del libro destilan una profunda admiración hacia el personaje y su esfuerzo por fundar la revista George en cuyo desarrollo, cuenta la asistente, ella colaboró estrechamente. Una fascinación que no oculta en las entrevistas.
“Creo que su ingenio y su sentido del humor fue lo que realmente me ganó”, ha reconocido en el programa Good Morning América de la cadena ABC.
Durante el tiempo que trabajó con John John, de 1994 hasta su muerte en un accidente de avioneta en 1999, Terenzio fue testigo de excepción del noviazgo y las tensiones en su matrimonio con Bessette, de quien se convirtió en su particular paño de lágrimas.
“Muchas veces yo era la única persona que ella creía que podía entender cómo se sentía”, cuenta en el libro.
La ayudante del marido pronto se convirtió en la confidente de su esposa. Terenzio revela con jugosos ejemplos cómo la dedicación de Kennedy Jr a su revista —
“La insensibilidad de John era algo que Carolyne le reprochaba a menudo durante sus peleas”—- y el desmesurado interés mediático por la pareja, que Bessette no llevaba bien. “Cuanto más mezquinas eran las historias que difundía la prensa, más se refugiaba en sí misma”, escribe. Y eso fue lo que comenzó a resquebrajar un matrimonio aparentemente idílico.
Terenzio relata cómo tuvo que mediar para convencer a su jefe de que invitara a la que entonces todavía era su novia a la presentación de su revista o cómo consiguió, a petición de John John, que ésta accediera a acudir a la boda de su primo, Rory Kennedy.
Un viaje que resultó fatal, ya que en el vuelo se produjo el accidente en el que ambos perdieron la vida.
La muerte de Kennedy Jr, que nunca creyó en la maldición de su familia, según su asistente, supuso un gran revés personal y emocional para ella. En varias entrevistas ha asegurado se refugió en las palabras que éste solía repetir: “Nada es nunca tan bueno o tan malo como parece cuando sucede”.
7 may 2012
El afán de escribir
El afán de escribir
Por: Ángel Gabilondo | 07 de mayo de 2012
Vivimos en la escritura, entre escritura. Algo nos empuja a escribir. Para empezar, que no todo va bien. Ni siquiera casi todo. Sentimos la necesidad de crear y de concretar nuevas formas y posibilidades de vida. Y de decirlo y hacerlo expresamente por escrito. De mil maneras persistimos en ello o huimos de dejar constancia en documento alguno. O firmamos, o ratificamos, o nos adherimos o nos desmarcamos. No hace falta ser escritor ni considerarse tal para proceder una y otra vez a escribir. Podría disiparse la cuestión subrayando que necesitamos expresarnos, dejar dicho lo que pensamos, explicarnos, justificarnos, hacer valer nuestras razones. Precisamos a veces transmitir lo que nos inquieta, incomoda, provoca o alienta, pero aún eso resultaría insuficiente para responder al afán que nos impulsa.
Otras, transcribir lo que pensamos, y no pocas escribirlo para ver si somos capaces de llegar a pensarlo y a sostenerlo, o al menos a entenderlo.
Hay razones de más envergadura que no siempre resultan eficaces, por ejemplo la de quienes consideran que escribimos para espantar la muerte. Tampoco es imprescindible pasar a la historia y, sobre todo, no hay prisa.
La necesidad de producir una huella, una marca, es más que la de dejar testimonio, pero son compatibles. Nuestra propia identidad colectiva se afirma y confirma asimismo por un conjunto de textos. Y la difusión de las leyes comporta su promulgación.
Escribimos, nos escribimos, como modo de cuidarnos y de cultivarnos, de ensayarnos y de ofrecernos. Es lo que Foucault denomina “la escritura de sí”, que viene a ser todo un proceso de constitución de uno mismo. Nos desenvolvemos en entornos de inscripción.
Nos vamos configurando entre notas, consideraciones, reflexiones, comentarios, anotaciones, recados, avisos, ensayos, estudios y tantos otros textos que de una u otra manera han requerido y requieren una acción de escritura.
Y que forman parte de lo que somos y deseamos.
Y en esa vorágine se desenvuelven nuestros afectos, nuestras emociones, nuestros sentimientos, nuestras convicciones y nuestros conceptos.
Proseguimos escribiendo porque ninguna palabra o frase recoge de modo definitivo aquello que no se reduce a lo que ya sabemos ni a nuestro modo de saberlo.
También nuestras dudas y nuestras necesidades nos alientan, nos desafían y nos impulsan como inserciones inscritas. Y como signos de escritura sostienen nuestra decisión de buscar crear una y otra vez condiciones expresas y con incidencia para que la palabra justa tenga materialidad.
Otras, transcribir lo que pensamos, y no pocas escribirlo para ver si somos capaces de llegar a pensarlo y a sostenerlo, o al menos a entenderlo.
Hay razones de más envergadura que no siempre resultan eficaces, por ejemplo la de quienes consideran que escribimos para espantar la muerte. Tampoco es imprescindible pasar a la historia y, sobre todo, no hay prisa.
La necesidad de producir una huella, una marca, es más que la de dejar testimonio, pero son compatibles. Nuestra propia identidad colectiva se afirma y confirma asimismo por un conjunto de textos. Y la difusión de las leyes comporta su promulgación.
