En una ciudad normal –según tengo entendido–, cuando uno quiere intercambios carnales de tipo mercenario, o sea, pagando, y es forastero o no conoce el percal, sube a un taxi y dice: «Al barrio de las putas, hágame usted el favor». Y de camino, si el taxista es un tío enrollado, te ilustra sobre las mejores esquinas, los antros adecuados para tomar algo, e incluso recomienda que una vez metido en faena preguntes por Greta, por Ivonne, por Makarova o por la casa de madame Lumumba, que son limpias y de confianza. Detalles útiles y cosas así. Luego, al llegar a la zona de lanzamiento, le das una propina al taxista, te buscas la vida, y al que Dios se la dé, que san Pedro se la bendiga. Lo de siempre.
En Madrid, capital de las Españas, es distinto. Una ventaja de esta ciudad es que te ahorras el taxi. Quien desee irse de putas las encuentra con facilidad en el centro mismo, a cualquier hora. Incluso quien no tiene la menor intención de tocar ese registro, se las tropieza con una frecuencia pasmosa. Basta dar una vuelta por el corazón turístico y comercial de la urbe para observar un surtido panorama. Eso no ocurre en otras capitales de Europa, donde, por el qué dirán o por lo que sea, el puterío se limita a calles tradicionales y discretas, alejadas de las grandes vías de tránsito peatonal. No ya porque el comercio venéreo tenga un punto vergonzoso y bajuno –que lo tiene– ni porque la gentuza que suele pulular en torno sea todo menos ejemplar, sino por razones de pura estética urbana. No recuerdo, salvo error u omisión, haber visto nunca las aceras del bulevar Saint Germain, el Chiado lisboeta o las inmediaciones de la plaza Navona, por ejemplo, llenas de lumis. En Madrid, sin embargo, sus equivalentes están hasta los topes. Y la verdad: queda feo. Cada cosa es cada cosa. Como dicen en Culiacán, Sinaloa, cada chango en su mecate.
No tengo nada contra las lumis, ojo. Alguien tiene que parir a ciertos políticos de los que mojan en nuestras diecisiete salsas y nos animan el telediario. Lo que pasa es que, a veces, la situación puede ser incómoda. La otra noche paseaba, después de cenar, con unos amigos guiris camino de su hotel en la Gran Vía. Y subiendo de la puerta del Sol junto a los cines de la calle principal del centro de Madrid, entre la basura y suciedad acumulada por todas partes, pasamos revista a un variopinto surtido puteril –todo de importación– comparado con el cual, aquellas busconas nacionales de antaño, tan arregladas ellas, con su bolso y su cigarrillo en los labios fríos como la Lirio, apoyadas en el quicio de la mancebía, parecían condesas de Romanones, o por ahí. Las señoras que venían en el grupo de mis amigos, que al principio miraban el paisaje entre curiosas y sorprendidas, terminaron por acojonarse, sobre todo a causa del ganado masculino que circulaba cerca, incluidos los fulanos que se empeñaban en darnos a todos tarjetitas sobre pornotiendas y puticlubs ad hoc situados, supongo, en las cercanías.
El caso es que, a medio paseo, una de las guiris, Silvie, que es gabacha, me preguntó: «¿Siempre es esto así, tan elegante?». Y no tuve más remedio que confirmarle que sí, y que no sólo de noche. Que también de día, la vieja prostitución antes limitada a la cercana calle de la Ballesta hace tiempo desbordó los límites para desparramarse por las cercanías de la puerta del Sol, sin que el Ayuntamiento pueda o quiera impedirlo, aunque a los vecinos y comerciantes se los llevan los diablos. «¿Y no hay normas que regulen esto?», preguntó Silvie, toda ingenua. Entonces tuve que emplear unos diez minutos de paseo –a razón de una puta presente cada quince segundos– para explicarle que esto es España, niña. La democracia más avanzada y puntera de Europa. ¿Lo captas? El pasmo del mundo y de Triana, o sea. ¿Nunca oíste hablar de la Alianza de Putilizaciones? Cualquiera que estorbe a una extranjera, por ejemplo, el libre ejercicio de su chichi en donde le apetezca a ella y a su chulo, es un xenófobo y un fascista. Es algo parecido –añadí– a lo de aquel mendigo español que antes tuvimos que esquivar porque estaba tirado en el suelo, cortándonos el paso en la acera. Si un guardia le pide que circule, la gente increpará al guardia, y con razón, por abuso de autoridad. Y lo mismo hasta le dan de hostias. Al guardia.
