Hace ya de esto algunos años vi en París, en la Televisión Francesa, un documental que se me quedó grabado en la memoria y cuyas imágenes, de tanto en tanto, los sucesos cotidianos actualizan con restallante vigencia.
Muchos maestros se creyeron esta degradante satanización de sí mismos
Gracias a esa revolución educativa propiciaron que los pobres siguieran pobres
El documental describía la problemática de un liceo en las afueras de París, uno de esos barrios donde familias francesas empobrecidas se codean con inmigrantes de origen subsahariano, latinoamericano y árabes del Magreb.
Este colegio secundario público, cuyos alumnos, de ambos sexos, constituían un arco iris de razas, lenguas, costumbres y religiones, había sido escenario de violencias: golpizas a profesores, violaciones en los baños o corredores, enfrentamientos entre pandillas a navajazos y palazos y, si mal no recuerdo, hasta tiroteos. No sé si de todo ello había resultado algún muerto, pero sí muchos heridos, y en los registros al local la policía había incautado armas, drogas y alcohol.
El documental no quería ser alarmista, sino tranquilizador, mostrar que lo peor había ya pasado y que, con la buena voluntad de autoridades, profesores, padres de familia y alumnos, las aguas se estaban sosegando.
Por ejemplo, con inocultable satisfacción, el director señalaba que gracias al detector de metales recién instalado, por el cual debían pasar ahora los estudiantes al ingresar al colegio, se decomisaban las manoplas, cuchillos y otras armas punzo-cortantes.
Así, los hechos de sangre se habían reducido de manera drástica. Se habían dictado disposiciones de que ni profesores ni alumnas circularan nunca solos, ni siquiera para ir a los baños, siempre al menos en grupos de dos. De este modo se evitaban asaltos y emboscadas. Y ahora el colegio tenía dos psicólogos permanentes para dar consejo a los alumnos y alumnas -casi siempre huérfanos, semihuérfanos, y de familias fracturadas por la desocupación, la promiscuidad, la delincuencia y la violencia de género- inadaptables o pendencieros recalcitrantes.
Lo que más me impresionó en el documental fue la entrevista a una profesora que afirmaba, con naturalidad, algo así como: "Tout va bien, maintenant, mais il faut se débrouiller" ("Ahora todo anda bien, pero hay que saber arreglárselas").
Explicaba que, a fin de evitar los asaltos y palizas de antaño, ella y un grupo de profesores se habían puesto de acuerdo para encontrarse a una hora justa en la boca del metro más cercana y caminar juntos hasta el colegio.
De este modo el riesgo de ser agredidos por los voyous (golfos) se enanizaba. Aquella profesora y sus colegas, que iban diariamente a su trabajo como quien va al infierno, se habían resignado, aprendido a sobrevivir y no parecían imaginar siquiera que ejercer la docencia pudiera ser algo distinto a su vía crucis cotidiano.
En esos días terminaba yo de leer uno de los amenos y sofísticos ensayos de Michel Foucault en el que, con su brillantez habitual, el filósofo francés sostenía que, al igual que la sexualidad, la psiquiatría, la religión, la justicia y el lenguaje, la enseñanza había sido siempre, en el mundo occidental, una de esas "estructuras de poder" erigidas para reprimir y domesticar al cuerpo social, instalando sutiles pero muy eficaces formas de sometimiento y enajenación a fin de garantizar la perpetuación de los privilegios y el control del poder de los grupos sociales dominantes.
Bueno, pues, por lo menos en el campo de la enseñanza, a partir de 1968 la autoridad castradora de los instintos libertarios de los jóvenes había volado en pedazos. Pero, a juzgar por aquel documental, que hubiera podido ser filmado en otros muchos lugares de Francia y de toda Europa, el desplome y desprestigio de la idea misma del docente y la docencia -y, en última instancia, de cualquier forma de autoridad-, no parecía haber traído la liberación creativa del espíritu juvenil, sino, más bien, convertido a los colegios así liberados en el mejor de los casos, en instituciones caóticas, y, en el peor, en pequeñas satrapías de matones y precoces delincuentes.
Es evidente que Mayo del 68 no acabó con la "autoridad", que ya venía sufriendo hacía tiempo un proceso de debilitamiento generalizado en todos los órdenes, desde el político hasta el cultural, sobre todo en el campo de la educación. Pero la revolución de los niños bien, la flor y nata de las clases burguesas y privilegiadas de Francia, quienes fueron los protagonistas de aquel divertido carnaval que proclamó como eslogan del movimiento "¡Prohibido prohibir!", extendió al concepto de autoridad su partida de defunción.
Y dio legitimidad y glamour a la idea de que toda autoridad es sospechosa, perniciosa y deleznable y que el ideal libertario más noble es desconocerla, negarla y destruirla.
El poder no se vio afectado en lo más mínimo con este desplante simbólico de los jóvenes rebeldes que, sin saberlo la inmensa mayoría de ellos, llevaron a las barricadas los ideales iconoclastas de pensadores como Foucault. Baste recordar que en las primeras elecciones celebradas en Francia después de Mayo del 68, la derecha gaullista obtuvo una rotunda victoria.
