Cada boda es un mundo, un microespacio de la vida de una pareja, un acontecimiento que es de mayor o menor repercusión por los invitados más que por la pareja.
Este mes le ha tocado a Canarias, Tenerife, participar de tan singular evento, ahí queda demostrado la capacidad economica y social de los contrayentes.
Estas bodas me fascinan porque ni sabía que esa gente exíste y en este caso me sonaba el apellido del novio pero la novia ni idea.
No sabía que una tal Fiona llevaba meses preparando un bodorrio de 3 dias,como Canarias está cerca de Africa pensaría que aqui celebramos mas dias una Boda.
Luego, claro está ,viene el repaso de las "invitadas" los hombres van uniformados de Frac o de chaqué , lo que no deja de ser una comodidad.
Pero las mujeres no, van a ser examinadas con lupa, y siempre habrá algo que no nos guste o nada nos guste de esa boda.
a mi me sorprendió que en portada la novia salga acompañada de la Presleyr, eso ya da la categoría absoluta.
Y si nos ponemos a repasar a las damas diré que la novia de donde sacaría la idea de ponerse una escarapela roja que anula lo bonito o labrado del vestido para la ceremonia, y ese ramo tb rojo en otra tonalidad que te da como impresión contmplar esa foto.
El peinado de ella por muy sencillo, un acieto que las damas no lleven nada en la cabeza, pero un poquito de por favor, ella lleva una melena que no es para una ceremonia.
Luego hay el repaso general, no me gusta este modelo o si pero no el color, etc etc. los accesorios son muy importantes debes llevar pocos que sean muy muy caros pero que no lo parezcan, vaya ni tampoco que sean comprados en los "chinos".
Realmente si me dijeran que me regalan uno de los vestidos que lucen las damas, yo diría que ninguno, o son muy repollos o túnicas sosas.
Paloma Cuevas apostó por el negro, apuesta arriesgada para una boda, sale bien porque es una mujer bella pero no por su atuendo, igual que la Presleyr, no me gusta nada su vestido, pero han levantado la veda al color negro en las bodas....Por qué??? ahhhhhhhh un misterio,
Hay más que llevan vestidos negros, pero no me gustan....luego debes cambiar de vestidos y zapatos para las fiestas, esta Fiona tenía dos "manolos" para cada ocasión y eso si me gusta,todo para demostrar el alto standing de la Pareja. 3 dias 3 en la inauguración de ese nuevo hotel en Tenerife.
Una bofetada para los que se ven afectados por la Crisis, tanta ostentación marea.
No sé si fue o no el principio de su felicidad, o de una bonita amistad. de una boda sale otra, dicen,,,,,
pues eso que nadie conocia a esa tal Fiona de pelo relamido y cara vulgar, su esposo sonaba el apellido naturalmente y la presencia de la Preisleyr indica que es un bodorrio de posibles.....lo demás ya que importa...????
25 jul 2009
24 jul 2009
La boda de Fiona Ferrer y Jaime Polanco, en portada de Hola. Estilismos de la novia e invitadas
La boda de Fiona Ferrer y Jaime Polanco, en portada de Hola. Estilismos de la novia e invitadas
La revista Hola dice que la boda de Fiona Ferrer y Jaime Polanco ha sido la boda del año. Me gustaría leer una crónica al respecto de Carmen Rigalt. Fueron tres días de fiesta en los que 600 invitados disfrutaron de las numerosas actividades organizadas por los novios. Pero vayamos al estilismo de la novia e invitadas.
La novia, Fiona, directora de Elite Model Look y creadora del programa Supermodelo, llevaba un vestido de novia de Rosa Clará, blanco, de escote asimétrico y talle bajo y falda de organza con mucho volumen, trabajada haciendo flores. Como detalle original un enorme flor roja prendida en el único tirante, que distraía la vista del resto del vestido, y que combinaba con el ramo un bouquet de rosas rojas de tamaño mediano. Entre el vestido, la flor y el ramo, demasiado rosetón. La espalda del vestido se arrugaba por detrás cuando Fiona se sentaba.
Fiona, que es guapa y estilosa, resiste muy bien un peinado poco favorecedor. Sus pendientes de brillantes eran un diseño de Paloma Cuevas para Yanes. Nos encantó el Missoni que llevó la víspera y el vestido blanco vintage que perteneció a su madre, que lució para la fiesta, después de la ceremonia.
Damas de Honor: Todas vestidas de rojo, llevaban diseños de Rosa Clará. ¿Por qué tantas damas de honor en una boda en España?