Después de escuchar aquello, Silvie no volvió a abrir la boca. Yo adivinaba sus pensamientos: una ciudad donde nadie puede controlar el lugar donde cualquiera campa por sus respetos es una auténtica mierda; pero cada cual tiene las ciudades que se merece. Advertí que eso era lo que estaba pensando. Aunque, por suerte, no lo dijo. Silvie es una chica educada. Me habría puesto en un compromiso.
30 nov 2009
PATENTE DE CORSO La curva diabólica
Hace unos meses me calzaron una multa. Tomé a 123 kilómetros por hora, en la autovía de Madrid a Sevilla, una curva suave con velocidad limitada a 100.
La pagué sin rechistar, aunque esa curva era imposible tomarla a la velocidad indicada.
Iba yo a mi marcha normal, en una recta, atento a que la aguja del velocímetro no superase los 120 kilómetros por hora; y de pronto, mientras adelantaba a otro coche, me encontré con el inesperado cartel de todo a cien.
Mientras intentaba reaccionar ante la señal imprevista, miraba por el retrovisor, concluía el adelantamiento y regresaba al carril derecho, un radar oculto me hizo la foto.
Pagué, como digo, sin darle más vueltas; aunque preguntándome a qué hijo de la gran puta de la Dirección General de Tráfico se le había ocurrido poner una limitación de 100 kilómetros por hora y un radar oculto en un lugar donde maldita la falta que hace, y donde hasta los más correctos conductores tienen difícil reducir de pronto veinte kilómetros la velocidad sin dar un frenazo.
Recuerdo que antes había –todavía queda alguna, aunque pocas– señales cuadradas, azules, recomendando reducir la velocidad en algunos tramos. Pero no es lo mismo, claro. Con recomendaciones no se expolia al ciudadano. No se recauda viruta.
En mi siguiente viaje a Andalucía, hace una semana, decidí respetar escrupulosamente cada señal que se pusiera a tiro: autopistas a 120, curvas de autovía a 80 y demás parafernalia limitadora.
Y ya se lo pueden imaginar: mientras por mi lado pasaban zumbando coches abonados al carril izquierdo, con una seguridad pasmosa, basada, supongo, en los Gepetos, o como se llamen, que te chivan «radar en curva tal, limitación en tramo cual, puticlub en vía de servicio», yo iba como un gilipollas, despacito, doliéndome los ojos de mirar el velocímetro.
Más atento a la aguja que a la carretera. Si llega a verme la Guardia Civil, me paran a fin de besarme en la boca. Con lengua.
Entonces llegué a la curva diabólica. No era la misma de la multa, aunque se parecía.
Esta vez, el funcionario encargado de trabajar el asunto había echado el resto, esmerándose hasta extremos maquiavélicos.
Ni mi amigo el Gringo, que montaba emboscadas en Nicaragua con astutas combinaciones de minas Claymore, ametralladoras y fuego cruzado, tenía la mitad del talento que este profesor Moriarty del tráfico por carretera.
Primero, al final de una larga recta de la autovía, una señal de limitación a 100 y un aviso de radar obligaban a reducir la velocidad en una curva suave, a cuya salida, en otra larguísima recta, no había ninguna señal de retorno a los 120.
