Conocí a Jorge Semprún muy tarde en la vida, y hablé con él por primera vez un rato largo, me parece, cuando ya era ministro de Cultura del Gobierno de Felipe González. Era un mito, por su clandestinidad como Federico Sánchez, cuyo brillo en España había dejado en sombras su tiempo como resistente contra el nazismo en Francia, así como su época como preso en el campo de concentración de Buchenwald.
En esa primera ocasión en que hablé con él, Semprún recibía a Juan García Hortelano, su amigo de otros tiempos y también de ahora. Íbamos a ver a Semprún porque Juan le quería proponer que el ministerio ayudara a Gabriel Celaya, que en ese momento estaba pasando por una situación angustiosa.
Hablaron como colegas y como compañeros, de vez en cuando se ponían de pie, reían, Semprún tomaba a Juan del hombro, le refería anécdotas de la clandestinidad, cuando Federico Sánchez vivía frente al ministerio donde trabajaba Juan, en la casa del poeta Ángel González, compañero de oficina del propio García Hortelano.
Eran dos personas, Juan y Jorge, que en ese momento hablaban como amigos que fueron y que seguían siendo, preocupados ambos en ese momento por otro escritor, de otra generación, que también, como ellos, había vivido las consecuencias del fascismo en Europa.
De pronto, Juan era allí un ciudadano de un país que ya vivía en democracia, ante un ministro que había sido comunista y clandestino en la dictadura, y además un hombre condenado en las mazmorras siniestras de Hitler. Tengo muy nítido en mi memoria ese encuentro; Semprún se acababa de cortar el pelo, llevaba una de esas chaquetas de pata de gallo que entonces seguían siendo tan habituales en los hombres de su edad, y Juan llevaba una casaca marrón, que era también parte de su vestimenta habitual.
Semprún tenía el pelo ya prácticamente blanco, y sobre sus hombros habían caído algunos restos del pelado.
Era una imagen ciertamente poderosa para un joven que nació después de la guerra, vivió también bajo el franquismo, pero no pudo saber, era imposible, la gravedad física, el dolor verdadero, que para esas otras generaciones, la de Celaya, la de Semprún y Hortelano, había supuesto el centro mismo de la maldad del siglo.
Allí estaban, Juan y Jorge, viviendo otro tiempo que en este momento es más pasado a nuestra espalda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario