La política es así
9 de Junio de 2010
Cristóbal D. Peñate. Periodista.
Los políticos gobernantes son como los presidentes de los clubes de fútbol: se ponen solemnes cada vez que mienten.
Cuando Florentino Pérez juró y perjuró que el Real Madrid no había pensado ni por asomo despedir a Pellegrini, todos sabíamos que el entrenador tenía los días contados aunque le quedara otro año de contrato. Lo mismo ocurre con los políticos que nos gobiernan (o desgobiernan, según sea el caso). Cuando las cosas empiezan a ir mal y la convivencia de los socios se hace insufrible, al estilo de ‘Aquí no hay quien viva’, lo que la gente sabe que va escuchar es el tópico de siempre: aquí hay pacto hasta el último minuto del partido, o sea, de la legislatura o el mandato.
Cuando un equipo va mal, como ocurría con la Unión Deportiva Las Palmas en la etapa de Kresic en esta misma temporada, el presidente del club se hartó de proclamar que la directiva respaldaba completamente al técnico.
Fue el momento en que todos supimos que el croata tenía los días contados. Esa musiquilla suena igual ahora en boca de los dirigentes de Coalición Canaria y Partido Popular. Las relaciones entre ambos partidos son cada día más tortuosas e insoportables, pero sus respectivos portavoces no se cansan en declarar en público lo contrario que dicen en privado. Afirman que todo va bien cuando todos sabemos que va mal y que el pacto no se romperá antes de las elecciones cuando todos sabemos que tiene fecha de caducidad.
Los políticos son así: formalizan acuerdos que saben que nunca podrán cumplir porque anteponen el poder y el afán de protagonismo. Se vive mejor y más desahogadamente mandando en el gobierno que aguantando en la oposición. Ellos lo saben porque no son tontos, aunque tampoco muy inteligentes. Tan sólo son unos listillos que pretenden que los demás sigamos haciendo el primo. Como decía Luis Aragonés, el fútbol es así. La política, por desgracia, también
10 jun 2010
Miedo a la vida
Miedo a la vida
9 de Junio de 2010
Elisa Rodríguez Court
Si tuviéramos menos miedo a la vida, no confundiríamos, tan a menudo felizmente, los síntomas con las causas o motivos.
Quizá, entonces, no andaríamos a cuestas con tantas verdades a medias, tal y como hace el protagonista del libro de Orhan Pamuk, El museo de la inocencia. Su actitud entraña una manera de encarar la existencia que no nos resulta del todo extraña. En uno de los pasajes de esta obra parece que, en cierto modo, seamos ese joven que acude al psiquiatra.
El hombre visita al psiquiatra empujado por su novia. Se han comprometido recientemente y, después de la petición de mano, el estado de él ha ido de mal en peor. Se le ve muy deprimido y raro.
Ella desconoce que su novio ha venido manteniendo una relación clandestina con otra mujer. Tampoco sabe que, tras la ceremonia del compromiso, la amante ha desaparecido de toda escena sin dejar rastro alguno. El hombre está destrozado. Cree querer a su modo a su comprometida, pero se siente locamente enamorado de la otra. Todo le recuerda a esta y convive con la insoportable punzada de su ausencia.
Una vez en la consulta del psiquiatra, ofrece sus datos básicos, habla un poco de naderías y cuando el médico le pregunta por su “problema”, quiere por un instante decirle que se siente como un perro enviado al espacio debido a que ha perdido a su amante.
Pero le dice en cambio que su problema es que después de la petición de mano no puede ya hacer el amor con su linda y atractivísima novia, a quien tanto quiere. Es también cierto, porque ha dejado de mantener relaciones sexuales con ella.
El psiquiatra le pregunta a continuación por los motivos de su inapetencia y él, inspirado repentinamente por no se sabe quién o qué, deja de lado todo síntoma o excusa y responde con acierto: “Creo que me da miedo la vida, doctor.”
9 de Junio de 2010
Elisa Rodríguez Court
Si tuviéramos menos miedo a la vida, no confundiríamos, tan a menudo felizmente, los síntomas con las causas o motivos.
