7 sept 2010
HAY TODAVÍA...
Hay todavía un paz grande en las cumbres. Pero en dirección al mar el cielo es puro cirro, blanco e indolente cirro, que sofoca su azul entre espesos nudos.
Y una gran melancolía, como la que supura solamente cada vez que vivo en las Islas.
Algunos paseantes en sus automóviles han llegado hasta aquí para tomar una copa y hablar por el móvil.
El mar en ese momento todavía brillaba de alegría infantil, pero al repasar sus estampas vino como un gran cansancio, una gran pena, unas ganas acuciantes de huir al Norte, a la noche escandinava, lejos de toda referencia conocida.
Yo no me sacaré nunca de las entrañas la gran tristeza de los domingos por la tarde, después de haber tocado los tres vértices de la Isla y su volcán hastiado, con cada de una de las olas ásperas clavadas en los costados, y aquel no horizonte, aquel no futuro, que fue lo que me lanzó, precisamente, al afuera.
Yo no sé para qué me vivo esto, que es como volver a un libro ya leído, a cuyas páginas no deseamos regresar jamás.
Es sólo una sensación, un instante, mientras confío en que la purísima luz de los riscos no se asuste.
Porque el viaje continúa, y veré casas de ensueño y sentiré cielos apacibles.
Por cierto que esta mañana, de camino a la playa, me adentré en la casa del holandés.
La verja estaba abierta. Había cortinas.
Puertas por doquier; puertas cerradas. Los pequeños jardines dispuestos con sus cercos de piedra viva, baldío y abandono.
Al cabo de un buen rato, mientras seguía limpiando a mi morrocoyo en las olas, llegó una familia de esas que arrastran consigo todas sus pertenencias, sus carnes saltándose de los bañadores; sus gritos.
El cernícalo planeaba encima de los cardones, y allá que me fui. Luego escondí la tortuga entre las matas resecas para que termine de orearse, de cauterizarse. De lo contrario ahí se quedará para cuando llegue el invierno.
El mar se ha cansado de sí mismo. Respira reclinando la frente.
Publicado por JOSÉ CARLOS CATAÑO
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