El estado de salud del productor Paco Marsó, de 63 años, sigue siendo crítico. Su ex mujer Concha Velasco ha estado en Málaga donde se encuentra ingresado desde que el pasado viernes sufrió una hemorragia cerebral que le mantiene en coma.
"Ya no hay solución'', dijo, tras explicar que Marsó no se va a recuperar. La actriz señaló que el mayor dolor es el de los hijos porque ''se va a morir su padre (...) Estamos destrozados, sobre todo ellos''. Velasco dio las gracias los médicos "maravillosos" que atienden al productor y precisó que no le guarda rencor al padre de sus hijos. "Prefiero quedarse con la imagen del hombre al que quise".
La pareja se separó hace cinco años y durante este tiempo los problemas de la pareja se airearon en diversos programas de televisión. La actriz, sin embargo, ha declarado que sigue "queriendo mucho" a Marsó, padre de sus dos hijos: Manuel y Paco.
Marsó, además, tiene una hija, Diana Patricia, de una primera relación y otra de un año de su última pareja, Diosi, una mujer cubana que tras romper con él se llevó la pequeña a su país, pero antes se paseó por los platós contando sus desavenencias con el productor.
El productor sufría desde hace años una dolencia de corazón, pero a lo que se enfrenta ahora es a una hemorragia cerebral.
4 nov 2010
Media parte DAVID TRUEBA
Sería tan necio pensar que estas elecciones de medio mandato han terminado con Barack Obama como concluir que la derrota californiana sobre la legalización de la marihuana significa que ya nadie la quiere fumar.
Obama, a su manera, es un paliativo. Y como tal, solo funciona cuando la presión es extrema.
Las elecciones al Senado y al Congreso representan para los americanos una forma de castigo al Gobierno, de compensación política.
Lo saborearon desde Reagan a Clinton.
Si usted pone la televisión y ve a una familia blanca contra el suelo y una zapatilla que les pisa la espalda aplastándoles, no se asuste. No es un masaje masoquista, es la campaña electoral norteamericana. En eso consistía uno de los anuncios, en este caso contra la senadora demócrata Pat Murray.
La gente aplastada y la voz en off: "Dile a tu senadora que deje de pisotearte". La profundidad del mensaje es la de un charco seco. En ataques de este calado se han gastado más de 3.000 millones de dólares.
Solo en California, Meg Whitman dedicó más de 160 millones para perder. A nadie le importa el rastro perverso de tanto dinero. Iniciativas como American Crossroads, que lidera Karl Rove, fontanero mediático de Bush, han recaudado millones de dólares para las candidaturas afines.
Es la campaña electoral agria, inflada de dinero, que deja a la democracia más significativa del planeta con el rostro tiznado de suciedad. Ahora viene el lavado de cara, los grupos de presión bajo el guante blanco senatorial.
Si las presidenciales fueron la eclosión de Facebook, estas elecciones han consagrado a Twitter como la plataforma mediática más eficaz tras la televisión, con sus tertulias inflamadas y sus anuncios como puñetazos. Twitter significa gorgojeo, porque los mensajes llegan con un piar febril. Por más que a Vargas Llosa le parezcan simpáticos agitadores liberales, los mensajes del Tea Party triunfan en su brevedad y concisión, despertando la corriente más palurda del patriotismo norteamericano.
Los literatos del reaganismo sintetizaron la doctrina: "El Gobierno no es la solución, es el problema". No se oyó esta frase cuando Bush inyectó millones de dinero público al poder financiero. Se rescató para sacudir a Obama, que se va al vestuario en la media parte con las espinillas molidas a patadas.
Obama, a su manera, es un paliativo. Y como tal, solo funciona cuando la presión es extrema.
Las elecciones al Senado y al Congreso representan para los americanos una forma de castigo al Gobierno, de compensación política.
Lo saborearon desde Reagan a Clinton.
Si usted pone la televisión y ve a una familia blanca contra el suelo y una zapatilla que les pisa la espalda aplastándoles, no se asuste. No es un masaje masoquista, es la campaña electoral norteamericana. En eso consistía uno de los anuncios, en este caso contra la senadora demócrata Pat Murray.