Eso obligaba a rodar durante un buen tramo con la incertidumbre de si podías acelerar un poco, o no. Al fin, a los dos tercios de la recta, aparecía el 120. Y justo cuando pisabas acelerador para ponerte a esa velocidad, ante una curva en forma de suave doble ese, una limitación a 100 te hacía frenar de nuevo. Así lo hice. Y lie una pajarraca de cojón de pato.
A ver si me explico. La señal la vi mientras adelantaba a un enorme camión trailer, que rodaba a unos cuarenta metros de otro que lo precedía.
Consciente de que si continuaba rebasaría la velocidad permitida, me pasé al carril derecho, entre los dos camiones. Pero éstos no circulaban a 100 kilómetros por hora, sino a más.
En un instante tuve un pavoroso y descomunal radiador pegado a la chepa. Incómodo con mi maniobra de conductor ejemplar, el camionero me dio las luces, tocó el claxon y, supongo, mentó a mi madre.
Angustiado, asomé un poco a ver si podía, con un acelerón intrépido, adelantar al camión que tenía delante y salir de aquella trampa saducea.
Entonces, entre curva y curva, mientras pasaban coches zumbando por mi izquierda sin hacer caso de mi intermitente, vi una señal de limitación a 90. A todo esto, el gigantesco radiador de atrás me desbordaba el retrovisor: lo tenía a un palmo. De perdidos al río, dije.
Aceleré adelantando al camión de delante, la aguja subió a 130, y en ese momento vi otra señal de limitación de velocidad, ésta de 80 kilómetros por hora. Frené, ya en el carril izquierdo, poniéndome a 90; y el camión de atrás, que había iniciado la maniobra de adelantarme, soltó otro bocinazo. A esas alturas de la vida ya me daba todo igual, así que pisé hasta 140, me puse delante del primer trailer y frené para reducir hasta 100.
El claxon de ese camión hizo vibrar mis cristales. Me hallaba, comprobé cuando al fin levanté los ojos del velocímetro y dejé de mirar el retrovisor, en una sucesión de curvas suaves, pero no tenía ni puta idea de cuál era la velocidad correcta allí: si 80 o 120.
Me puse a 90, por si las moscas. Entonces los dos camiones me adelantaron, uno tras otro, y tras ellos la fila de coches que la maniobra había amontonado detrás. Algunos conductores se volvían a mirarme. Ciscándose, imagino, en todos mis muertos.
Ignoro si los picoletos estarían cerca, haciendo fotos o grabándome. De ser así, sugiero colgarlo en Youtube, e ir a medias. Nos íbamos a forrar.
La pagué sin rechistar, aunque esa curva era imposible tomarla a la velocidad indicada.
Iba yo a mi marcha normal, en una recta, atento a que la aguja del velocímetro no superase los 120 kilómetros por hora; y de pronto, mientras adelantaba a otro coche, me encontré con el inesperado cartel de todo a cien.
Mientras intentaba reaccionar ante la señal imprevista, miraba por el retrovisor, concluía el adelantamiento y regresaba al carril derecho, un radar oculto me hizo la foto.
Pagué, como digo, sin darle más vueltas; aunque preguntándome a qué hijo de la gran puta de la Dirección General de Tráfico se le había ocurrido poner una limitación de 100 kilómetros por hora y un radar oculto en un lugar donde maldita la falta que hace, y donde hasta los más correctos conductores tienen difícil reducir de pronto veinte kilómetros la velocidad sin dar un frenazo.
Recuerdo que antes había –todavía queda alguna, aunque pocas– señales cuadradas, azules, recomendando reducir la velocidad en algunos tramos. Pero no es lo mismo, claro. Con recomendaciones no se expolia al ciudadano. No se recauda viruta.
En mi siguiente viaje a Andalucía, hace una semana, decidí respetar escrupulosamente cada señal que se pusiera a tiro: autopistas a 120, curvas de autovía a 80 y demás parafernalia limitadora.
Y ya se lo pueden imaginar: mientras por mi lado pasaban zumbando coches abonados al carril izquierdo, con una seguridad pasmosa, basada, supongo, en los Gepetos, o como se llamen, que te chivan «radar en curva tal, limitación en tramo cual, puticlub en vía de servicio», yo iba como un gilipollas, despacito, doliéndome los ojos de mirar el velocímetro.
