Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

18 jun 2020

Los escritores ante el racismo

En el décimo aniversario de su muerte, el premio Nobel de Literatura José Saramago recuerda en este texto la importancia del compromiso político de los autores frente a la injusticia social.

El escritor y premio Nobel de Literatura José Saramago, durante una intervención en la Feria del Libro de Guadalajara (México), en 2004.
El escritor y premio Nobel de Literatura José Saramago, durante una intervención en la Feria del Libro de Guadalajara (México), en 2004.

Desdichadamente, los brotes de racismo y xenofobia, cualesquiera que sean sus raíces históricas y sus causas cercanas, encuentran, por lo general, facilidades para sus operaciones de corrupción de las conciencias públicas y privadas, adormecidas, unas y otras, por egoísmos personales o de clase, disminuidas éticamente, paralizadas por el temor cobarde a parecer poco “patrióticas” o poco “creyentes”, según los casos, en comparación con la insolente propaganda racista o confesional que, poco a poco, va despertando a la bestia que duerme en nuestro interior, hasta hacerla salir a la luz.

 Nada de esto debería sorprendernos y, sin embargo, una vez más, con desconcertante ingenuidad, si no con censurable hipocresía, vamos por ahí preguntándonos como es posible que haya vuelto la plaga que creíamos extinguida para siempre, en qué mundo terrible estamos, al final, viviendo, cuando pensábamos haber progresado tanto en cultura, civilización y derechos humanos. 

Que esta civilización –y no me refiero solamente a lo que denominamos civilización occidental, sino a todas, desarrolladas o atrasadas, que están sufriendo el choque de las rápidas transformaciones de nuestro tiempo, tanto las científicas y tecnológicas como las morales y axiológicas–, que esta civilización está llegando a su fin, parece no ofrecer dudas a nadie.

 Que entre los escombros y avatares de los regímenes y sistemas –socialismos pervertidos y capitalismos perversos– empiezan a esbozarse nuevas recomposiciones de los viejos materiales, casualmente articulables entre sí, o, aunque unidos por la lógica férrea de la interdependencia económica y de la globalización informática, prosiguiendo con estrategias perfeccionadas los conflictos de siempre, todo esto parece estar, igualmente, bastante claro. 

De un modo mucho menos evidente, tal vez por pertenecer a lo que denominaré, metafóricamente, las ondulaciones del espíritu humano, creo que es posible identificar en la circulación de las ideas un impulso dirigido tendencialmente a un nuevo equilibrio, a una “reorganización” axiológica que debería suponer, junto al pleno ejercicio de los derechos humanos, una redefinición de sus deberes, hoy tan poco apreciados, pasando a situar, al lado de la carta de los derechos de los hombres, la carta imperativa e indeclinable de sus obligaciones.

 Pues bien, si no me equivoco demasiado, esta reflexión, que parece querer despuntar en medio de nuestras perplejidades, tendría que empezar por proceder a la reevaluación y crítica de algunos conceptos corrientes, aunque espléndidos y generosos, que forman parte, por contraste y en engañosa antonimia, de ese universo del vocabulario en el que reinan, efectivamente, como sombríos y terribles astros, la xenofobia y el racismo.

Nos dicen los diccionarios que “tolerancia” e “intolerancia” son conceptos extremos e incompatibles entre sí, y, definiéndolos así, nos conducen a situarnos, excluyendo otras alternativas, en uno de esos dos extremos, como si, además de ellos, no pudiese existir otro espacio, el espacio del encuentro y la solidaridad. 
De ese espacio no tenemos palabra que lo identifique, no tenemos, para llegar a él, la brújula, la carta de navegación.
 Pero, si la palabra no está en los diccionarios es solo porque no tenemos en el corazón el sentimiento que le conferiría una humanidad definitiva: parafraseando remotamente a Marx, diré que los hombres no pueden, antes del tiempo justo, crear las palabras que, sin saberlo o no queriendo todavía saberlo, estaban ya necesitando vitalmente… 
Ponderadas las situaciones, observados los comportamientos, ¿qué es la tolerancia sino una intolerancia capaz aún de vigilarse a sí misma, pero temerosa de verse denunciada ante sus propios ojos, bajo la amenaza del momento en que las nuevas circunstancias se arranquen la máscara que otras circunstancias, de signo contrario, le habían pegado a la piel, como si aparentemente fuese ya la suya? ¿Cuántas personas, hoy intolerantes, eran ayer tolerantes?
¿Qué papel podrá entonces desempeñar el escritor, ese al que parece haberle sido retirada la antigua misión, tácitamente comprendida y reconocida por la sociedad, de abrir camino a las verdades posibles? 
¿Qué dirá, qué escribirá, si cada vez se va haciendo más obvia la impotencia de la literatura, de cada obra literaria y de todas ellas juntas, para influir de modo profundo y permanente en la vida social? 
Si las sociedades no se dejan transformar por la literatura, si, por el contrario, es la literatura la que se encuentra hoy asediada por sociedades que no le piden más que las fáciles variantes de una misma anestesia de espíritu, es decir, la frivolidad y la brutalidad,

  ¿cómo podremos hacer intervenir socialmente la voz y la acción de los escritores, al menos de aquellos a los que el compromiso con la escritura, absoluto o relativo, no ha hecho perder sus obligaciones, relativas y absolutas, como ciudadanos?

Publicar artículos, hacer entrevistas, dar conferencias son tareas derivadas del acto central del escritor: escribir.
 Con independencia de la naturaleza, exigencia y singularidad de la obra a la que el escritor ha decidido consagrar su vida –o, en palabras menos solemnes, el tiempo, el talento y la paciencia–, apetece decir que debería aprovechar todas las ocasiones para glosar, ya con motivos pacíficos, el dicho de Cicerón cuando, al final de sus discursos, viniese o no a cuento, exigía la destrucción de Cartago.
 Las Cartago de hoy se llaman Intolerancia, Xenofobia, Racismo, y nunca serán vencidas si no nos empeñamos en el combate, escritores y no escritores, con los mismos ingredientes con que se hace una obra literaria, paciencia, talento y tiempo, por este orden u otro cualquiera.
Pero, entre los escritores, convoquemos sobretodo a esta lucha a la figura concreta de hombre o mujer que está por detrás de los libros, no para que nos digan cómo escribieron sus grandes o pequeñas obras (lo más seguro es que ni ellos mismos lo sepan), no para que nos eduquen y guíen con sus lecciones (que muchas veces son los primeros en no seguir), sino para que sencillamente se nos presenten todos los días como ciudadanos de este presente, aunque, como escritores, crean estar trabajando para el futuro.
 No se pide que retomemos (si no encontramos para ello en nuestro fuero interno motivos ni razones) los caminos de naturaleza sociológica, ideológica o política que, con resultados estéticos variables, llevaron a aquello que se llamó literatura comprometida, sino que tengamos la honestidad de reconocer que los escritores, en su gran mayoría, han dejado de comprometerse, y que algunas de las hábiles teorizaciones con que hoy nos entretenemos han acabado por constituirse en escapatorias intelectuales, modos más o menos brillantes de disfrazar la mala conciencia, el malestar de un grupo de personas –los escritores, precisamente–, que, después de haberse proclamado a sí mismas como faro del mundo, están añadiendo ahora a la oscuridad intrínseca del acto creador las tinieblas de la renuncia y la abdicación cívicas. 

Traducción de Antonio Sáez Delgado.

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