La gente aplastada y la voz en off: "Dile a tu senadora que deje de pisotearte". La profundidad del mensaje es la de un charco seco. En ataques de este calado se han gastado más de 3.000 millones de dólares.
Solo en California, Meg Whitman dedicó más de 160 millones para perder. A nadie le importa el rastro perverso de tanto dinero. Iniciativas como American Crossroads, que lidera Karl Rove, fontanero mediático de Bush, han recaudado millones de dólares para las candidaturas afines.
Es la campaña electoral agria, inflada de dinero, que deja a la democracia más significativa del planeta con el rostro tiznado de suciedad. Ahora viene el lavado de cara, los grupos de presión bajo el guante blanco senatorial.
Si las presidenciales fueron la eclosión de Facebook, estas elecciones han consagrado a Twitter como la plataforma mediática más eficaz tras la televisión, con sus tertulias inflamadas y sus anuncios como puñetazos. Twitter significa gorgojeo, porque los mensajes llegan con un piar febril. Por más que a Vargas Llosa le parezcan simpáticos agitadores liberales, los mensajes del Tea Party triunfan en su brevedad y concisión, despertando la corriente más palurda del patriotismo norteamericano.
Los literatos del reaganismo sintetizaron la doctrina: "El Gobierno no es la solución, es el problema". No se oyó esta frase cuando Bush inyectó millones de dinero público al poder financiero. Se rescató para sacudir a Obama, que se va al vestuario en la media parte con las espinillas molidas a patadas.
El "terror feliz" de un premio NobelMario Vargas Llosa presenta en sociedad su nueva novela, 'El sueño del celta'
Durante el invierno de 1885, catorce países, ninguno de ellos africano, se reunieron en Berlín para repartirse África. Entonces se decidió regalar el Estado Libre del Congo a Leopoldo II, rey de los belgas. Más de dos millones y medio de kilómetros cuadrados de tierra rica en caucho -85 veces el tamaño de Bélgica- fueron a parar a un hombre que había creado un aparato de propaganda para venderse a sí mismo como el redentor de un país al que pretendía sacar del atraso del canibalismo usando la rutilante fórmula de la letra ce: cristianismo, civilización y comercio.
El autor confiesa que vive "un incómodo" desequilibrio desde que ganó el Nobel
Un año antes, un joven idealista norirlandés llamado Roger Casement había acompañado al Congo al explorador Stanley, un mito de su infancia.
A su lado descubrió que lo que los europeos habían llevado a África era un repertorio impune de compra y venta de seres humanos, explotación, violaciones, tortura y mutilaciones. Aquella experiencia y otra similar en la Amazonía peruana sirvieron a Casement para redactar dos informes que lo convierten en uno de los primeros europeos en denunciar las atrocidades del colonialismo.
Las casi 900 personas que recibieron ayer con un aplauso cerrado a Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) en los Teatros del Canal de Madrid escucharon en silencio al último premio Nobel de literatura, en conversación con Iñaki Gabilondo, hablar de su fascinación por Casement, un personaje real convertido en el protagonista absoluto de El sueño del celta (Alfaguara), la novela que tenía en la imprenta cuando hace casi un mes recibió en Nueva York la noticia del galardón.
Cuando Gabilondo le recordó el silencio literario al que los compromisos del premio habían conducido a muchos de los galardonados, el novelista peruano parafraseó a su maestro Flaubert -"Escribir es mi manera de vivir"- y añadió: "A la hora en que me encierro a escribir no hay Nobel que valga, empiezo a morirme de miedo y de inseguridad, también de placer. La escritura es un terror feliz".
Desde que recibió la madrugadora llamada del secretario de la Academia Sueca, los horarios de trabajo del escritor han saltado por los aires. Además Vargas Llosa confesó ayer que vive "un incómodo desequilibrio" desde que ganó el premio, con apenas dos o tres horas de sueño y problemas para trabajar, producto del acoso mediático. Ayer, pasado el mediodía, el escritor entraba en el auditorio de la Casa de América: allí le esperaban 200 reporteros que rompieron a aplaudir cuando le vieron.
"El mundo ha repetido su visita a Vargas Llosa", dijo Pilar Reyes, directora de la editorial Alfaguara, recordando las horas neoyorquinas que siguieron al anuncio del galardón. El sueño del celta llega a las librerías con una tirada de medio millón de ejemplares (la mitad distribuidos en España) que ayer mismo desembarcaron en 17 países de habla hispana, Estados Unidos incluido. Veintidós editores extranjeros trabajan ya en la traducción de la nueva obra de un clásico vivo que el próximo 10 de diciembre recibirá su premio en Estocolmo.
Después de contar que el anuncio del premio había interrumpido la redacción de La civilización del espectáculo, el ensayo en el que estaba trabajando cuando se levantó el "torbellino sueco", Vargas Llosa respondió a todo lo que le preguntaron pero guardó silencio sobre su discurso de recepción del Nobel. "Voy a guardar el secreto", dijo. Eso sí, aunque lleva cerca de un mes con la cabeza en las nubes no ha despegado los pies del suelo: "Nunca estuvo entre mis aspiraciones literarias ganar el Premio Nobel. Mis ambiciones eran mayores: yo quería escribir buenas novelas", afirmó ayer. "Mi ambición era que mis libros se leyeran como yo leía los libros que me cambiaron la vida".
Uno de ellos fue El corazón de las tinieblas, y en una biografía de su autor, Joseph Conrad, Vargas Llosa se topó con la fascinante figura de Roger Casement. Diplomático británico nacido en el Ulster, su conversión al nacionalismo irlandés tras la experiencia africana le llevó a conspirar con Alemania durante la I Guerra Mundial para impulsar la independencia de Irlanda. Aquella conspiración dio con sus huesos en una cárcel de Londres. "Fue un gran héroe moderno", le dijo Vargas Llosa a Gabilondo.
Hoy apenas nadie lo recuerda ni en África ni en Perú. El escritor lo comprobó cuando viajó a los escenarios de su novela. Comprobó también que buena parte de la situación actual del Congo viene de aquella "vertiginosa brutalidad" de hace cien años. Cuando el escritor viajó a aquel país para documentarse escribió también un reportaje que El País Semanal publicó en enero de 2009. Ayer recordó la que sería primera escena de aquel artículo: un campo para miles, de refugiados y el desgarrador aviso del doctor Tharcisse: "Lo peor no es esto, lo peor son las violaciones. Matan a más mujeres que el cólera, la fiebre amarilla y la malaria".
El autor confiesa que vive "un incómodo" desequilibrio desde que ganó el Nobel
Un año antes, un joven idealista norirlandés llamado Roger Casement había acompañado al Congo al explorador Stanley, un mito de su infancia.
A su lado descubrió que lo que los europeos habían llevado a África era un repertorio impune de compra y venta de seres humanos, explotación, violaciones, tortura y mutilaciones. Aquella experiencia y otra similar en la Amazonía peruana sirvieron a Casement para redactar dos informes que lo convierten en uno de los primeros europeos en denunciar las atrocidades del colonialismo.
Las casi 900 personas que recibieron ayer con un aplauso cerrado a Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) en los Teatros del Canal de Madrid escucharon en silencio al último premio Nobel de literatura, en conversación con Iñaki Gabilondo, hablar de su fascinación por Casement, un personaje real convertido en el protagonista absoluto de El sueño del celta (Alfaguara), la novela que tenía en la imprenta cuando hace casi un mes recibió en Nueva York la noticia del galardón.
Cuando Gabilondo le recordó el silencio literario al que los compromisos del premio habían conducido a muchos de los galardonados, el novelista peruano parafraseó a su maestro Flaubert -"Escribir es mi manera de vivir"- y añadió: "A la hora en que me encierro a escribir no hay Nobel que valga, empiezo a morirme de miedo y de inseguridad, también de placer. La escritura es un terror feliz".
Desde que recibió la madrugadora llamada del secretario de la Academia Sueca, los horarios de trabajo del escritor han saltado por los aires. Además Vargas Llosa confesó ayer que vive "un incómodo desequilibrio" desde que ganó el premio, con apenas dos o tres horas de sueño y problemas para trabajar, producto del acoso mediático. Ayer, pasado el mediodía, el escritor entraba en el auditorio de la Casa de América: allí le esperaban 200 reporteros que rompieron a aplaudir cuando le vieron.
