El 8 de diciembre de 1982, Gabriel García Márquez abrió su discurso del Nobel recordando a Pigafetta, el navegante florentino que al pasar por América escribió “una crónica rigurosa que, sin embargo, parece una aventura de la imaginación”.
García Márquez recordó también que en los cronistas de Indias ya se vislumbraban los “gérmenes” de lo que él llama “nuestras novelas”, es decir, las del ya viejo boom.
No deja de ser curioso que esos mismos viajeros del siglo XVI sean invocados también como remotos precedentes de la crónica periodística, un género que entró en la modernidad con los escritores del XIX (Martí, Darío) y en la posmodernidad de la mano de autores (Rodolfo Walsh, el propio García Márquez) que en los años cincuenta se adelantaron al nuevo periodismo estadounidense de los sesenta.
Esa es la genealogía que, sucintamente, trazan tanto Darío Jaramillo en el prólogo a su Antología de crónica latinoamericana actual como Jorge Carrión en el suyo para Mejor que ficción. La selección preparada por Jaramillo incluye 53 crónicas y, además, ocho textos teóricos que dan cuenta de uno de los deportes favoritos del cronista (o su condena): definir continuamente su oficio. Entre esas definiciones destaca una ya clásica de Juan Villoro: si el ensayo es un centauro, la crónica es un ornitorrinco construido con la capacidad narrativa de la novela, los datos del reportaje, el sentido dramático del cuento, la argumentación del ensayo y la primera persona de la autobiografía.
Villoro, mexicano, ocupa un lugar preferente en el “santoral” —el término es suyo— de Jaramillo junto al chileno Pedro Lemebel, el colombiano Alberto Salcedo Ramos, el peruano Julio Villanueva Chang y los argentinos Leila Guerriero y Martín Caparrós, para el que “la magia de una buena crónica consiste en conseguir que un lector se interese en una cuestión que, en principio, no le interesa en lo más mínimo”.
En las páginas de la Antología esa cuestión puede ser Bob Dylan, un mago manco, uruguayos que se llaman Hitler, una cárcel mixta en Colombia o un local de intercambio de parejas en Barcelona. No inventar lo sorprendente sino descubrirlo, dice Salcedo Ramos. De lo real maravilloso a lo maravilloso real.
Como Darío Jaramillo, Jorge Carrión reconoce lo injusto de toda antología. Su prólogo —que también cita el ornitorrinco de Villoro— es un ensayo muy bien trabado que trata de mitigar la injusticia con 30 páginas de apéndice en forma de Diccionario abreviado de cronistas hispanoamericanos.
Su selección (21 textos) comparte muchos nombres con la de Jaramillo (el santoral, Cristian Alarcón, Gabriela Wiener o Fabrizio Mejía Madrid, que acaba de publicar Días contados en Debate) y añade con acierto al puertorriqueño Edgardo Rodríguez Juliá (en las dos se echa de menos a Sergio González Rodríguez). Además, incluye autores españoles. Eso sí, tímidamente: Jordi Costa y Guillem Martínez.
Usar el criterio lingüístico y no el geográfico tiene todo el sentido, pero produce su propio centauro: un panorama cabal de la crónica escrita en América que no tiene su equivalente en el caso de la escrita en España pese a que se reconozca singularmente la importancia de un libro como Raval (Anagrama, 2000), firmado por Arcadi Espada, de la misma generación de Caparrós, Lemebel y Villoro. Lo pretenda o no, toda antología tiene algo de propuesta canónica: imposible no reparar en las ausencias.
Como propuesta de lectura, no obstante, las dos selecciones son una buena entrada a un género al que solo la perezosa identificación entre narrativa y ficción se atrevería a llamar menor.
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