Más atento a la aguja que a la carretera. Si llega a verme la Guardia Civil, me paran a fin de besarme en la boca. Con lengua.
Entonces llegué a la curva diabólica. No era la misma de la multa, aunque se parecía.
Esta vez, el funcionario encargado de trabajar el asunto había echado el resto, esmerándose hasta extremos maquiavélicos.
Ni mi amigo el Gringo, que montaba emboscadas en Nicaragua con astutas combinaciones de minas Claymore, ametralladoras y fuego cruzado, tenía la mitad del talento que este profesor Moriarty del tráfico por carretera.
Primero, al final de una larga recta de la autovía, una señal de limitación a 100 y un aviso de radar obligaban a reducir la velocidad en una curva suave, a cuya salida, en otra larguísima recta, no había ninguna señal de retorno a los 120.
Eso obligaba a rodar durante un buen tramo con la incertidumbre de si podías acelerar un poco, o no. Al fin, a los dos tercios de la recta, aparecía el 120. Y justo cuando pisabas acelerador para ponerte a esa velocidad, ante una curva en forma de suave doble ese, una limitación a 100 te hacía frenar de nuevo. Así lo hice. Y lie una pajarraca de cojón de pato.
A ver si me explico. La señal la vi mientras adelantaba a un enorme camión trailer, que rodaba a unos cuarenta metros de otro que lo precedía.
Consciente de que si continuaba rebasaría la velocidad permitida, me pasé al carril derecho, entre los dos camiones. Pero éstos no circulaban a 100 kilómetros por hora, sino a más.
En un instante tuve un pavoroso y descomunal radiador pegado a la chepa. Incómodo con mi maniobra de conductor ejemplar, el camionero me dio las luces, tocó el claxon y, supongo, mentó a mi madre.
Angustiado, asomé un poco a ver si podía, con un acelerón intrépido, adelantar al camión que tenía delante y salir de aquella trampa saducea.
Entonces, entre curva y curva, mientras pasaban coches zumbando por mi izquierda sin hacer caso de mi intermitente, vi una señal de limitación a 90. A todo esto, el gigantesco radiador de atrás me desbordaba el retrovisor: lo tenía a un palmo. De perdidos al río, dije.
Aceleré adelantando al camión de delante, la aguja subió a 130, y en ese momento vi otra señal de limitación de velocidad, ésta de 80 kilómetros por hora. Frené, ya en el carril izquierdo, poniéndome a 90; y el camión de atrás, que había iniciado la maniobra de adelantarme, soltó otro bocinazo. A esas alturas de la vida ya me daba todo igual, así que pisé hasta 140, me puse delante del primer trailer y frené para reducir hasta 100.
El claxon de ese camión hizo vibrar mis cristales. Me hallaba, comprobé cuando al fin levanté los ojos del velocímetro y dejé de mirar el retrovisor, en una sucesión de curvas suaves, pero no tenía ni puta idea de cuál era la velocidad correcta allí: si 80 o 120.
Me puse a 90, por si las moscas. Entonces los dos camiones me adelantaron, uno tras otro, y tras ellos la fila de coches que la maniobra había amontonado detrás. Algunos conductores se volvían a mirarme. Ciscándose, imagino, en todos mis muertos.
Ignoro si los picoletos estarían cerca, haciendo fotos o grabándome. De ser así, sugiero colgarlo en Youtube, e ir a medias. Nos íbamos a forrar.
Feissbook’ Maruja Torres
Estaba llegando al tiempo límite para escribir este artículo, pero mi humor me impedía ponerme a la tarea. Había pasado los últimos días discutiendo con personas desagradables, o que súbitamente se revelaban como desagradables. No antipáticas; no tengo nada contra los antipáticos.
