Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

15 feb 2012

Pedro Almodóvar empezará en verano el rodaje de 'Los amantes pasajeros'

El cineasta Pedro Almodóvar iniciará el verano próximo el rodaje de Los amantes pasajeros, una comedia "coral y picante", en la que recupera una idea de Mujeres al borde de un ataque de nervios.
 "Es una comedia ingeniosa, con diálogos muy picantes, con mucha diversión y mucha transgresión también. Mujeres era una comedia blanca y esta será más picante", ha asegurado hoy a la emisora de radio Rac1 el productor del filme, Agustín Almodóvar.
El guion de Los amantes pasajeros, título aún provisional, es de Pedro Almodóvar, que ya estuvo a punto de abordarlo hace dos años, antes de La piel que habito.
Precisamente, sobre este filme ha confirmado que no se esperaban ganar el premio BAFTA a la mejor película de habla no inglesa, en una gala que siguieron a través de Twitter, y que cree es "un buen síntoma de cara a los Goya". Estos días los Almodóvar están puliendo el guion.
Agustín Almodóvar entiende que la Academia de Cine Británica, que entrega los BAFTA, es una "pequeña sucursal americana". "Viendo lo que acaba de pasar -ha proseguido- creo que con La piel hubiéramos tenido una buena oportunidad de representar a España en los Oscar".

El papel es para... Javier Cámara

"No quiero anunciarlo todavía como una cosa segura, pero ... ¡creo que por fin voy a hacer una comedia! "Si hago esta película pienso como protagonista en Javier Cámara ... Pero no sé, ¡no lo he dicho nunca hasta ahora esto!", aseguraba Almodóvar el pasado diciembre cuando se enteraba de su candidatura a los Globos de Oro como mejor película extranjera, informa Gregorio Belinchón.
Javier Cámara es uno de los actores que mejor sabor de boca le han dejado en sus rodajes. El actor riojano comenzó como chico Almodóvar por la puerta grande, como protagonista de Hable con ella encarnando al enfermero Benigno Martín.
 A Almodóvar Hable con ella le supuso el Oscar al mejor guion y a Cámara la confirmación de que ahí había un actor dúctil y todoterreno, además de una candidatura a los Goya (ha sido cinco veces finalista al galardón, aunque nunca lo ha ganado).
 Posteriormente cineasta e intérprete repitieron en La mala educación, en la que Cámara recibió un jugoso personaje secundario, el de Paca / Paquito. Ahora parece que ha llegado el momento de tripitir.

Real y maravilloso

El 8 de diciembre de 1982, Gabriel García Márquez abrió su discurso del Nobel recordando a Pigafetta, el navegante florentino que al pasar por América escribió “una crónica rigurosa que, sin embargo, parece una aventura de la imaginación”.
García Márquez recordó también que en los cronistas de Indias ya se vislumbraban los “gérmenes” de lo que él llama “nuestras novelas”, es decir, las del ya viejo boom.
No deja de ser curioso que esos mismos viajeros del siglo XVI sean invocados también como remotos precedentes de la crónica periodística, un género que entró en la modernidad con los escritores del XIX (Martí, Darío) y en la posmodernidad de la mano de autores (Rodolfo Walsh, el propio García Márquez) que en los años cincuenta se adelantaron al nuevo periodismo estadounidense de los sesenta.
Esa es la genealogía que, sucintamente, trazan tanto Darío Jaramillo en el prólogo a su Antología de crónica latinoamericana actual como Jorge Carrión en el suyo para Mejor que ficción. La selección preparada por Jaramillo incluye 53 crónicas y, además, ocho textos teóricos que dan cuenta de uno de los deportes favoritos del cronista (o su condena): definir continuamente su oficio. Entre esas definiciones destaca una ya clásica de Juan Villoro: si el ensayo es un centauro, la crónica es un ornitorrinco construido con la capacidad narrativa de la novela, los datos del reportaje, el sentido dramático del cuento, la argumentación del ensayo y la primera persona de la autobiografía.
Villoro, mexicano, ocupa un lugar preferente en el “santoral” —el término es suyo— de Jaramillo junto al chileno Pedro Lemebel, el colombiano Alberto Salcedo Ramos, el peruano Julio Villanueva Chang y los argentinos Leila Guerriero y Martín Caparrós, para el que “la magia de una buena crónica consiste en conseguir que un lector se interese en una cuestión que, en principio, no le interesa en lo más mínimo”.
 En las páginas de la Antología esa cuestión puede ser Bob Dylan, un mago manco, uruguayos que se llaman Hitler, una cárcel mixta en Colombia o un local de intercambio de parejas en Barcelona. No inventar lo sorprendente sino descubrirlo, dice Salcedo Ramos. De lo real maravilloso a lo maravilloso real.
Como Darío Jaramillo, Jorge Carrión reconoce lo injusto de toda antología. Su prólogo —que también cita el ornitorrinco de Villoro— es un ensayo muy bien trabado que trata de mitigar la injusticia con 30 páginas de apéndice en forma de Diccionario abreviado de cronistas hispanoamericanos.
 Su selección (21 textos) comparte muchos nombres con la de Jaramillo (el santoral, Cristian Alarcón, Gabriela Wiener o Fabrizio Mejía Madrid, que acaba de publicar Días contados en Debate) y añade con acierto al puertorriqueño Edgardo Rodríguez Juliá (en las dos se echa de menos a Sergio González Rodríguez). Además, incluye autores españoles. Eso sí, tímidamente: Jordi Costa y Guillem Martínez.
Usar el criterio lingüístico y no el geográfico tiene todo el sentido, pero produce su propio centauro: un panorama cabal de la crónica escrita en América que no tiene su equivalente en el caso de la escrita en España pese a que se reconozca singularmente la importancia de un libro como Raval (Anagrama, 2000), firmado por Arcadi Espada, de la misma generación de Caparrós, Lemebel y Villoro. Lo pretenda o no, toda antología tiene algo de propuesta canónica: imposible no reparar en las ausencias.
 Como propuesta de lectura, no obstante, las dos selecciones son una buena entrada a un género al que solo la perezosa identificación entre narrativa y ficción se atrevería a llamar menor.

