El Museo del Prado exhibe hasta el 23 de enero 90 cuadros de la colección que posee del pintor de Amberes, la mayor representación en mundo del artista más admirado de su época .
Lo primero que sorprende es el montaje: 90 cuadros en sólo dos salas. Entre uno y otro, apenas un palmo de distancia, en una secuencia casi cinematográfica en la que a una obra de varios metros le sigue otra de unos pocos centímetros.
El orden cronológico elegido para la muestra lleva al visitante desde 1603 hasta 1639, es decir, desde el Retrato ecuestre del duque de Lerma hasta Perseo liberando a Andrómeda. Todos salieron de la cabeza y del taller de Pedro Pablo Rubens (1577-1640), muchos también de sus propias manos.
El Prado, que suele exhibir alrededor de 70 piezas de las poco más de 90 que atesora, es el museo del mundo más obras posee del pintor de Amberes. Es muchísimo, pero no es ni la décima parte de la producción de un artista del que se conservan 1500 obras.
Rubens, al que Lope de Vega llamó "el nuevo Tiziano", y al que los historiadores han comparado con el mismísimo Homero, fue el pintor más admirado de su época, un modelo de "profesional" para sus propios colegas -empezando por Van Dyck, discípulo directo suyo-, una verdadera estrella que hablaba seis idiomas, trabajó para las principales coronas europeas y que, más allá de su irrepetible papel como artista, ejerció como diplomático -llegó a negociar un tratado de paz entre Inglaterra y España-, coleccionista y gran erudito en asuntos de la Antigüedad.
Aunque no hubiera pintado un solo cuadro tendría un destacado lugar en los anales de la cultura occidental.
Con todo, como explica Alejandro Vergara, conservador jefe de pintura flamenca del Prado y comisario de la muestra, la consideración actual de Rubens no está a la altura de la que tuvo entre sus contemporáneos. De ahí la pertinencia de ponerlo, todo entero, ante los ojos del público. "Muy pocos artistas han conseguido transmitir una versión exaltada de la vida de una forma tan persuasiva o nos ayudan tanto a acercarnos a un ideal de excelencia humano", afirma Vergara. Mucho más, pues, que "mujeres gordas desnudas". No hay más que ver la contundente (y sorprendentemente sobria) serie de apóstoles que se ve en una de las salas o las delicadísimas escenas de paisajes con ninfas y sátiros que se exhibe en la otra, la más centrada en la mitología, el tema más popular de alguien que fue también un consumado paisajista y un dibujante compulsivo.
Pero la exposición que se abre mañana al público es, además de una explosión de vitalidad y talento, color y carne, la historia de la relación de Rubens con el rey Felipe IV de España, que a finales de la década de 1630 se convirtió en coleccionista obsesivo de su obra, una obsesión de la que ahora se aprovechan los visitante del Prado y que se prolongó más allá de la muerte del genio flamenco.
Poco después de la desaparición del artista, el monarca español -que, no se olvide, tenía a Velázquez como pintor de la corte- compró a sus herederos 15 nuevos cuadros, entre ellos, uno de los más emblemáticos, Las tres gracias. Rubens "superstar" reina en el Prado.
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