"El mundo ha repetido su visita a Vargas Llosa", dijo Pilar Reyes, directora de la editorial Alfaguara, recordando las horas neoyorquinas que siguieron al anuncio del galardón. El sueño del celta llega a las librerías con una tirada de medio millón de ejemplares (la mitad distribuidos en España) que ayer mismo desembarcaron en 17 países de habla hispana, Estados Unidos incluido. Veintidós editores extranjeros trabajan ya en la traducción de la nueva obra de un clásico vivo que el próximo 10 de diciembre recibirá su premio en Estocolmo.
Después de contar que el anuncio del premio había interrumpido la redacción de La civilización del espectáculo, el ensayo en el que estaba trabajando cuando se levantó el "torbellino sueco", Vargas Llosa respondió a todo lo que le preguntaron pero guardó silencio sobre su discurso de recepción del Nobel. "Voy a guardar el secreto", dijo. Eso sí, aunque lleva cerca de un mes con la cabeza en las nubes no ha despegado los pies del suelo: "Nunca estuvo entre mis aspiraciones literarias ganar el Premio Nobel. Mis ambiciones eran mayores: yo quería escribir buenas novelas", afirmó ayer. "Mi ambición era que mis libros se leyeran como yo leía los libros que me cambiaron la vida".
Uno de ellos fue El corazón de las tinieblas, y en una biografía de su autor, Joseph Conrad, Vargas Llosa se topó con la fascinante figura de Roger Casement. Diplomático británico nacido en el Ulster, su conversión al nacionalismo irlandés tras la experiencia africana le llevó a conspirar con Alemania durante la I Guerra Mundial para impulsar la independencia de Irlanda. Aquella conspiración dio con sus huesos en una cárcel de Londres. "Fue un gran héroe moderno", le dijo Vargas Llosa a Gabilondo.
Hoy apenas nadie lo recuerda ni en África ni en Perú. El escritor lo comprobó cuando viajó a los escenarios de su novela. Comprobó también que buena parte de la situación actual del Congo viene de aquella "vertiginosa brutalidad" de hace cien años. Cuando el escritor viajó a aquel país para documentarse escribió también un reportaje que El País Semanal publicó en enero de 2009. Ayer recordó la que sería primera escena de aquel artículo: un campo para miles, de refugiados y el desgarrador aviso del doctor Tharcisse: "Lo peor no es esto, lo peor son las violaciones. Matan a más mujeres que el cólera, la fiebre amarilla y la malaria".
Rubens superstar
El Museo del Prado exhibe hasta el 23 de enero 90 cuadros de la colección que posee del pintor de Amberes, la mayor representación en mundo del artista más admirado de su época .
Lo primero que sorprende es el montaje: 90 cuadros en sólo dos salas. Entre uno y otro, apenas un palmo de distancia, en una secuencia casi cinematográfica en la que a una obra de varios metros le sigue otra de unos pocos centímetros.
El orden cronológico elegido para la muestra lleva al visitante desde 1603 hasta 1639, es decir, desde el Retrato ecuestre del duque de Lerma hasta Perseo liberando a Andrómeda. Todos salieron de la cabeza y del taller de Pedro Pablo Rubens (1577-1640), muchos también de sus propias manos.
El Prado, que suele exhibir alrededor de 70 piezas de las poco más de 90 que atesora, es el museo del mundo más obras posee del pintor de Amberes. Es muchísimo, pero no es ni la décima parte de la producción de un artista del que se conservan 1500 obras.
Rubens, al que Lope de Vega llamó "el nuevo Tiziano", y al que los historiadores han comparado con el mismísimo Homero, fue el pintor más admirado de su época, un modelo de "profesional" para sus propios colegas -empezando por Van Dyck, discípulo directo suyo-, una verdadera estrella que hablaba seis idiomas, trabajó para las principales coronas europeas y que, más allá de su irrepetible papel como artista, ejerció como diplomático -llegó a negociar un tratado de paz entre Inglaterra y España-, coleccionista y gran erudito en asuntos de la Antigüedad.
Aunque no hubiera pintado un solo cuadro tendría un destacado lugar en los anales de la cultura occidental.
