Otros tiempos, otra pandemia: las dos muertes de Albert Delègue, el gran ‘top model’ de los noventa.
Un 14 de abril de 1995, hace 25 años, fallecía uno de los modelos más célebres de su tiempo.
La familia dijo que había sido un accidente de esquí.
El mundo solo tardó una semana en conocer la verdad.
Hace veinticinco años murió uno de los hombres más bellos del mundo.Lo de su belleza es un dato más o menos objetivo: de hecho era tan bello que vivía de ser bello hasta que dejó de hacerlo (de vivir, se entiende).
Se llamaba Albert Delègue. Y es importante recordar su nombre, como es importante recordar el motivo de su muerte, que fue la pandemia del sida.
Tantos siglos de arte y literatura para convencernos de que la muerte nos llega a todos por igual, y sin embargo la realidad se obstina en negarlo.
Que nos llega a todos no vamos a discutirlo a estas alturas: es lo de por igual lo que chirría.
Ni todas las muertes son iguales, ni lo son todas las pandemias. Tomemos por ejemplo esta que aún nos tiene sometidos: nunca una enfermedad había promovido tanto la exposición mediática como el COVID-19, y eso que estamos todos guardados en nuestras casas bajo siete llaves (para el ahí afuera de Instagram aún no hay restricción que valga).
En el extremo opuesto, hay otra plaga que sigue perfectamente operativa sin que emerja el mismo deseo de airear su impacto individual.
Pero es un impacto elevado, si consideramos que en todo el mundo hay unas cuarenta millones de personas viviendo con el VIH.
Y, por mucho que afortunadamente hayan quedado atrás sus días de apogeo, el sida sigue matando unas 770.000 personas al año, según datos de ONUSIDA (Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/sida).
Albert Delègue (1963-1995) nació en Rambouillet, a unos 42 kilómetros de Paris, en una familia de clase media acomodada: madre ceramista, padre médico, dos hermanas mayores.
Pero su infancia y juventud transcurrieron en el pueblecito pirenaico de Mérilheu, donde trabajó durante varios años como instructor de esquí.
Muy deportista, disfrutaba por igual descendiendo por las pendientes de la estación de La Mongie que de deslizándose por los meandros del río Adur.
Su gran oportunidad se manifestó en París en 1989.
Allí le echó el ojo Olivier Bertrand, director de la prestigiosa agencia de modelos Success.
Los había presentado uno de los becarios de la agencia, que casualmente pertenecía al grupo de amigos de Delègue, y su apostura no le pasó desapercibida al avezado booker.
“Me di cuenta de inmediato de que se convertiría en un top model”, declararía Bertrand a la revista OK Podium.
“Dos días después de que lo ficháramos, ya conseguía un contrato muy importante”.
Un spot para Parfums Bourgeois lo situaba en el mapa del modelaje a la edad de veintiséis años.
Podría decirse por ello que Albert Delègue se presentaba a la carrera algo tarde, pero por otros motivos afirmaríamos que lo hacía en el momento justo.
Porque su irrupción coincidía con los inicios de un fenómeno hasta entonces inédito y que apenas duraría una década: la profesión de maniquí jamás ha gozado de tanta divulgación y prestigio social como en aquellos años dorados, ni volvería a hacerlo.
Por supuesto, y con gran diferencia, eran las mujeres las que en este asunto se llevaban la parte del león.
Pero también hubo un pequeño grupo de supermodelos masculinos que se beneficiaron del boom: hoy solo a los más fanáticos les sonarán los nombres de Michael Bergin, Cameron Alborzian, Marcus Schenkenberg o Greg Hansen; con más nitidez recordamos a Mark Vanderloo.
Junto a su amigo Alain Gossouin, Delègue formó parte de una avanzadilla de este advenimiento fashion desde las filas de Success.
En aquellas filas precisamente lo conoció un español que hoy está al frente de otra importante agencia, y que prefiere que no se cite su nombre.
A principios de los noventa, con apenas veinte años, también él comenzaba una carrera como modelo que lo llevó de Madrid a París.
Y una vez allí fue Delègue quien le abrió las puertas de Success. Literalmente, queremos decir: “En cuanto llegué a la ciudad, me presenté en la agencia y llamé a la puerta. Pues bien, fue Albert quien abrió. Incluso me ayudó con la maleta.
Él aún no era tan conocido, pero nada más verlo alucinabas por lo guapísimo que era, además de tan educado.
No muy alto, eso sí”.
“Señora, los hombres que hacen eso son unos
cobardes”, dijo un colaborador televisivo sentado al lado de Albert
Delègue, “y a veces maricones”. El público lo jalea mientras plano
brevísimo muestra a Delègue sonriendo con cierta desazón
Durante la primera mitad de la década, el rostro de Albert sirvió como reclamo para marcas como Calvin Klein, Valentino, Sonia Rykiel, Kenzo, Versace o la tan de aquella época Chevignon.