Pero la autoridad, en el sentido romano de auctoritas, no de poder sino, como define en su tercera acepción el Diccionario de la RAE, de "prestigio y crédito que reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia", no volvió a levantar cabeza.
Desde entonces, tanto en Europa como en buena parte del resto del mundo, son prácticamente inexistentes las figuras políticas y culturales que ejercen aquel magisterio, moral e intelectual al mismo tiempo, de la "autoridad" clásica y que encarnaban a nivel popular los maestros, palabra que entonces sonaba tan bien porque se asociaba al saber y al idealismo.
En ningún campo ha sido esto tan catastrófico para la cultura como en el de la educación. El maestro, despojado de credibilidad y autoridad, convertido en muchos casos en representante del poder represivo, es decir, en el enemigo al que, para alcanzar la libertad y la dignidad humana, había que resistir, e, incluso, abatir, no sólo perdió la confianza y el respeto sin los cuales era prácticamente imposible que cumpliera eficazmente su función de educador -de transmisor tanto de valores como de conocimientos- ante sus alumnos, sino de los propios padres de familia y de filósofos revolucionarios que, a la manera del autor de Vigilar y castigar, personificaron en él uno de esos siniestros instrumentos de los que -al igual que los guardianes de las cárceles y los psiquiatras de los manicomios- se vale el establecimiento para embridar el espíritu crítico y la sana rebeldía de niños y adolescentes.
Muchos maestros, de muy buena fe, se creyeron esta degradante satanización de sí mismos y contribuyeron, echando baldazos de aceite a la hoguera, a agravar el estropicio haciendo suyas algunas de las más disparatadas secuelas de la ideología de Mayo del 68 en lo relativo a la educación, como considerar aberrante desaprobar a los malos alumnos, hacerlos repetir el curso, e, incluso, poner calificaciones y establecer un orden de prelación en el rendimiento académico de los estudiantes, pues, haciendo semejantes distingos, se propagaría la nefasta noción de jerarquías, el egoísmo, el individualismo, la negación de la igualdad y el racismo.
Es verdad que estos extremos no han llegado a afectar a todos los sectores de la vida escolar, pero una de las perversas consecuencias del triunfo de las ideas -de las diatribas y fantasías- de Mayo del 68 ha sido que a raíz de ello se ha acentuado brutalmente la división de clases a partir de las aulas escolares. La enseñanza pública fue uno de los grandes logros de la Francia democrática, republicana y laica. En sus escuelas y colegios, de muy alto nivel, las oleadas de alumnos gozaban de una igualdad de oportunidades que corregía, en cada nueva generación, las asimetrías y privilegios de familia y clase, abriendo a los niños y jóvenes de los sectores más desfavorecidos el camino del progreso, del éxito profesional y del poder político.
El empobrecimiento y desorden que ha padecido la enseñanza pública, tanto en Francia como en el resto del mundo, ha dado a la enseñanza privada, a la que por razones económicas tiene acceso sólo un sector social minoritario de altos ingresos, y que ha sufrido menos los estragos de la supuesta revolución libertaria, un papel preponderante en la forja de los dirigentes políticos, profesionales y culturales de hoy y del futuro.
Nunca tan cierto aquello de "nadie sabe para quién trabaja". Creyendo hacerlo para construir un mundo de veras libre, sin represión, ni enajenación, ni autoritarismo, los filósofos libertarios como Michel Foucault y sus inconscientes discípulos obraron muy acertadamente para que, gracias a la gran revolución educativa que propiciaron, los pobres siguieran pobres, los ricos ricos, y los inveterados dueños del poder siempre con el látigo en las manos.
© Mario Vargas Llosa, 2009.
26 jul 2009
López Aguilar, terapia solar
López Aguilar, terapia solar
Estoy preocupada. Así que me tengo que ocupar. Ocupar de poner orden en mi vida, por ejemplo, pero ya que a veces se me da muy bien y otras fatal, hablaré, como siempre porque me relaja -y allá quienes se lo tomen en serio-, de los aspectos más banales de la existencia.
Hablaré de intrusos como Soraya Sáenz de Santamaría en las filas del PP. Y es que, como ya os adelanté hace meses, no le pega su nombre entre los miembros del partido.
Tanto como no pega un hombre del aspecto de López Aguilar incrustado en el PSOE. Y digo incrustado porque el candidato a las europeas no puede más que llamar la atención por su bronceado peculiar entre tanto personaje gris. Parece incluso que en muchas imágenes lo han pegado con 'photoshop'. O que acaba de regresar de 'Supervivientes'. O que es hijo de Berlusconi. O que esquía incluso en verano en Gstaad. O que, como una vez me comentó una amiga madrileña residente en Asturias, recibe terapia solar es decir, se hincha a sesiones de rayos UVA- para combatir el desánimo del 'xirimiri'.
El otro día me compré un sombrero estilo Sosa Wagner. Parece el de un gondolero veneciano, de paja y con un crespón negro, así que, de momento, sólo me he atrevido a lucirlo un par de veces. Soy tímida con los sombreros, pero sólo aquí, porque cuando voy de viaje aprovecho cualquier oportunidad para ponerme cosas que en los lugares donde me conocen sería incapaz de llevar.
