El autor, ex ministro de Costa Rica y vicedirector de la FAO, cuenta su experiencia de confinamiento por la Covid-19 en este país y cómo, en él y en Italia, la población defiende más el derecho a la vida de sus mayores que al posible impacto económico.
Vivo y trabajo en Roma, Italia, desde el 2016. Al cumplir cuatro años
con la FAO me correspondían vacaciones, que programé y tomé del 7 al 23
de marzo en mi país natal: Costa Rica.
Lejos estaba de pensar que a partir del 8 de marzo Italia viviría un drama y que millones, incluyendo mi hijo menor y su pareja, estarían encerrados en sus casas con poca y cada vez más limitada movilidad por la pandemia de la Covid-19.
Llegué
a Costa Rica con Sarah, mi esposa, el día 7.
Al arribar y reportar en migración que veníamos de Italia, llamaron a un paramédico de la Cruz Roja costarricense.
Este nos pidió llenar un formulario, nos tomó la temperatura y ritmo cardiaco y nos notificó que deberíamos iniciar un distanciamiento social por 14 días, y que el sistema de salud del país le daría seguimiento.
Durante las dos primeras semanas nos llamaron por teléfono tres o cuatro veces de la unidad de salud del municipio para verificar nuestro bienestar.
Conforme los infectados en Italia y en Costa Rica subían, se incrementaban también las medidas sanitarias y de control social. Al aumentar las muertes en ambos países, se optó por controles más rigurosos y se pidió a la gente no salir.
En Italia hubo respuesta social con el #Iorestoacasa y en Costa Rica con el #quédateencasa.
La mayoría de los vuelos internacionales se cancelaron y los países cerraron fronteras.
Italia tuvo que sacar el Ejército, multar y ordenar el aislamiento. En Costa Rica no hay Ejército, así que el Gobierno tuvo que convencer a los escépticos con foros y conferencias diarias, multas a los desobedientes y finalmente envió a la policía a procurar que las normas de quedarse en casa se cumplieran.
Lejos estaba de pensar que a partir del 8 de marzo Italia viviría un drama y que millones, incluyendo mi hijo menor y su pareja, estarían encerrados en sus casas con poca y cada vez más limitada movilidad por la pandemia de la Covid-19.
Al arribar y reportar en migración que veníamos de Italia, llamaron a un paramédico de la Cruz Roja costarricense.
Este nos pidió llenar un formulario, nos tomó la temperatura y ritmo cardiaco y nos notificó que deberíamos iniciar un distanciamiento social por 14 días, y que el sistema de salud del país le daría seguimiento.
Durante las dos primeras semanas nos llamaron por teléfono tres o cuatro veces de la unidad de salud del municipio para verificar nuestro bienestar.
Conforme los infectados en Italia y en Costa Rica subían, se incrementaban también las medidas sanitarias y de control social. Al aumentar las muertes en ambos países, se optó por controles más rigurosos y se pidió a la gente no salir.
En Italia hubo respuesta social con el #Iorestoacasa y en Costa Rica con el #quédateencasa.
La mayoría de los vuelos internacionales se cancelaron y los países cerraron fronteras.
Italia tuvo que sacar el Ejército, multar y ordenar el aislamiento. En Costa Rica no hay Ejército, así que el Gobierno tuvo que convencer a los escépticos con foros y conferencias diarias, multas a los desobedientes y finalmente envió a la policía a procurar que las normas de quedarse en casa se cumplieran.
“Hay que abandonar la cultura del descarte”.
Y en otras oportunidades, desde el Vaticano, nos explicó: "Hay que ser como el buen pastor y ninguna oveja debe dejarse abandonada y perdida".
En Naciones Unidas trabajamos bajo ese principio ético y se integró en el eslogan del “No dejar a nadie atrás".
Pero una cosa es discutir los principios en teoría y otros, cuando una pandemia está a las puertas y te amenaza como individuo, como comunidad y como nación.
Allí se mide realmente la solidez de principios y valores.
El rabí Elliot Kukkla, de la comunidad judía de San Francisco, EE. UU., publicó un conmovedor artículo en el periódico The New York Times, cuyo título en español sería algo como: Mi vida es más descartable durante esta pandemia.
Y con toda crudeza nos relataba su caso y el de muchos de sus amigos: enfermos crónicos, gente de la tercera edad, algunos con problemas inmunológicos o discapacidades.
El señor Elliot protestaba porque él, estando en el país más rico del mundo, se hallase en la terrible coyuntura del utilitarismo: si uno de nosotros requiere de un respirador en una unidad de cuidados intensivos, perdería su opción frente a pacientes más jóvenes o que no sufran de discapacidad.
En mi condición, escribía, durante esta pandemia, soy más descartable de lo que ya algunos me hacían sentir.
Hace unos días seguí el debate entre el gobernador de Nueva York y los conservadores estadounidenses.
Cuomo decía “aquí toda vida es preciosa” mientras, en la acera de enfrente, el popular show de Glenn Beck, ícono entre los conservadores, difundía propuestas para no sacrificar la economía, tales como que el efecto de inmunidad comunitaria (herding) era preferible al aislamiento.
Beck lo resumía así: “Incluso si todos nos enfermamos, es mejor morir que matar al país” (traducción libre, publicado el 29 de marzo del 2020, en Common Dreams).
A pesar del desconsuelo de los profesionales en salud, esta era una decisión basada en un protocolo y principios éticos no por etnia, riqueza, orientación sexual religión o nacionalidad.
Por esas vicisitudes de la vida he visto la llegada de la pandemia en Italia y Costa Rica.
En ambos países atestigüé una inmensa mayoría de la población defendiendo el derecho a la vida de sus mayores y solo una minoría más preocupada por el posible impacto en su situación económica.
Vivo mi cuarentena en Costa Rica, aquí nadie se ha atrevido a defender la tesis utilitaria y el país sigue atento a cuantas unidades de cuidados intensivos se encuentran disponibles.
Los servicios de la salud pública dan acompañamiento a los ancianos y proveen de alimentos a los niños que ya no van a los comedores escolares, el país entero llora cada muerto (a la fecha, tres) y cada paciente recuperado es motivo de celebración.
Después de más de 40 días en el país no he podido ir a ver a mi madre, ni a la mayoría de mi familia.
Simplemente, acepto que el no visitarla es una muestra de amor y respeto.
Adulta mayor de 87 años, con 12 de padecer Alzheimer, ella y los de su condición son para mí y para una inmensa mayoría de la sociedad costarricense e italiana no descartables.
Finalmente, pienso que el grueso de la población en estos dos países acató las instrucciones por altruismo.
El acatamiento es y ha sido la norma.
Lo que no he escuchado hasta ahora ni en Italia ni en Costa Rica es a políticos o dirigentes empresariales relevantes defender la primacía de la economía sobre la vida de los más vulnerables.
Por ahora puedo dormir tranquilo; para los costarricenses y para los italianos mi madre no es descartable.
¡Para estos pueblos toda vida es preciosa!
René Castro es vicedirector general de la FAO y ocupó las carteras de Exteriores y de Medio Ambiente y Energía de Costa Rica entre 1994-2014 como ministro.
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