Invitadas: Nos gustaron la madre de la novia, Mietta Leoni, de YSL, Marta Sánchez, muy elegante de Lorenzo Caprile, Blanca Romero, estupenda con un vestido en azul noche, de Dior, Ana Rosa Quintana y Paloma Cuevas, (esta última de negro y dorado le damos aprobado raspado), las dos de Andrew Gn, a Ana Rosa, le favorecía más el color, que el diseño de su vestido. También una rubia Elena Cué, con un elegante vestido gris perla, Genoveva Casanova, también de negro (¿se levanta la veda del negro para las bodas?) con un vestido de Carolina Herrera NY, Miryan Lapique muy guapa con un modelo berengena de un solo hombro, Nuria March, muy elegante de Azzaro, Alejandra Pratt, con un modelo premamá de Manuel Mota, Elena Tablada, bien por esta vez, de Dsquared, Jimena Valle Goyanes, con un vestido estampado en azul, Marisa Jara, más bien vestida de cóctel, con un lbd de Dolce & Gabanna. La gran decepción de la boda fue Isabel Preysler, poco elegante con un vestido negro de Trash Couture, tampoco tuvieron su mejor día Marina Danko, de Alexander McQueen, Gloria Lomana, de Roberto Cavalli, Verónica Mengod, y Sandra Ybarra.
PATENTE DE CORSO Películas de Guerra
PATENTE DE CORSO
Películas de guerra
ARTURO PÉREZ-REVERTE |
Cenaba la otra noche con Javier Marías y Agustín Díaz Yanes. Cada vez que nos juntamos –somos de la misma generación: Hazañas Bélicas, Capitán Tueno y el Jabato, cine con bolsa de pipas– acabamos hablando de libros y de las películas que más nos gustan: las del Oeste y las de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo aquéllas de los años cincuenta, a ser posible con comando inglés dentro. A Tano, sobre todo, le metes unos comandos ingleses en una película en blanco y negro y se le saltan las lágrimas de felicidad. Y si encima intentan matar a Rommel cerca de Tobruk, levita. El caso es que estuvimos comentando la última que hemos rescatado en deuvedé, que es El infierno de los héroes –José Ferrer al mando de una incursión de kayaks en la costa francesa–, e hicimos los votos acostumbrados para que a alguna distribuidora se le ocurra sacar dos títulos que llevamos casi cincuenta años esperando ver de nuevo: Yo fui el doble de Montgomery y Fugitivos del desierto: aquélla de John Mills, con Anthonty Quayle de espía alemán. Por mi parte, y ya que mis favoritas son las de guerra en el mar –los tres coincidimos en que Hundid el Bismarck y Duelo en el Atlántico son joyas del género, sin despreciar, claro, Náufragos y Sangre, sudor y lágrimas–, la película que me hará caer de rodillas dando gracias a Dios el día que me la tope es Bajo diez banderas, de la que sólo tengo una vieja copia en cinta de vídeo: la historia del corsario alemán Atlantis, con un inolvidable Van Heflin interpretando el papel del comandante Rogge, y Charles Laughton en el papel, sublime, de almirante inglés. Cine de verdad, en una palabra. Del que veías con diez o doce años y te marcaba para toda la vida.
Comentamos, al hilo de esto, que tanto al rey de Redonda como al arriba firmante nos llegan a menudo cartas de lectores solicitando listas de películas. Yo no suelo meterme en tales jardines, pues una cosa es hablar de lo que te gusta, sin dar muchas explicaciones, y otra establecer listas más o menos canónicas que siempre, en última instancia, resultan subjetivas y pueden decepcionar al respetable.
Hay una película, por ejemplo, que Javier, Tano y yo consideramos obra maestra indiscutible: Vida y muerte del coronel Blimp, dirigida por nuestros admirados Powell y Pressburger –los de La batalla del río de la Plata, por cierto, sobre el Graf Spee–; pero no estoy seguro de que algunos jóvenes espectadores la aprecien del modo incondicional en que la apreciamos nosotros. Son otros tiempos, y otros cines. Otros públicos.
