El ministro sin pelos en la lengua
El paso del escritor por Cultura estuvo marcado por la libertad de sus juicios y sus enfrentamientos con Cela y el cine
Nombrar ministro a un escritor tiene sus riesgos. La dialéctica de los literatos es ajena a la de los políticos. Chirría. Quizás Felipe González fue consciente de ello cuando propuso el cargo a Jorge Semprún entre 1988 y 1991. Su mandato al frente de Cultura estuvo marcado por logros que han perdurado -como la firma del acuerdo con el barón Thyssen para la creación del museo, o la negociación del legado Dalí-, pero también por enfrentamientos con escritores, cineastas, creadores y miembros del PSOE a quienes no le dolían prendas en criticar.
No rehuyó los debates con Pilar Miró ni con Alfonso Guerra
Su apoyo a la primera guerra del Golfo fue todo un motivo de disputa
Desde Camilo José Cela a Pilar Miró, pasando por Alfonso Guerra, a quién atacó en su libro Federico Sánchez se despide de ustedes, las polémicas fueron intensas. La huelga general de 1988 y la primera guerra del Golfo le abrieron varios frentes.
Polémicas que hoy perduran, como la tradicional con el mundo del cine. Y otras también imposibles de regatear, como los humos de un Camilo José Cela envalentonado con el Nobel y despectivo con otros premios como el Cervantes, que se le resistía.
En ninguno de los casos Semprún rehuyó los debates.
Con Cela todo subió de tono cuando el galardón de las letras españolas posterior a su coronación en Suecia fue a parar a Augusto Roa Bastos.
El criterio de Semprún, aparte de no acudir a la entrega en Estocolmo como ministro, fue intentar poner freno a las presiones. Resultó desagradable.
A muchos sectores les parecía intolerable que alguien que hubiese recibido el Nobel no contara con el Cervantes.
Cela azuzaba: "Cabeza de chorlito", "joven sentimental", "ministro de propaganda...". El enfrentamiento obligó a tomar decisiones políticas importantes. Semprún decidió que el ministro no volvería a formar parte del jurado que otorgaba el premio.
Tampoco el cine pasó inadvertido en su etapa. Ni el cine, ni mucho menos los cineastas. Porque lo más duro se lo llevó Pilar Miró y no por ser parte del mundillo, sino como directora de Radiotelevisión Española.
Muy celosa de lo que consideraba independencia se negó a aceptar una invitación para reunirse con él.
Para el escritor-ministro, RTVE era "un monstruo irracional donde los amigos pueden salir cuando quieren y los enemigos, nunca".
Y su responsable de entonces, una persona que "jamás ha distinguido lo público de lo privado porque ha entrado a saco en la vida".
Todo tenía una explicación. El director general de Cine, Fernando Méndez Leite, había dimitido de su cargo por enfrentamientos con el ministro, y Miró amparaba sus declaraciones desde el ente. Semprún le acusó de repartir subvenciones por amiguismo, lo que le hizo salir y atacar su gestión. Semprún no se cortó: "Lo explica todo mal y miente. Ha vaciado las arcas del ministerio con el sistema de dar dinero a todo el mundo, sobre todo a los amigos, y ahora, cuando vamos a hacer la reforma, dimite".
Prietas las filas, Semprún se ganó el odio eterno del mundo del cine.
Pero tampoco les hacía mucha gracia a algunos sectores de la intelectualidad y la política. La primera guerra del Golfo fue todo un motivo de disputa. Semprún la defendió -"es una guerra justificada y necesaria", dijo- y cosechó odio eterno por parte de los sectores más pacifistas unidos en plataformas como el Foro de Escritores contra la Guerra. Manuel Vázquez Montalbán, Antonio Elorza, Antonio Muñoz Molina, Torrente Ballester o García Hortelano formaban parte del mismo.
Los manifiestos se multiplicaron. Firmados por cargos como los directores generales de Bellas Artes y del Libro.
Otros dimitían en apoyo a estos.
La guerra del Golfo produjo también dimisiones en cadena dentro del ministerio.
Los sindicatos tampoco le dejaron indiferente.
Con motivo de la huelga general de 1988 repartió cera a los líderes de UGT y CC OO, Nicolás Redondo y Antonio Gutiérrez.
"No son más que portavoces de intereses burocráticos, defienden a los instalados en la burocracia obrera, no a toda la clase trabajadora".
El debate no era, según Semprún, entre el PSOE y los sindicatos, sino que debía centrarse en la sociedad buscada: "Con más justicia y menos Marbella. No se puede cambiar la economía de mercado, pero hay que lavarle la cara, limpiarla de parásitos".