A veces las palabras sirven para algo


Nothomb
Amélie Nothomb fotografiada en París por Daniel Mordzinski.
“Ya ve, Melvin, tiene usted razón: su obesidad es su obra. Está usted en la onda de la modernidad artística. Hay que intervenir desde ahora mismo, ya que lo más apasionante de su iniciativa es tanto el proceso como el resultado. Para que los mandamases del body art le reconozcan como uno de los suyos, quizá también debería ir anotando todo lo que come (…) No se desanime. Piense en la obra, que es para el artista la única razón de existir. Cordialmente”.
Melvin es Melvin Mapple y la que escribe cordialmente, Amélie Nothomb. Ella, ya lo saben, es novelista y belga. Él es un soldado estadounidense en Irak. La guerra le gusta tan poco que como forma de sabotaje se dedica a comer. Hasta que no cabe en el carro de combate. Cuando se da cuenta de que se le ha ido la mano recurre a la escritora, que le propone que convierta su gordura en obra de arte. De eso habla Una forma de vida, la nueva novela de Amélie Nothomb (y van… 23 hay en la web de su editorial española; en el propio libro se habla de 65 manuscritos). La publicará Anagrama en marzo en traducción de Sergi Pàmies.
NothombPN800_GDe existir el género, la de Nothomb sería una novela con artista. De hecho, el soldado Mapple había intentado explotar su creatividad mucho antes de enrolarse en el ejército: se dio al alcohol para escribir como Bukowski, se dio a la carretera para hacerlo como Jack Kerouac, se dio a la pintura pero… “Catastrófico. El dripping no es tan fácil como parece”. Con el body art, sin embargo, está encantado. Él y sus compañeros de armas, que no tienen su misma “concepción estética” pero aplauden que Melvin la tenga: “Mi apodo es Body Art. Me encanta”.
Una forma de vida es una especie de cara B de El artista del hambre, de Kafka. De hecho, la novela (epistolar) se va volviendo cada vez más kafkiana. Con todo, es una muestra -delirante si se quiere- de las debilidades de la fama literaria y de la fuerza del arte para dar sentido a la vida. Signifique eso –arte, sentido- lo que signifique.
GonzálezTomásPeticionImagenCAT4P17GSerá por Arco o será por el sentido de la vida, pero ahora mismo hay en las mesas de novedades –signifique también eso lo que etcétera- otra novela con artista. Eso sí, en los antípodas de la de Nothomb. Se trata, ya dijimos algo sobre ella, de La luz difícil (Alfaguara), del colombiano Tomás González (a la izquierda, fotografiado por Juan Carlos Sierra). David, su protagonista, como Melvin, también tanteó antes de decidirse por la pintura. Escuchen:
“Lo que son las palabras. Ya había ensayado yo a escribir poesía y cuentos, cuando era muy joven, y no lo había hecho mal. En aquellos días parecía tener más aptitud para eso que para la pintura, pues me venía de familia, en la que había habido escritores. Y ahora que vuelvo a hacerlo después de tantos años me asombra otra vez lo dúctiles que son las palabras; lo mucho que por sí solas, o casi por sí solas, expresan lo ambiguo, lo transmutable, lo poco firme de las cosas. Son iguales al mundo: inestables como casa en llamas, como zarza ardiente. Todo eso sin dejar yo de añorar el olor del óleo o el polvillo del carboncillo al tacto, y sin dejar de extrañar la punzada, como la del amor, que se produce cuando uno siente que toca el infinito, capta la luz esquiva, la luz difícil, con un poco de aceite mezclado con polvillo de piedras y metales”.
LuzDifícilimagesCAZ0U275Si al personaje de Amélie Nothomb el arte le sirve de algo, al de Tomás González le sirve de bien poco. De consuelo tal vez. Anciano y medio ciego –“ahora escribo adivinando”-, el pintor de La luz difícil relata la noche en que su hijo, postrado desde que lo atropelló un coche, viaja a Portland para morir ayudado por un médico y acompañado solo de su hermano.
 Para no levantar sospechas. Complicado glosar una obra así. Baste decir que Tomás González sale airoso de un reto como ese. Atravesado por un humor seco que ataja cualquier exceso sentimental, su libro construye en 130 páginas un ambiente de insomnio y claustrofobia: “Era como si las palabras estuvieran perdiendo ya la capacidad de contener el tiempo, y yo de entenderlo, y los relojes de medirlo”. Como el padre de la novela, el lector se va haciendo todas las preguntas posibles: ¿qué hora será allí?, ¿habrá llegado?, ¿y si se arrepiente?
A veces, pese a todo, las palabras sirven para algo.