De cualquier modo, Javier y yo nos comprometimos durante la cena a publicar algún artículo hablando de esas películas, cada uno en el suplemento dominical donde le da a la tecla. Como escribimos con dos o tres semanas de antelación, no sé si el suyo habrá salido ya. Tampoco sé si habrá muchas coincidencias, aunque imagino que las suficientes. En lo tocante a películas sobre la Segunda Guerra Mundial, yo añadiría Roma, cittá aperta, Mi mejor enemigo –tiernísima, con David Niven y Alberto Sordi–, Los cañones de Navarone, El día más largo, El puente sobre el río Kwai y algunas más. Entre ellas, Las ratas del desierto, Arenas sangrientas –John Wayne como sargento de marines–, 5 tumbas al Cairo, Comando en el mar de la China, Torpedo, El tren –con Burt Lancaster, obra maestra– o la excelente Un taxi para Tobruk, con Lino Ventura y Hardy Kruger, clásico entrañable de la guerra en el Norte de África.
Sin olvidar la rusa La infancia de Iván, la italiana Le quattro giornatte di Napoli y la también italiana –ésta de hace muy poco, y buenísima– Il partigiano Johnny. Pues, aunque las mejores películas de la Segunda Guerra Mundial se rodaron entre los años 40 y 60, es justo mencionar algunos importantes títulos posteriores. Como la primera mitad de Doce del patíbulo, por ejemplo. O Un puente lejano. O El submarino, de Wolfgang Petersen. Sin olvidar, claro, Salvad al soldado Ryan, ni la extraordinaria serie de televisión Hermanos de sangre.
No puedo rematar un artículo sobre películas de la Segunda Guerra Mundial sin citar, aun dejándome muchas en el cartucho de tinta de la impresora, dos que están entre mis favoritas. Una es No eran imprescindibles –Robert Montgomery, John Wayne y Patricia Neal–, donde John Ford cuenta la conmovedora historia de una flotilla de lanchas torpederas en las Filipinas invadidas por los japoneses. La otra es El hombre que nunca existió, episodio real de espionaje –Clifton Webb es el protagonista, con Stephen Boyd, el Mesala de Ben Hur, haciendo de agente alemán– sobre cómo el cadáver de un hombre desconocido se convirtió en héroe de guerra y ganó una batalla.
En mi opinión, quien consiga añadir esos dos títulos a la mayor parte de los citados arriba, puede darse por satisfecho. Dispone de una filmografía bastante completa sobre la Segunda Guerra Mundial. Un botín precioso y envidiable.
Otro día, si les apetece, hablaremos de cine del Oeste.
Películas de guerra
ARTURO PÉREZ-REVERTE |
Cenaba la otra noche con Javier Marías y Agustín Díaz Yanes. Cada vez que nos juntamos –somos de la misma generación: Hazañas Bélicas, Capitán Tueno y el Jabato, cine con bolsa de pipas– acabamos hablando de libros y de las películas que más nos gustan: las del Oeste y las de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo aquéllas de los años cincuenta, a ser posible con comando inglés dentro. A Tano, sobre todo, le metes unos comandos ingleses en una película en blanco y negro y se le saltan las lágrimas de felicidad. Y si encima intentan matar a Rommel cerca de Tobruk, levita. El caso es que estuvimos comentando la última que hemos rescatado en deuvedé, que es El infierno de los héroes –José Ferrer al mando de una incursión de kayaks en la costa francesa–, e hicimos los votos acostumbrados para que a alguna distribuidora se le ocurra sacar dos títulos que llevamos casi cincuenta años esperando ver de nuevo: Yo fui el doble de Montgomery y Fugitivos del desierto: aquélla de John Mills, con Anthonty Quayle de espía alemán. Por mi parte, y ya que mis favoritas son las de guerra en el mar –los tres coincidimos en que Hundid el Bismarck y Duelo en el Atlántico son joyas del género, sin despreciar, claro, Náufragos y Sangre, sudor y lágrimas–, la película que me hará caer de rodillas dando gracias a Dios el día que me la tope es Bajo diez banderas, de la que sólo tengo una vieja copia en cinta de vídeo: la historia del corsario alemán Atlantis, con un inolvidable Van Heflin interpretando el papel del comandante Rogge, y Charles Laughton en el papel, sublime, de almirante inglés. Cine de verdad, en una palabra. Del que veías con diez o doce años y te marcaba para toda la vida.
Comentamos, al hilo de esto, que tanto al rey de Redonda como al arriba firmante nos llegan a menudo cartas de lectores solicitando listas de películas. Yo no suelo meterme en tales jardines, pues una cosa es hablar de lo que te gusta, sin dar muchas explicaciones, y otra establecer listas más o menos canónicas que siempre, en última instancia, resultan subjetivas y pueden decepcionar al respetable.