Estoy de acuerdo con Eduardo Mendoza en que la simpatía está sobrevaluada. Hay gente, sin embargo, que más que nada es desaboría, borde, agria, estúpida, destemplada.
“Soy una fanática de ‘Feissbook’. Es el equivalente de una tertulia de café”
No podía ponerme a escribir con semejante ánimo. De repente, bombilla. Idea. Pequeña, pero sencilla. Humilde, pero contemporánea. Ideíta.
¿Por qué no hablarles a ustedes de mis amigos de Feissbook, que nunca me defraudan? Soy una fanática de Feissbook, lo saben, y no ceso de recomendársela a mis coetáneos, no tanto como remedio contra la soledad, porque, a ciertas alturas, tiene que haberse alcanzado la soledad necesaria, así como rechazado el aislamiento. Recomiendo esta red social porque sí.
Porque es divertida, porque es el equivalente estilizado y galopante de una tertulia de café. Sueltas un tema, o te lo sueltan, y se te enrollan o te enrollas. Nos recomendamos libros, nos pasamos artículos, criticamos, alabamos. O simplemente nos transmitimos la pereza, la esperanza, el descreimiento, la alegría.
Uno de los obstáculos que con mayor frecuencia me han planteado los anti-redes se refiere a la posibilidad de que cualquiera pueda mirar o reproducir tus fotos. Bueno, ¿y qué? No existe ninguna foto mía comprometedora -una que me hicieron bailando con Julio Iglesias la incluí yo misma en uno de mis libros, en plan mea culpa-, porque jamás me han captado, por ejemplo, escuchando a Jiménez Losantos.
Por otra parte, qué importa un poco más de control granhermanesco sobre nuestras vidas.
Así que voy a interactuar de la muerte colando aquí a mis compinches de Feissbook. No creo que esta empresa se moleste porque son unos cuantos y, contando a ellos y a sus familiares, que querrán enmarcar este artículo, serán unas cuantas ventas más.
Iré por orden de cómo vayan saliendo y a tenor de sus respuestas recibidas, del planeta para mí, en mi apartamento de Beirut, gracias a Feissbook, y les nombraré cumplidamente. María, que degusta tapas de jamón ibérico en una tasca de Madrid. Bárbara, que está en Los Ángeles ¡y pasea a pie! Susana, que afronta con ánimos los fríos de León. Marisa, en el precioso Santander, seguramente leyendo.
Manolo, siempre a flote: lo último suyo me llegó desde debajo del edificio de Telefónica, en la Gran Vía, Madrid. Miriam, en Sant Cugat del Vallès, rodeada de adolescentes. Samuel, reportero gráfico, estaba en la plaza de la Mercè, Barcelona, todavía cabreado porque debería hallarse en Cuba, pero el Gobierno cubano negó la entrada a la agencia de prensa para la que trabaja, y que denuncia la libertad de expresión. Alberto, en Ciudad de México, pero siempre tan cercano. Inés, en Galapagar, hermosa sierra.
Isabel, con su hijita Julia, en Lavapiés. José, en Lucena, pensando en los moriscos. Nuria T., tomándose un té en su casita de El Cairo. Maje, saliendo exasperada de una reunión de vecinos, en Palma de Mallorca. Paloma, de vuelta a Madrid tras las vacaciones. Victoria, en Viena, practicando Mallorca, de Albéniz, a la guitarra; y que aprovecha para saludar a su madre, que estará leyendo. Saludos también de mi parte, a madres y padres.
He dejado para el final a Nuria Viajera, que está en Sevilla y que últimamente ha cambiado a Portadora del Tesoro porque espera un bebé, y puntualmente nos da noticias del embrioncito. Parece que también seré una especie de abuela Feissbook.
Pueden darse cuenta de que los periódicos todavía sirven para algo. Para saludar a la gente que no derrama mala onda, y que lo mismo se desparrama por Internet que lee este suplemento.