Pero sobre todo fue requerido como imagen de los perfumes de Armani, un desempeño por el que entre 1991 y 1995 acumuló cinco millones de francos (al cambio, unos 760.000 euros).
La suma, desde luego muy respetable, quedaba lejos de los honorarios de una Christy Turlington (que había firmado con Maybelline por una cantidad similar cada año) o una Claudia Schiffer (que solo en 1995 ganaba unos once millones de euros).
Pero el contrato lo hizo figurar poco menos que en toda revista vagamente aspiracional que en el mundo se imprimió durante aquel lustro, carteles y vallas publicitarias aparte.
Y, cabe pensar que por lo armónico de unos rasgos que evocaban cierto clasicismo paneuropeo, estas fotos publicitarias fueron de inmediato reapropiadas para ilustrar incontables carpetas de colegiales/as.
En fin, aquel era un mundo anterior al de la sobreabundancia de imaginería digital en el que ahora vivimos.
Las cosas eran, en efecto, muy distintas en aquel mundo de ayer que por tiempo no queda tan lejos del de hoy.
Ofreceremos una prueba de ello, ya que incorpora a nuestro protagonista.
En 1993, dos años antes de su muerte, Delègue acude a un programa del canal televisivo TF1 llamado Coucou c'est nous!, especie de antepasado galo de El hormiguero donde suceden todo tipo de cosas a un ritmo vertiginoso y sin que al invitado se le conceda un papel más relevante que el de simple coartada.
Una de esas cosas que suceden consiste en un adivino mezcla de Carlos Jesús y druida Panorámix que aconseja a los oyentes sobre sus cuitas amorosas.
A una mujer que se huele lo peor porque su última pareja hace tiempo que no le contesta al teléfono, el vidente le confirma que acaban de abandonarla.
Interviene entonces el presentador, de nombre Christophe Dechevanne: El público lo jalea. “Así que no se pierde usted nada”.
Más jaleos del público.
Un plano brevísimo muestra a Delègue sonriendo con toda su profesionalidad de top model internacional, y solo desde la perspectiva que nos da el mundo de hoy notaríamos que por esa sonrisa se filtra cierta desazón.
Hubo que esperar hasta cinco días para que el diario L’Humanité publicara una breve nota informativa que rezaba: “El top model Albert Delègue ha fallecido de sida en el hospital Purpan de Toulouse, a la edad de 32 años”.
El número de mayo de la revista gay Idol repetía la información, especificando que la verdadera causa del fallecimiento había sido una encefalitis consecuencia del VIH.
EL PAÍS, en España, publicó la noticia el 23 de abril: "Albert Delègue (32 años), un modelo publicitario conocido por sus facciones angulosas, sus ojos claros y su sonrisa distante, falleció el viernes 14 de abril en Toulouse, Francia, víctima de una encefalitis desarrollada a consecuencia del virus del sida".
Sin embargo, se eliminó una intervención de Alain Gossuin en el programa televisivo Tout est possible que confirmaba la versión de la prensa.
De nuevo, se apunta a la familia como responsable de la censura. “Ellos querían silenciar los verdaderos motivos de la muerte”, declararía en 2010 a la revista Playboy el colega de profesión y amigo de Delègue.
“Pero yo pensé que mi intervención pondría de relieve una plaga que había alcanzado un alcance preocupante”.
Y no se equivocaba Gossuin.
Ni respecto a la magnitud de la tragedia, ni respecto a lo acertado de sus intenciones.
Si algo tenemos que agradecer a quienes han hablado públicamente de la pandemia durante estas larguísimas cuatro décadas que lleva acompañándonos es su contribución a que entendamos que el sida es un problema global, y que como tal a todos nos afecta.
En realidad lo entendemos, y sin embargo ahí sigue el estigma, casi tan presente como el primer día.
Los infectados pueden hablar de ello: ya lo hacen cuando les dejan, y lo harían aún más si el estigma no fuera aún una realidad, precisamente.
Pero cuando Delègue murió, no solo su familia trató de ocultar las causas: se dice que Karl Lagerfeld, amigo suyo, intentó comprar todos los ejemplares del número de Paris Match donde aparecía el obituario con el fin de preservar su intimidad.
La historia cojea por la pata de la verosimilitud, pero si fuera cierta tampoco habría nada que reprocharle al káiser.
Entre las motivaciones de todo lo que piensa y hace el ser humano siempre estarán presentes el clima social y el instinto de proteger a sus seres queridos.
Pero desde 1995 hemos aprendido muchas cosas, y una de ellas es que hay que seguir hablando de las epidemias, de todas las epidemias, y hay que seguir rememorando a las víctimas con sus nombres y apellidos.
Hoy, rememorando justamente a una de esas víctimas, de nombre Albert Delègue, nos viene a la cabeza la frase de Platón que afirma (y perdonen por el símil bélico):
“Solo los muertos han visto el final de la guerra”.
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