Hay una película, por ejemplo, que Javier, Tano y yo consideramos obra maestra indiscutible: Vida y muerte del coronel Blimp, dirigida por nuestros admirados Powell y Pressburger –los de La batalla del río de la Plata, por cierto, sobre el Graf Spee–; pero no estoy seguro de que algunos jóvenes espectadores la aprecien del modo incondicional en que la apreciamos nosotros. Son otros tiempos, y otros cines. Otros públicos.
De cualquier modo, Javier y yo nos comprometimos durante la cena a publicar algún artículo hablando de esas películas, cada uno en el suplemento dominical donde le da a la tecla. Como escribimos con dos o tres semanas de antelación, no sé si el suyo habrá salido ya. Tampoco sé si habrá muchas coincidencias, aunque imagino que las suficientes. En lo tocante a películas sobre la Segunda Guerra Mundial, yo añadiría Roma, cittá aperta, Mi mejor enemigo –tiernísima, con David Niven y Alberto Sordi–, Los cañones de Navarone, El día más largo, El puente sobre el río Kwai y algunas más. Entre ellas, Las ratas del desierto, Arenas sangrientas –John Wayne como sargento de marines–, 5 tumbas al Cairo, Comando en el mar de la China, Torpedo, El tren –con Burt Lancaster, obra maestra– o la excelente Un taxi para Tobruk, con Lino Ventura y Hardy Kruger, clásico entrañable de la guerra en el Norte de África.
Sin olvidar la rusa La infancia de Iván, la italiana Le quattro giornatte di Napoli y la también italiana –ésta de hace muy poco, y buenísima– Il partigiano Johnny. Pues, aunque las mejores películas de la Segunda Guerra Mundial se rodaron entre los años 40 y 60, es justo mencionar algunos importantes títulos posteriores. Como la primera mitad de Doce del patíbulo, por ejemplo. O Un puente lejano. O El submarino, de Wolfgang Petersen. Sin olvidar, claro, Salvad al soldado Ryan, ni la extraordinaria serie de televisión Hermanos de sangre.
No puedo rematar un artículo sobre películas de la Segunda Guerra Mundial sin citar, aun dejándome muchas en el cartucho de tinta de la impresora, dos que están entre mis favoritas. Una es No eran imprescindibles –Robert Montgomery, John Wayne y Patricia Neal–, donde John Ford cuenta la conmovedora historia de una flotilla de lanchas torpederas en las Filipinas invadidas por los japoneses. La otra es El hombre que nunca existió, episodio real de espionaje –Clifton Webb es el protagonista, con Stephen Boyd, el Mesala de Ben Hur, haciendo de agente alemán– sobre cómo el cadáver de un hombre desconocido se convirtió en héroe de guerra y ganó una batalla.
En mi opinión, quien consiga añadir esos dos títulos a la mayor parte de los citados arriba, puede darse por satisfecho. Dispone de una filmografía bastante completa sobre la Segunda Guerra Mundial. Un botín precioso y envidiable.
Otro día, si les apetece, hablaremos de cine del Oeste.
900 euros al mes
PATENTE DE CORSO
900 euros al mes
ARTURO PÉREZ-REVERTE |
El otro día escuché a la ministra de Educación. Me parece que era ella. Y si no, da igual. Sería otra pava que hablaba como la ministra de Educación. Títulos, por cierto, el de ministra y el de Educación, que en España parecen sarcasmos.
O que lo son. La oí satisfecha de esto y aquello, goteando agua de limón, encantada de que, gracias a ella y sus colegas, el nivel cultural y educativo de los españoles de España vaya a estar a la cabeza de Europa de aquí a nada, e incluso antes, merced a su buen pulso y a sus previsiones astutas, que tienen rima. Con rutas y con virutas.
Después, en el mismo telediario, creo, escuché a un ministro de Economía –por llamarlo de alguna forma– que anda camuflado y con gafas de sol, pese a lo arrogante que era en otro tiempo, después de pasar una larga temporada justificando lo injustificable.
Y me dije: hay que ver, Arturete, qué poco trecho va, en esta perra vida, de fulano respetable a ministro, y de ahí a marioneta o sicario. Pero lo que me tocó el trigémino fue que ambos, ministra y ministro, mencionaran a los jóvenes y el futuro, en sus respectivos largues, sin despeinarse. Esos jóvenes llenos de futuro por los que tanto curran. Y se desvelan.