Quizá, entonces, no andaríamos a cuestas con tantas verdades a medias, tal y como hace el protagonista del libro de Orhan Pamuk, El museo de la inocencia. Su actitud entraña una manera de encarar la existencia que no nos resulta del todo extraña. En uno de los pasajes de esta obra parece que, en cierto modo, seamos ese joven que acude al psiquiatra.
El hombre visita al psiquiatra empujado por su novia. Se han comprometido recientemente y, después de la petición de mano, el estado de él ha ido de mal en peor. Se le ve muy deprimido y raro.
Ella desconoce que su novio ha venido manteniendo una relación clandestina con otra mujer. Tampoco sabe que, tras la ceremonia del compromiso, la amante ha desaparecido de toda escena sin dejar rastro alguno. El hombre está destrozado. Cree querer a su modo a su comprometida, pero se siente locamente enamorado de la otra. Todo le recuerda a esta y convive con la insoportable punzada de su ausencia.
Una vez en la consulta del psiquiatra, ofrece sus datos básicos, habla un poco de naderías y cuando el médico le pregunta por su “problema”, quiere por un instante decirle que se siente como un perro enviado al espacio debido a que ha perdido a su amante.
Pero le dice en cambio que su problema es que después de la petición de mano no puede ya hacer el amor con su linda y atractivísima novia, a quien tanto quiere. Es también cierto, porque ha dejado de mantener relaciones sexuales con ella.
El psiquiatra le pregunta a continuación por los motivos de su inapetencia y él, inspirado repentinamente por no se sabe quién o qué, deja de lado todo síntoma o excusa y responde con acierto: “Creo que me da miedo la vida, doctor.”
España, sus banderas y sus contradicciones
José M. Balbuena Castellano
En un reciente artículo titulado “Un facha de siete años”, el escritor y periodista Arturo Pérez Reverte, que no se corta cuando llama a España “este país de mierda” y expresa otras descalificaciones hacia sus habitantes y políticos (pero eso si: lo hace por su amor a España, o sea por ese país de mierda), se extraña de que en su España querida todavía llamen “facha” a quien va por ahí luciendo una bandera española (la roja y gualda), con su escudo descafeinado.
Como todo tiene su lógica y su causa, habrá que explicar que esa bandera que pretende aglutinar a una nación (aparentemente indivisible) llamada España, surgió en tiempos de Carlos III, el rey Borbón que inició en España una serie de reformas económicas, sociales y políticas que beneficiaban a las clases menos privilegiadas, en detrimento de la nobleza, los caciques y el clero pueblo llano e iban en perjuicio de las clases privilegiadas y del clero, y con la finalidad de que se acabaran sus privilegios y la impunidad de la Iglesia.
Se atrevió, incluso, a expulsar a los jesuitas de España y de sus colonias y, hasta la Inquisición, que todavía funcionaba en España, quedó sometida al poder real.
Lástima que las reformas de Carlos III no fueron continuadas por sus sucesores y al cabo del tiempo, todo volvió otra vez a la situación anterior, con una Iglesia entrometiéndose en todo aquello que fuera contra sus intereses materiales y el poder temporal al que aspiraban (o al menos, influir en los gobiernos más sumisos y timoratos) y España volvió a ser una nación de caciques, latifundistas y personas que reaccionaban contra todo intento de dar protagonismo y poder al pueblo.
Hubo otro conato reformista en el corto periodo que duró la segunda república, pero los desmanes de ciertos grupos incontrolados y la resistencia de las fuerzas conservadoras del país (y gran parte de la Iglesia) dieron al traste con la modernización y europeización de España. Luego vino un estancamiento y una época de larga oscuridad que ofrecía a Europa mano de obra barata.
Cuando llegó la rebelión del general Franco y sus secuaces, bendecida también por parte de la Iglesia, el nuevo gobierno fascista y de las JONS, se apoderó de sus símbolos patrios: la bandera, los emblemas, el himno, que se utilizaban para anatemizar todo aquello que no sonara a nacional o no marchase en consonancia con la dictadura y el nacional-catolicismo.