Por el Museo de la Ruina y por el arte de enumerar

Por el Museo de la Ruina y por el arte de enumerar

Por: | 15 de febrero de 2012
Ahora que el arte está otra vez desintegrándose y ya no se sabe, nunca se supo, quizá, dónde está su frontera, convendría escuchar a Isidoro Valcárcel Medina, que propone un Museo de la Ruina
. Es decir, un museo tan frágil, tan inconsistente, que ni siquiera aceptara visitantes, a no ser que a éstos no les importara perecer bajo el aliento de esa podredumbre.
Se lo escuché decir anoche a este artista murciano de 1937 que se ha distinguido siempre, antes y después de que lo señalaran con el Premio Nacional de Artes Plásticas de 2007, por destruir verbalmente y también artísticamente las convenciones más habituales de las artes avejentadas.
Valcárcel, que combina entre sus pasiones al antiguo filósofo Zenón y a Jean-Luc Godard, expuso esa teoría (línea y media, no dijo más) sobre el Museo de la Ruina en diálogo con Hans Ulrich Obrist, en la sala de Ivorypress, en Madrid, porque es esta editorial que construye y dirige Elena Ochoa Foster la que se ha atrevido a publicar, después de tres años de trabajo, el libro más insólito de la reciente historia de la bibliografía, Ilimit, del que es autor Isidoro.
Autor, pensador, diagramador, esteta de la repetición y también de lo insólito, ha hecho en este libro un manifiesto ilimitado de los riesgos y valores de la continuidad; continuidad de los parques, que diría Cortázar, continuidad de la mirada, que diría Borges, destrucción de lo habitual, que diría el propio artista.
El libro consta de nueve volúmenes, pues es un libro y es a la vez varios libros continuados e ilimutados. Enjuto, vestido con ropas oscuras, rodeada su cara pálida de ojos muy atentos y muy grandes, Isidoro explicó su tesis (la que está detrás de esta insólita publica) con pocas palabras, pero con mucho sentido del humor: es un libro normal, pero no es habitual.
Es un libro inhabitual, e ilimitado.
Se limita, en su contenido ilimitado, a la enumeración sencilla de las páginas de que consta, quinientas cada uno de los nueve volúmenes, en cada uno de los idiomas que él eligió aleatoriamente: español, latín, chino, japonés, y así hasta 58 lenguas.
La enumeración, naturalmente, es correlativa, de la página 1 a la página 6000.
Los detalles técnicos de la producción del libro lo convierten en un acontecimiento artístico y bibliográfico de primera magnitud, que en estos tiempos en que se augura el final del libro como objeto adquiere el carácter de metáfora o símbolo del tiempo de la prisa.
 Como resume la editorial que durante tres años ha acompañado al artista en su trayecto, "los libros han sido cosidos y encuadernados a mano en tela Saxon color gris neutro, con una madera de diez milímetros que abraza y protege el interior de cada volumen.
 El papel utilizado para la impresión del libro es Gmund 2/200 Creative System, nº 780, color 45, de 200 g/m2, producido por Büttenpapierfabrik Gmund. Cromotex ha realizado la composición de los textos. Los libros han sido impresos y encuadernados por Testimonio compañía editorial".
Isidoro Valcárcel habló de ese gesto, aunque muchas veces dijo que prefería el silencio, o la risa, y a ello nos invitaba a los que estábamos en el público, con Hans Ulrich Obrist, suizo de Zurich (1968) que es codirector de la Serpentine Gallery de Londres, uno de los iconos del arte en el mundo.
 Con un idioma en el que (como en los nueve volúmenes) se mezclaban las lenguas (el inglés, el italiano, el español), Orbist logró sacar a Valcárcel del mutismo conceptual que adorna su vocabulario y su filosofía, así que en algún momento de la conversación pude sentir que entre el libro y el hombre se producía una síntesis que a la vez inquietaba y daba paz, como si uno estuviera entrando en un terreno en el que lo que estaban viendo, u oyendo, era mucho más que lo que materialmente se veía o se escuchaba
.Era una reflexión audaz sobre lo que Lewis Carroll dejó escrito: de qué color es la luz de una vela cuando está apagada.
Luego estuve viendo el libro (los nueve volúmenes); adentrándose en esa geografía de la repetición uno puede imaginar, es cierto, qué es lo que se siente, y es tan fascinante, cuando cuenta las olas del mar o cuando mira el fuego y el fulgor de su repetición te calma.
 Esto también da paz.
 Como un museo, aunque esté en ruinas.