Con todo, como explica Alejandro Vergara, conservador jefe de pintura flamenca del Prado y comisario de la muestra, la consideración actual de Rubens no está a la altura de la que tuvo entre sus contemporáneos. De ahí la pertinencia de ponerlo, todo entero, ante los ojos del público. "Muy pocos artistas han conseguido transmitir una versión exaltada de la vida de una forma tan persuasiva o nos ayudan tanto a acercarnos a un ideal de excelencia humano", afirma Vergara. Mucho más, pues, que "mujeres gordas desnudas". No hay más que ver la contundente (y sorprendentemente sobria) serie de apóstoles que se ve en una de las salas o las delicadísimas escenas de paisajes con ninfas y sátiros que se exhibe en la otra, la más centrada en la mitología, el tema más popular de alguien que fue también un consumado paisajista y un dibujante compulsivo.
Pero la exposición que se abre mañana al público es, además de una explosión de vitalidad y talento, color y carne, la historia de la relación de Rubens con el rey Felipe IV de España, que a finales de la década de 1630 se convirtió en coleccionista obsesivo de su obra, una obsesión de la que ahora se aprovechan los visitante del Prado y que se prolongó más allá de la muerte del genio flamenco.
Poco después de la desaparición del artista, el monarca español -que, no se olvide, tenía a Velázquez como pintor de la corte- compró a sus herederos 15 nuevos cuadros, entre ellos, uno de los más emblemáticos, Las tres gracias. Rubens "superstar" reina en el Prado.
Lo primero que sorprende es el montaje: 90 cuadros en sólo dos salas. Entre uno y otro, apenas un palmo de distancia, en una secuencia casi cinematográfica en la que a una obra de varios metros le sigue otra de unos pocos centímetros.
El orden cronológico elegido para la muestra lleva al visitante desde 1603 hasta 1639, es decir, desde el Retrato ecuestre del duque de Lerma hasta Perseo liberando a Andrómeda. Todos salieron de la cabeza y del taller de Pedro Pablo Rubens (1577-1640), muchos también de sus propias manos.
El Prado, que suele exhibir alrededor de 70 piezas de las poco más de 90 que atesora, es el museo del mundo más obras posee del pintor de Amberes. Es muchísimo, pero no es ni la décima parte de la producción de un artista del que se conservan 1500 obras.
Rubens, al que Lope de Vega llamó "el nuevo Tiziano", y al que los historiadores han comparado con el mismísimo Homero, fue el pintor más admirado de su época, un modelo de "profesional" para sus propios colegas -empezando por Van Dyck, discípulo directo suyo-, una verdadera estrella que hablaba seis idiomas, trabajó para las principales coronas europeas y que, más allá de su irrepetible papel como artista, ejerció como diplomático -llegó a negociar un tratado de paz entre Inglaterra y España-, coleccionista y gran erudito en asuntos de la Antigüedad.
Aunque no hubiera pintado un solo cuadro tendría un destacado lugar en los anales de la cultura occidental.
Con todo, como explica Alejandro Vergara, conservador jefe de pintura flamenca del Prado y comisario de la muestra, la consideración actual de Rubens no está a la altura de la que tuvo entre sus contemporáneos. De ahí la pertinencia de ponerlo, todo entero, ante los ojos del público. "Muy pocos artistas han conseguido transmitir una versión exaltada de la vida de una forma tan persuasiva o nos ayudan tanto a acercarnos a un ideal de excelencia humano", afirma Vergara. Mucho más, pues, que "mujeres gordas desnudas". No hay más que ver la contundente (y sorprendentemente sobria) serie de apóstoles que se ve en una de las salas o las delicadísimas escenas de paisajes con ninfas y sátiros que se exhibe en la otra, la más centrada en la mitología, el tema más popular de alguien que fue también un consumado paisajista y un dibujante compulsivo.
Pero la exposición que se abre mañana al público es, además de una explosión de vitalidad y talento, color y carne, la historia de la relación de Rubens con el rey Felipe IV de España, que a finales de la década de 1630 se convirtió en coleccionista obsesivo de su obra, una obsesión de la que ahora se aprovechan los visitante del Prado y que se prolongó más allá de la muerte del genio flamenco.
Poco después de la desaparición del artista, el monarca español -que, no se olvide, tenía a Velázquez como pintor de la corte- compró a sus herederos 15 nuevos cuadros, entre ellos, uno de los más emblemáticos, Las tres gracias. Rubens "superstar" reina en el Prado.
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