Así que voy a proporcionarles hoy, para facilitar un poquito el desvelo, el retrato robot de uno de esos jóvenes por los que cada día, en los ministerios correspondientes, se rompen abnegadamente los cuernos. Puede valer como ejemplo una de las cartas que me llegaron esta semana: la de una chica de 28 años que trabaja en una tienda de Reus cobrando 900 euros al mes. Con novio desde hace dos años. Un chaval noblote y atento, pero con quien no puede irse a vivir, como quisiera, entre otras razones porque él lleva ya seis meses en el paro; y ella, por su parte, carga en su casa con todo el peso de la economía familiar.
Porque esa es otra. Con la chica viven su padre y su madre. Ésta, enferma de epilepsia, después de trabajar quince años sin que la dieran de alta en la Seguridad Social, no tiene trabajo, ni ayuda, ni pensión; y los setenta euros que se gasta cada mes en medicinas –un hachazo para la mermada economía familiar– tiene que dárselos su hija.
Había en casa una cuarta persona, segunda hija, estudiante, que trabajaba cuando podía hasta que también se quedó sin empleo, y tuvo que irse a vivir a casa de su novio, con la familia de éste, porque en su casa una estudiante era una boca más y no había modo de mantenerla.
En cuanto al padre, nos vale también para retrato robot del español medio. Echado a la calle de la empresa donde estuvo veinticinco años trabajando, perdió el juicio, como cada vez, o casi, que un trabajador se enfrenta en solitario a una multinacional. Después tuvo que pagar las costas procesales y la minuta del abogado, y ni siquiera pudo cobrar el finiquito. Ruina total. Tuvo que dejar el piso que ya estaba casi pagado, malvender el camión con el que trabajaba, liquidar letras e irse a vivir a un sitio más modesto, pagando 900 euros mensuales de hipoteca más gastos de comunidad.
Al cabo de un tiempo de estar en el paro consiguió, temporalmente, un trabajo de seis días a la semana llevando un tráiler al extranjero, por 1.600 euros mensuales que, descontados seguros, hipoteca, comida, teléfono e impuestos, no alcanzaban a pagar la luz, el agua y el gas.
Pero ese dinero lo dejó de cobrar al quedarse de nuevo en paro por la crisis –ésa que no iba a existir, y que ahora sólo durará, afirman, un par de telediarios–. Y resulta, para resumir, que un hombre que ha trabajado toda su vida, desde los catorce años, se encuentra a los cincuenta y tres con que el mes que viene no puede pagar la hipoteca de la humilde vivienda donde se refugió tras perder el primer trabajo y la otra. Porque no tiene los cochinos 900 euros cada mes. Porque resulta que el único dinero que entra en casa, justo esa cantidad, es el que gana su hija: la joven cuyo futuro maravilloso planean con tanto esmero y eficacia la ministra de Educación, el de Economía y el resto de la peña. Y esa chica, con el sueldo miserable que percibe por trabajar ocho horas diarias seis días a la semana, con la casa familiar puesta a su nombre –el padre, comido de embargos, no pudo ponerla al suyo–, tiene ahora la angustia añadida de que, con los tiempos que vienen, o están aquí, en la tienda entra menos gente, y cualquier día pueden cerrarla y ponerla a ella en la calle. Y mientras, mantiene a su padre y a su madre, paga la luz, el agua, el gas y el teléfono, compra comida y lleva un año sin permitirse un libro o un revista, ni ir a un museo –los cobran– ni al cine, ni salir con su novio un sábado por la noche. Porque no puede. Porque no tiene con qué pagarse, a los veintiocho años y con una carrera hecha, trabajando desde hace cuatro, una puta cerveza.
Así que ya ven. Barrunto que la ministra de Educación, y el de Economía, y la ilustre madre que los parió, no hablan de los mismos jóvenes. Ni de la misma España.
900 euros al mes
ARTURO PÉREZ-REVERTE |
El otro día escuché a la ministra de Educación. Me parece que era ella. Y si no, da igual. Sería otra pava que hablaba como la ministra de Educación. Títulos, por cierto, el de ministra y el de Educación, que en España parecen sarcasmos.
O que lo son. La oí satisfecha de esto y aquello, goteando agua de limón, encantada de que, gracias a ella y sus colegas, el nivel cultural y educativo de los españoles de España vaya a estar a la cabeza de Europa de aquí a nada, e incluso antes, merced a su buen pulso y a sus previsiones astutas, que tienen rima. Con rutas y con virutas.
