Fue ayer el día de los nombres propios.
Antes de ir a la presentación de Lugares que no quiero compartir con nadie, de Elvira Lindo, Seix Barral, la actualidad subrayó dos nombres propios. Nicanor Parra, José Luis Gómez.
Ganó el Cervantes el poeta chileno Nicanor Parra, cuyo nombre deambuló por las alfombras de ese galardón durante una década al menos. Un hombre que tacha y construye, un poeta que es además una playa y una colina; un Quevedo de la cordillera y del mar, y también un Góngora. Su risa es la risa de una literatura que no se casa con nadie. Reconforta oírle, tan telúrico y marino
. En un tiempo de tanto nombre que pasa y deja una brisa de ceniza da gusto escuchar este nombre que es al tiempo uva y dulce espolvoreado. Por cierto, mi amigo Patxo Unzueta cumplió años y trajo al periódico Nicanores, que durante años fueron mis dulces favoritos. Me comí uno, y esta mañana he visto que subí de peso.
Almorcé con David Trueba, entre otros. Inteligente amigo, de los más. Siempre me recuerda a Azcona, y juntos recordamos a Azcona. Por la tarde vi en elpais.com que iba, con su película Madrid 1987 (qué verano, lo del verano lo añado yo), al festival Sundance. ¿Por qué no me lo dijo? Porque habla poco de sí mismo David Trueba, como aquel maestro que acabo de citar. Cuando llegué a la presentación del libro de Elvira me encontré con un actor al que aprecio mucho, Miguel Rellán, de quien vi hace poco, en un hotel de Marsella, El Crack, la gran película de Garci que él engrandece. Pues me llamó aparte y me dijo algo que en seguida anoto. Me dijo: "Siempre dices que el Goya que le dieron a Rafael Azcona se lo entregó José Luis García Sánchez. Y me duele. Porque quien lo recogió fui yo. Lo entregaron José Cuerda y Luis G. Berlanga. Y para mi aquello fue muy emocionante, que Rafael me lo encargara". Ahí queda la rectificación, no se me olvidará si lo he de decir otra vez.
Lo diré otra vez, pues ahora estoy terminando unas nuevas memorias, El diario de un día, continuación de Egos revueltos. Me preguntó mi amigo Manuel Rodríguez Rivero qué estaba haciendo, al llegar a la presentación de Elvira. Y le dije que eso, que estaba escribiendo ese libro. Y prometí enviárselo, porque tengo muy en cuenta lo que piensa de los libros de memorias, en los que se fija con su bien contrastada inteligencia lectora. Me dijo que estaba leyendo Escaramuzas, de Antonio Martínez Sarrión, y aguardo con mucho interés su juicio.
Y la presentación. Presentó Elvira con Tony Garrido, que dirige el programa Asuntos propios, de Radio Nacional de España, donde Elvira habla los martes (a las cuatro, convocó Garrido). El libro ya lo conocen: Lugares que no quiero compartir con nadie. Es la excursión sentimental, interior, secreta porque es propia, de Nueva York, donde Elvira vive, yendo y viniendo, desde hace muchos años. Es un libro que es la vez una casa, un café, un museo, una cueva y un puente, además de una iglesia, un parque, una fruta, un chocolate, y, en total, miles de historias que ella cuenta, y contó con Tony, como si estuviera escribiendo otro libro mientras hablaba.
Fue en la librería La buena vida, la buena librería de un hermano de David Trueba.
Me fui antes de tiempo, me esperaban en una radio para hablar de fútbol.
En la puerta de la librería me encontré con Antonio Muñoz Molina, el marido de Elvira; venía, seguramente, de votar en la Academia, donde (y he aquí otro de los nombres propios de ayer) donde eligieron, como sucesor de Francisco Ayala en la letra Z, al actor José Luis Gómez.
Me llamó Gómez por la tarde, con el temblor de la noticia posible y por tanto inédita. Me alegra mucho; es un gran actor, un artista, un ser humano que une a la duda de Marsillach el humor creativo, es decir, decisivo, indesmayable, de gente como Fernando Fernán Gómez o el propio Marsillach, y es bueno que esté ahí, ensayando sus informes para la Academia, en estos tiempos tan kafkianos (como siempre fueron los tiempos).
Volví a casa, con cierta melancolía. ¿Por qué? Quizá lo cuente en El diario de un día. Ahpra me acabo de tomar un descafeinado, llueve y la melancolía es como la ropa que uno se va poniendo mientras el cielo gris cae como una mano que viene de la playa. Y punto final.