Iba yo tan tranquilo con mi sombra
por concurridas calles donde un calidoscopio
mostraba sin tapujos toda la variedad de las miradas
y pasos de los seres que habitamos
el mundo tal cual es.
Yo le hablaba a mi sombra igual que un viejo ciego
que aconseja y explota al lazarillo
con recomendaciones impagables
sobre las estrategias más valiosas
del arte de vivir.
Ella andaba callada y sigilosa
moviendo con soltura su cabeza en todas direcciones,
haciendo que escuchaba, asintiendo y, a veces,
comprobando alentada que el sol seguía en el cielo.
En un enorme parque, algo cansado,
di a mi cuerpo un respiro
no fuera a ser que el corazón ajado
habilitara un final prematuro a aquella historia.
Cuando miré hacia el suelo vi asombrado
cómo mi aviesa sombra se ocultaba
detrás de inadvertidos matorrales.
Me restregué los ojos por si fuera
una estrella que estaba dislocada
buscando referencias de los suyos.
Ya a una cierta distancia y entre risas
escuché que la sombra me imprecaba
dejándome plantado para siempre
y advirtiendo que nunca, nunca, nunca
volveríamos a vernos.
Yo le maldije su arrogancia altiva
y aún tuve tiempo de vengarme un poco
cuando por un momento aquella nube
la dejó allí, desnuda e imperceptible,
implorando la luz.