De modo que, para terminar, les desearé a todos y cada uno de ustedes lo que solemos desear en la red social: ¡Buen díaaaaaaaa! Cómo me gustaría añadir: ¿Qué están haciendo? ¿En dónde se encuentran? ¿Cómo es el paisaje? ¿Están a gusto, se quieren? ¿Qué planes tienen para esta tarde? ¿Han visto ya la película de Tosar? Qué lástima, a Beirut no llega. Tener charletas, en lugar de lanzar sermones. En eso nos ha vencido Internet, pero como no estamos muertos, una vez puestos en pie podemos correr a descubrir sus delicias. Y disfrutarlas.
Estoy de acuerdo con Eduardo Mendoza en que la simpatía está sobrevaluada. Hay gente, sin embargo, que más que nada es desaboría, borde, agria, estúpida, destemplada.
“Soy una fanática de ‘Feissbook’. Es el equivalente de una tertulia de café”
No podía ponerme a escribir con semejante ánimo. De repente, bombilla. Idea. Pequeña, pero sencilla. Humilde, pero contemporánea. Ideíta.
¿Por qué no hablarles a ustedes de mis amigos de Feissbook, que nunca me defraudan? Soy una fanática de Feissbook, lo saben, y no ceso de recomendársela a mis coetáneos, no tanto como remedio contra la soledad, porque, a ciertas alturas, tiene que haberse alcanzado la soledad necesaria, así como rechazado el aislamiento. Recomiendo esta red social porque sí.
Porque es divertida, porque es el equivalente estilizado y galopante de una tertulia de café. Sueltas un tema, o te lo sueltan, y se te enrollan o te enrollas. Nos recomendamos libros, nos pasamos artículos, criticamos, alabamos. O simplemente nos transmitimos la pereza, la esperanza, el descreimiento, la alegría.
Uno de los obstáculos que con mayor frecuencia me han planteado los anti-redes se refiere a la posibilidad de que cualquiera pueda mirar o reproducir tus fotos. Bueno, ¿y qué? No existe ninguna foto mía comprometedora -una que me hicieron bailando con Julio Iglesias la incluí yo misma en uno de mis libros, en plan mea culpa-, porque jamás me han captado, por ejemplo, escuchando a Jiménez Losantos.
Por otra parte, qué importa un poco más de control granhermanesco sobre nuestras vidas.
Así que voy a interactuar de la muerte colando aquí a mis compinches de Feissbook. No creo que esta empresa se moleste porque son unos cuantos y, contando a ellos y a sus familiares, que querrán enmarcar este artículo, serán unas cuantas ventas más.
Iré por orden de cómo vayan saliendo y a tenor de sus respuestas recibidas, del planeta para mí, en mi apartamento de Beirut, gracias a Feissbook, y les nombraré cumplidamente. María, que degusta tapas de jamón ibérico en una tasca de Madrid. Bárbara, que está en Los Ángeles ¡y pasea a pie! Susana, que afronta con ánimos los fríos de León. Marisa, en el precioso Santander, seguramente leyendo.
Manolo, siempre a flote: lo último suyo me llegó desde debajo del edificio de Telefónica, en la Gran Vía, Madrid. Miriam, en Sant Cugat del Vallès, rodeada de adolescentes. Samuel, reportero gráfico, estaba en la plaza de la Mercè, Barcelona, todavía cabreado porque debería hallarse en Cuba, pero el Gobierno cubano negó la entrada a la agencia de prensa para la que trabaja, y que denuncia la libertad de expresión. Alberto, en Ciudad de México, pero siempre tan cercano. Inés, en Galapagar, hermosa sierra.
Isabel, con su hijita Julia, en Lavapiés. José, en Lucena, pensando en los moriscos. Nuria T., tomándose un té en su casita de El Cairo. Maje, saliendo exasperada de una reunión de vecinos, en Palma de Mallorca. Paloma, de vuelta a Madrid tras las vacaciones. Victoria, en Viena, practicando Mallorca, de Albéniz, a la guitarra; y que aprovecha para saludar a su madre, que estará leyendo. Saludos también de mi parte, a madres y padres.