Escribimos, nos escribimos, como modo de cuidarnos y de cultivarnos, de ensayarnos y de ofrecernos. Es lo que Foucault denomina “la escritura de sí”, que viene a ser todo un proceso de constitución de uno mismo. Nos desenvolvemos en entornos de inscripción.
Nos vamos configurando entre notas, consideraciones, reflexiones, comentarios, anotaciones, recados, avisos, ensayos, estudios y tantos otros textos que de una u otra manera han requerido y requieren una acción de escritura.
Y que forman parte de lo que somos y deseamos.
Y en esa vorágine se desenvuelven nuestros afectos, nuestras emociones, nuestros sentimientos, nuestras convicciones y nuestros conceptos.
Proseguimos escribiendo porque ninguna palabra o frase recoge de modo definitivo aquello que no se reduce a lo que ya sabemos ni a nuestro modo de saberlo.
También nuestras dudas y nuestras necesidades nos alientan, nos desafían y nos impulsan como inserciones inscritas. Y como signos de escritura sostienen nuestra decisión de buscar crear una y otra vez condiciones expresas y con incidencia para que la palabra justa tenga materialidad.
Maneras de irse al infierno
Maneras de irse al infierno
Por: Juan Cruz | 07 de mayo de 2012
La obra lleva ya algunas semanas en el Teatro Español, dirigida por Miguel del Arco y actuada magistralmente por Fernando Cayo, Roberto Álamo, Antonio Canal, Rafael Martín, Josean Bengoechea, Irene Escolar y un grupo de actores que convierten la obra, desde la cruz a la fecha, en un espectáculo perturbador que desasosiega como la propia existencia del infierno. Uno de los grandes cuentos de Juan Carlos Onetti es El infierno tan temido, en el que los celos y la venganza sólida, pétrea, rebuscada, son la esencia misma del averno, que habita en los hombres y que surge cuando éstos se hallan frente al muro. En De ratones y hombres Steinbeck construye ese infierno con parecidos materiales, a los que se juntan los propios del mundo que describe el autor norteamericano: el racismo, la dominación violenta del hombre sobre los otros hombres. Y, sobre todo, la animalización del hombre en su relación con la mujer. Irene Escolar, la única mujer en la escena, representa el contrapunto, la belleza asaltada, el oscuro objeto del deseo que ella misma propicia, aunque lo que ella quiere en la vida es hablar, acercarse a los otros para sentirse libre o amparada por la palabra. Hace esta joven actriz un personaje de enorme complejidad en el que confluye en algún momento toda la fuerza increíble de la pieza.
Y al final ella es metáfora del incendio que el hombre lleva dentro, hasta que la violencia que late convierte este descenso a los infiernos en la llegada a un muro del que no se puede salir. Admirable pieza teatral en la que la armonía del espacio alcanzado por el director recibe una respuesta memorable de actores que en ningún momento dejan de ser elementos esenciales de la intención de Steinbeck: romper las conciencias dormidas, intranquilizarlas.
Como dice Del Arco, el director: "Duele, pero ilumina" la luz de este infierno.
2. A puerta cerrada. Fui a ver Madrid 1987, el arriesgado viaje de David Trueba al infierno encerrado en un cuarto de baño. Cuenta Trueba la peripecia cómica y dramática que viven un reconocido columnista del Madrid de los 80 y una muchacha universitaria que se le ha acercado para convertir la vida del famoso escritor en un trabajo de fin de curso.
Al encuentro y a la entrevista sucede la seducción; en aquel verano, en medio de un largo puente, el escritor dispone de un piso que le proporciona un pintor amigo suyo. Un accidente sin importancia los abandona solos en el cuarto de baño estrecho de aquella vivienda provisional. La puerta se ha cerrado, no hay manera de abrirla, y aunque gritan desde el ventanuco pidiendo auxilio, aquel Madrid canicular no escucha a nadie, y la pareja accidental vive, desnuda, el largo fin de semana, hasta que un drogota que pasaba por allí oye los gritos y accede a llamar al dueño del piso, que acude en auxilio de las víctimas del extraño secuestro. Ese tiempo, dos días con sus noches, dan para mucho: en primer lugar para poner de manifiesto el infierno en que vive todo ego reconcentrado.
El escritor alterna momentos de sublimación de su propia personalidad con instantes en que se descubre, desnudo, como un animal sin importancia. La chica asiste a esa autodemolición a veces con ternura pero siempre en guardia, tratando de extraer de aquella confesión más materiales para su propio trabajo académico. Trueba consigue, como el Sartre de A puerta cerrada o de La Náusea, un retrato de lo que puede el infierno con un hombre solo aunque esté en compañía de otros (o de otra).
La atmósfera que crea, dentro de ese cuarto de baño al que entra una rendija de luz en el infierno del verano madrileño, es de absoluta asfixia, que en distintos momentos afecta por igual a los encerrados. La literatura (la que crea el escritor acuciado, la que propicia la ingenuidad bellísima de la chica) van salvando el infierno a fuerza de fantasía. Pero el infierno está ahí. Cuando al fin se abre la puerta, la chica huye hacia el mundo de cielos azules y el escritor se queda allí, consultando los recortes que la chica ha dejado atrás y que, cómo no, siguen alimentando el ego del que acaba de salir del infierno...
María Valverde, la chica, y José Sacristán, el escritor, le devuelven a Trueba el esfuerzo de su imaginación en forma de hermoso retrato del alma cuando ésta no encuentra salida a su viaje al fondo del ego.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)