Aunque quizás sin proponérselo, aquella bandera de Carlos III, que evidentemente gobernó con gran espíritu reformista, no contemplaba la realidad de una España multinacional y variada. Una España que tenía sus regiones históricas, sus diversas lenguas, sus fueros y sus tradiciones.
De la misma forma, el régimen surgido del golpe de Estado de Franco trataba de obviar todo esto, unificar, aglutinar y “castellanizar” a la nueva nación española, resaltando solamente los valores y virtudes del sector hegemónico. De ahí que todavía hoy se asocie la bandera y el himno de España, como símbolos de una época represiva y dictatorial.
No tiene nada de extraño que se rechacen y muchos no se sientan identificados ni orgullosos con ellos. Esa nación que llamaban España, Una, Grande y Libre, estaba basada en la incomprensión y en una falacia.
La república trajo una nueva bandera y una nueva esperanza que iba a representar a una España donde se reconocieran el federalismo y sus diferencias y peculiaridades, sin que ello fuera óbice para que se le reconociera como una nación. Pero en España quedaban aún mucos lastres que incluso, hoy en día, perjudican a la democracia que hemos elegido como sistema de gobierno y la hace imperfecta.
La España moderna, con sus autonomías y complejidad multinacional, podría presumir verdaderamente de su bandera y sus símbolos si se hubiese actuado de otro modo al crear el moderno estado que surgió después de la dictadura franquista.
Tenemos en el mundo ejemplos palpables de naciones formadas por diversos estados como son los casos de Alemania, de Estados Unidos, de Suiza, etc. Este último país es el paradigma de cómo puede existir y convivir una nación que tiene cuatro idiomas oficiales, distintas religiones y variadas costumbres en cada una de sus cantones. Y todos están bajo el amparo de su bandera, de su himno y de su escudo, de los que se sienten orgullosos.
Pero España sigue siendo diferente, y no nos extrañe que llamen facha a quien hace ostentación publica de su bandera, y a veces, mal uso de los símbolos patrios.
En un reciente artículo titulado “Un facha de siete años”, el escritor y periodista Arturo Pérez Reverte, que no se corta cuando llama a España “este país de mierda” y expresa otras descalificaciones hacia sus habitantes y políticos (pero eso si: lo hace por su amor a España, o sea por ese país de mierda), se extraña de que en su España querida todavía llamen “facha” a quien va por ahí luciendo una bandera española (la roja y gualda), con su escudo descafeinado.
Como todo tiene su lógica y su causa, habrá que explicar que esa bandera que pretende aglutinar a una nación (aparentemente indivisible) llamada España, surgió en tiempos de Carlos III, el rey Borbón que inició en España una serie de reformas económicas, sociales y políticas que beneficiaban a las clases menos privilegiadas, en detrimento de la nobleza, los caciques y el clero pueblo llano e iban en perjuicio de las clases privilegiadas y del clero, y con la finalidad de que se acabaran sus privilegios y la impunidad de la Iglesia.
Se atrevió, incluso, a expulsar a los jesuitas de España y de sus colonias y, hasta la Inquisición, que todavía funcionaba en España, quedó sometida al poder real.
Lástima que las reformas de Carlos III no fueron continuadas por sus sucesores y al cabo del tiempo, todo volvió otra vez a la situación anterior, con una Iglesia entrometiéndose en todo aquello que fuera contra sus intereses materiales y el poder temporal al que aspiraban (o al menos, influir en los gobiernos más sumisos y timoratos) y España volvió a ser una nación de caciques, latifundistas y personas que reaccionaban contra todo intento de dar protagonismo y poder al pueblo.
Hubo otro conato reformista en el corto periodo que duró la segunda república, pero los desmanes de ciertos grupos incontrolados y la resistencia de las fuerzas conservadoras del país (y gran parte de la Iglesia) dieron al traste con la modernización y europeización de España. Luego vino un estancamiento y una época de larga oscuridad que ofrecía a Europa mano de obra barata.
Cuando llegó la rebelión del general Franco y sus secuaces, bendecida también por parte de la Iglesia, el nuevo gobierno fascista y de las JONS, se apoderó de sus símbolos patrios: la bandera, los emblemas, el himno, que se utilizaban para anatemizar todo aquello que no sonara a nacional o no marchase en consonancia con la dictadura y el nacional-catolicismo.