He dejado para el final a Nuria Viajera, que está en Sevilla y que últimamente ha cambiado a Portadora del Tesoro porque espera un bebé, y puntualmente nos da noticias del embrioncito. Parece que también seré una especie de abuela Feissbook.
Pueden darse cuenta de que los periódicos todavía sirven para algo. Para saludar a la gente que no derrama mala onda, y que lo mismo se desparrama por Internet que lee este suplemento.
De modo que, para terminar, les desearé a todos y cada uno de ustedes lo que solemos desear en la red social: ¡Buen díaaaaaaaa! Cómo me gustaría añadir: ¿Qué están haciendo? ¿En dónde se encuentran? ¿Cómo es el paisaje? ¿Están a gusto, se quieren? ¿Qué planes tienen para esta tarde? ¿Han visto ya la película de Tosar? Qué lástima, a Beirut no llega. Tener charletas, en lugar de lanzar sermones. En eso nos ha vencido Internet, pero como no estamos muertos, una vez puestos en pie podemos correr a descubrir sus delicias. Y disfrutarlas.
La caldeada guerra de los Thyssen
La caldeada guerra de los Thyssen
Carmen, Heini y el pequeño Borja eran una familia idílica. Pero un buen día su vástago creció y conoció a Blanca Cuesta, una enfermera-modelo que tras la muerte del Barón cobró protagonismo.
Desde entonces las disputas entre suegra y nuera han sido constantes y han llegado al límite de pasar a ser de dominio público.
Hasta el punto de que los tres personajes de la historia se han enfrentado en los juzgados de Alcobendas por un supuesto delito de "descubrimiento y revelación de secretos".
Supuestamente, el pasado 13 de marzo de madrugada, Borja habría asaltado la vivienda de su progenitora para hurtar información confidencial, fotocopiarla y devolverla horas después, y todo con el fin de reclamarle a ésta propiedades que, según él, le corresponden.
La polémica no ha hecho más que comenzar, y el hijo adoptivo del barón Thyssen (con complicado nombre completo: Hans Heinrich von Thyssen-Bornemisza de Kászon) se ha apresurado a enviar un comunicado a los medios para 'lavar' su imagen pública. "Como he venido manifestando, me encuentro tranquilo respecto de los hechos que se nos imputan, y en el convencimiento de que la interposición de la denuncia sólo tiene como finalidad, en mi opinión, causar un perjuicio, no sólo a mi imagen sino, especialmente, a la de mi esposa", se lee en uno de los fragmentos de dicho comunicado.
Recordemos que esta pelea familiar comenzó cuando Borja concedió una entrevista a la revista 'Hola' acusando a su madre de "ocultarle el patrimonio". Con lo cual, Tita tampoco se ha callado y ha lanzado una escalofriante sentencia: "Mientras yo viva mis cuadros no serán de mi hijo".Pero Borja se mantiene en sus trece y considera que es el beneficiario del 'trust' que maneja su madre y, por ello, también le reclama los cuadros de Goya y Giaquinto que le regaló su padre adoptivo cuando era niño.
Y es que en esta particular guerra familiar todos se juegan mucho. Ni más ni menos que un legado compuesto por mil obras de arte que según los entendidos en la materia podría superar los 1.000 millones de euros. Ahora la 'pelota' la tiene la justicia española y puede que el matrimonio Thyssen-Cuesta se vea en serios problemas si la baronesa sigue adelante con su cruel venganza. ¿Veremos a Borja y a Blanca entre rejas? ¿O, finalmente, la sangre no llegará al río?
Sin dudas, se podría hacer una telenovela de éxito con la historia actual de la familia. Sin tomar partes en el asunto, ¿es correcto que un hijo reclame a su madre en vida parte de su herencia?
Es 'normal' que la nuera no se lleve bien con su suegra, pero ¿hay que llegar al extremo de denunciar a tu propio hijo? ¿Qué se cuece en esta familia cuando las puertas se cierran?
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