Debería tomar ejemplo entonces de López Aguilar que tiene percha de pantalón de pinzas planchado con raya pero prefiere una camisita negra-, o de Sosa Wagner �que hace del príncipe de Gales su emblema-, y sólo porque a los dos se la trae al pairo dar la nota. Y bien que hacen, la verdad.
Si Coco Chanel levantara la cabeza…
.- Si Coco Chanel levantara la cabeza… ¿Estaría orgullosa de Karl Lagerfeld? Ante esta pregunta retórica he de confesar que tengo sentimientos encontrados.
Por un lado, el 'káiser' de la moda es el perfecto 'álter ego' de 'mademoiselle' , en cuanto a imponente presencia se refiere. Con tanto guante, tanto abanico de hombre (sí, de esos en los que se ve menos ‘país’ que varilla, según una amiga mía), tanto cuello alto, tanto blanco y negro, tanta coleta cana atada a un lazo, tanto pantalón pitillo, tanto chaqué sin venir a cuento, tanta corbata o pañuelo de funeral y tanta bota de 'bailaor' impoluta.
Pero, por otro, me desconcierta su innecesaria obsesión por salir en los papeles. Creo que, en algún caso, mantener en exceso un halo de misterio incrementa el 'charm' de cualquier modisto, aunque aplaudo que nuestro hombre de hoy prefiera asomar de cuando en cuando la cabeza para implicarse en causas solidarias, en vez de invitar a su barco a la 'royal' de turno, tal y como hace Valentino cada verano.
Lagerfeld ostenta hoy el trono de la doble C, así que es normal que esconda su excentricidad tras unas gafas de sol, si bien hay quien asegura que es para ocultar las arrugas. ¿O quizás se trate de un intento de defender su intimidad con uñas y dientes? Ignoramos si su vida es tan interesante como la de su predecesora, esa mujer que amaba ser retratada por Man Ray envuelta en perlas, mientras fumaba un cigarro tras otro.
Por muchos son conocidas las leyendas que envolvían a la atractiva Coco, nacida Gabrielle Bonheur. Que si tuvo infinidad de amantes -entre ellos, Cocteau, Dalí y Stravinsky-, que si se enganchó a la heroína tras un accidente de esquí, que si su fuente de inspiración a la hora de crear sus famosos 'trajecitos' de hombre para cuerpos de mujer fue el espantoso orfanato en el que se crió...
A pesar de todo, ahí está su legado, el de una mujer soltera por vocación capaz de escribir su nombre con letras de oro en los anales de la historia de la moda e, incluso, de decir: "Cuando hay que elegir entre un hombre y la ropa, me quedo con la segunda. Siempre he estado aferrada a mis deseos y el trabajo es para mí una especie de droga, aunque me pregunto si hubiera llegado a ser quien soy sin ayuda de ellos (…)".
Décadas después, hay que agradecerle mucho al sucesor que mantenga viva la llama de su maestra a base de espectaculares pasarelas-tiovivo, que amenizan cada Semana de la Moda de París. Estos escaparates únicos no son otra cosa que eternos 'revivals', que rinden tributo a las grandísimas aportaciones de Chanel al armario de muchas mujeres, entre otras, aquella de quien tomo prestado el seudónimo. Recuerden: el bolso 2.55, el primer perfume con número, las chaquetas de cuello 'mao' con botones dorados, los tejidos deshilachados… formarán parte para siempre, aunque muchos no lo valoren, de nuestro imaginario estético.
EL SENTIMIENTO NEGATIVO
EL SENTIMIENTO NEGATIVO
de MEJIDE , RISTO
ESPASA-CALPE 2009
El catalán Risto Mejide es director creativo publicitario y productor discográfico, pero se ha hecho famoso por su participación como jurado en el programa de televisión Operación Triunfo. Hace un año y medio salió al mercado su primer libro, El pensamiento negativo, que revolucionó el mercado editorial. En esta segunda entrega, reflexiona una vez más sobre el mundo que nos rodea.
En El sentimiento negativo, Mejide defiende la parte negativa de las emociones y los sentimientos, exponiendo diversas situaciones comunes de la vida cotidiana. Confiesa lo mucho que se puede extrañar a una persona que se ama y expone sus ideas acerca del amor y del desamor, de las injusticias, de las dudas y las certezas. Apelando a la honestidad y la contundencia verbal por las cuales se ha hecho conocido, Mejide ofrece un libro abiertamente provocador que sostiene la idea de que lo negativo no es más que la otra cara de la moneda, es decir, de la felicidad. Porque la felicidad no puede ser nunca un sentimiento impuesto, por más que los medios, la religión o la publicidad lo intenten: “Vivimos esperando siempre el máximo de las máximas cosas, porque eso es exactamente lo que nos han vendido. Cuando igual habría que fijarse en aquello que decían nuestros abuelos, que no es más feliz el que más tiene, sino el que menos necesita”.
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