Aunque quizás sin proponérselo, aquella bandera de Carlos III, que evidentemente gobernó con gran espíritu reformista, no contemplaba la realidad de una España multinacional y variada. Una España que tenía sus regiones históricas, sus diversas lenguas, sus fueros y sus tradiciones.
De la misma forma, el régimen surgido del golpe de Estado de Franco trataba de obviar todo esto, unificar, aglutinar y “castellanizar” a la nueva nación española, resaltando solamente los valores y virtudes del sector hegemónico. De ahí que todavía hoy se asocie la bandera y el himno de España, como símbolos de una época represiva y dictatorial.
No tiene nada de extraño que se rechacen y muchos no se sientan identificados ni orgullosos con ellos. Esa nación que llamaban España, Una, Grande y Libre, estaba basada en la incomprensión y en una falacia.
La república trajo una nueva bandera y una nueva esperanza que iba a representar a una España donde se reconocieran el federalismo y sus diferencias y peculiaridades, sin que ello fuera óbice para que se le reconociera como una nación. Pero en España quedaban aún mucos lastres que incluso, hoy en día, perjudican a la democracia que hemos elegido como sistema de gobierno y la hace imperfecta.
La España moderna, con sus autonomías y complejidad multinacional, podría presumir verdaderamente de su bandera y sus símbolos si se hubiese actuado de otro modo al crear el moderno estado que surgió después de la dictadura franquista.
Tenemos en el mundo ejemplos palpables de naciones formadas por diversos estados como son los casos de Alemania, de Estados Unidos, de Suiza, etc. Este último país es el paradigma de cómo puede existir y convivir una nación que tiene cuatro idiomas oficiales, distintas religiones y variadas costumbres en cada una de sus cantones. Y todos están bajo el amparo de su bandera, de su himno y de su escudo, de los que se sienten orgullosos.
Pero España sigue siendo diferente, y no nos extrañe que llamen facha a quien hace ostentación publica de su bandera, y a veces, mal uso de los símbolos patrios.
Amin Maalouf
El escritor libanés Amin Maalouf ha sido hoy galardonado con el premio Príncipe de Asturias de las Letras 2010, según acaba de hacer público el jurado presidido por el director de la Real Academia de la Lengua, Víctor García de la Concha, en el Hotel Reconquista de Oviedo. Maalouf se ha impuesto en la última ronda de las deliberaciones a la escritora española Ana María Matute y al poeta chileno Nicanor Parra.
Amin Maalouf (Beirut, 1949), narrador y ensayista francófono y una de las voces más importantes de la literatura árabe, es autor de obras como «León el africano», «Samarkanda» o «Los jardines de luz». Maalouf está en posesión de numerosos premios, entre ellos el Goncourt o el Maison de Presse, y es uno de los escritores que más atención ha prestado a la cultura mediterránea. Entre sus últimos trabajos figura «El desajuste del mundo. Cuando nuestras civilizaciones se agotan», un ensayo en el que aboga por la universalidad de los valores y el respeto a la diversidad de las culturas.
Biografía
Conocedor de la lengua árabe y la francesa, de familia musulmana y cristiana, sus novelas siempre giran en torno a la geografía, la historia y los conflictos religiosos en el Mediterráneo, que aparece siempre presentado como un lugar de encuentro entre culturas, como espacio simbólico de convivencia y tolerancia. Su mayor éxito hasta ahora lo logró con la publicación de la novela histórica «León el africano», pero toda su obra -hasta ahora un total de nueve títulos- ha merecido un gran reconocimiento.
Su última novela es «El viaje de Baldassare» y su obra posee un oportuno complemento con el ensayo «Identidades asesinas», donde se expone la idea que preside toda su obra de ficción: la defensa del respeto hacia las culturas minoritarias.
Con el premio de las Letras han sido galardonados José Hierro, Miguel Delibes, Juan Rulfo, Mario Vargas Llosa, Camilo José Cela, Günter Grass, Doris Lessing, Arthur Miller, Susan Sontag, Paul Auster, y el albanés Ismaíl Kadaré, que lo obtuvo en 2009.
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