Después, en el mismo telediario, creo, escuché a un ministro de Economía –por llamarlo de alguna forma– que anda camuflado y con gafas de sol, pese a lo arrogante que era en otro tiempo, después de pasar una larga temporada justificando lo injustificable.
Y me dije: hay que ver, Arturete, qué poco trecho va, en esta perra vida, de fulano respetable a ministro, y de ahí a marioneta o sicario. Pero lo que me tocó el trigémino fue que ambos, ministra y ministro, mencionaran a los jóvenes y el futuro, en sus respectivos largues, sin despeinarse. Esos jóvenes llenos de futuro por los que tanto curran. Y se desvelan.
Así que voy a proporcionarles hoy, para facilitar un poquito el desvelo, el retrato robot de uno de esos jóvenes por los que cada día, en los ministerios correspondientes, se rompen abnegadamente los cuernos. Puede valer como ejemplo una de las cartas que me llegaron esta semana: la de una chica de 28 años que trabaja en una tienda de Reus cobrando 900 euros al mes. Con novio desde hace dos años. Un chaval noblote y atento, pero con quien no puede irse a vivir, como quisiera, entre otras razones porque él lleva ya seis meses en el paro; y ella, por su parte, carga en su casa con todo el peso de la economía familiar.
Porque esa es otra. Con la chica viven su padre y su madre. Ésta, enferma de epilepsia, después de trabajar quince años sin que la dieran de alta en la Seguridad Social, no tiene trabajo, ni ayuda, ni pensión; y los setenta euros que se gasta cada mes en medicinas –un hachazo para la mermada economía familiar– tiene que dárselos su hija.
Había en casa una cuarta persona, segunda hija, estudiante, que trabajaba cuando podía hasta que también se quedó sin empleo, y tuvo que irse a vivir a casa de su novio, con la familia de éste, porque en su casa una estudiante era una boca más y no había modo de mantenerla.
En cuanto al padre, nos vale también para retrato robot del español medio. Echado a la calle de la empresa donde estuvo veinticinco años trabajando, perdió el juicio, como cada vez, o casi, que un trabajador se enfrenta en solitario a una multinacional. Después tuvo que pagar las costas procesales y la minuta del abogado, y ni siquiera pudo cobrar el finiquito. Ruina total. Tuvo que dejar el piso que ya estaba casi pagado, malvender el camión con el que trabajaba, liquidar letras e irse a vivir a un sitio más modesto, pagando 900 euros mensuales de hipoteca más gastos de comunidad.
Al cabo de un tiempo de estar en el paro consiguió, temporalmente, un trabajo de seis días a la semana llevando un tráiler al extranjero, por 1.600 euros mensuales que, descontados seguros, hipoteca, comida, teléfono e impuestos, no alcanzaban a pagar la luz, el agua y el gas.
Pero ese dinero lo dejó de cobrar al quedarse de nuevo en paro por la crisis –ésa que no iba a existir, y que ahora sólo durará, afirman, un par de telediarios–. Y resulta, para resumir, que un hombre que ha trabajado toda su vida, desde los catorce años, se encuentra a los cincuenta y tres con que el mes que viene no puede pagar la hipoteca de la humilde vivienda donde se refugió tras perder el primer trabajo y la otra. Porque no tiene los cochinos 900 euros cada mes. Porque resulta que el único dinero que entra en casa, justo esa cantidad, es el que gana su hija: la joven cuyo futuro maravilloso planean con tanto esmero y eficacia la ministra de Educación, el de Economía y el resto de la peña. Y esa chica, con el sueldo miserable que percibe por trabajar ocho horas diarias seis días a la semana, con la casa familiar puesta a su nombre –el padre, comido de embargos, no pudo ponerla al suyo–, tiene ahora la angustia añadida de que, con los tiempos que vienen, o están aquí, en la tienda entra menos gente, y cualquier día pueden cerrarla y ponerla a ella en la calle. Y mientras, mantiene a su padre y a su madre, paga la luz, el agua, el gas y el teléfono, compra comida y lleva un año sin permitirse un libro o un revista, ni ir a un museo –los cobran– ni al cine, ni salir con su novio un sábado por la noche. Porque no puede. Porque no tiene con qué pagarse, a los veintiocho años y con una carrera hecha, trabajando desde hace cuatro, una puta cerveza.
Así que ya ven. Barrunto que la ministra de Educación, y el de Economía, y la ilustre madre que los parió, no hablan de los mismos jóvenes. Ni de la misma España.
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