Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

7 sept 2010

OBSERVO


Observo los guijarros desmoronados de las cimas. El mar merodea, mira a las piedras perforadas con impactos de un estallido inmemorial, y sale afuera otra vez.
Los guijarros que observo en la playa siguen pendiente abajo, por las laderas hundidas de las montañas.
Eso es lo que imagino, pues no puedo descender, ver qué sucede por dentro del silencio ciego que mantiene en pie a la isla. O quizá lo que imagino son los guijarros a la espera del tajo siguiente en el proceso de erosión, que los llevará a ser menos de lo que son ahora, arena, cristal, escama, centella vacía.
El mar abre sus innumerables ojos, testigo de una transformación que en su cuerpo desconoce.
Por eso tropieza con gran estrépito en el primer peldaño de la orilla. Vuelve a intentarlo. Vuelve para entender la gran paciencia de los guijarros tendidos en la erosión; y se aparta.
Corre al horizonte en busca de respuesta.
La isla acabará un día por desplomarse. Se desparramarán por los lechos abisales sus guijarros, los visible y los sumergidos.
El mar ya no será testigo de nada. Tomará el horizonte por asalto. Tampoco le parecerá suficiente. Un día el mar tomará por asalto el cielo. El viento y el tiempo serán allá una sola cosa. Sin nadie que lo sienta.
Publicado por JOSÉ CARLOS CATAÑO

HAY TODAVÍA...


Hay todavía un paz grande en las cumbres. Pero en dirección al mar el cielo es puro cirro, blanco e indolente cirro, que sofoca su azul entre espesos nudos.
Y una gran melancolía, como la que supura solamente cada vez que vivo en las Islas.
Algunos paseantes en sus automóviles han llegado hasta aquí para tomar una copa y hablar por el móvil.
El mar en ese momento todavía brillaba de alegría infantil, pero al repasar sus estampas vino como un gran cansancio, una gran pena, unas ganas acuciantes de huir al Norte, a la noche escandinava, lejos de toda referencia conocida.
Yo no me sacaré nunca de las entrañas la gran tristeza de los domingos por la tarde, después de haber tocado los tres vértices de la Isla y su volcán hastiado, con cada de una de las olas ásperas clavadas en los costados, y aquel no horizonte, aquel no futuro, que fue lo que me lanzó, precisamente, al afuera.
Yo no sé para qué me vivo esto, que es como volver a un libro ya leído, a cuyas páginas no deseamos regresar jamás.
Es sólo una sensación, un instante, mientras confío en que la purísima luz de los riscos no se asuste.
Porque el viaje continúa, y veré casas de ensueño y sentiré cielos apacibles.
Por cierto que esta mañana, de camino a la playa, me adentré en la casa del holandés.
La verja estaba abierta. Había cortinas.
Puertas por doquier; puertas cerradas. Los pequeños jardines dispuestos con sus cercos de piedra viva, baldío y abandono.
Al cabo de un buen rato, mientras seguía limpiando a mi morrocoyo en las olas, llegó una familia de esas que arrastran consigo todas sus pertenencias, sus carnes saltándose de los bañadores; sus gritos.
El cernícalo planeaba encima de los cardones, y allá que me fui. Luego escondí la tortuga entre las matas resecas para que termine de orearse, de cauterizarse. De lo contrario ahí se quedará para cuando llegue el invierno.
El mar se ha cansado de sí mismo. Respira reclinando la frente.
Publicado por JOSÉ CARLOS CATAÑO