Siempre entre las nubes hay esos huequitos de Sol que te dan valor.
Un Blues
Del material conque están hechos los sueños
21 ene 2020
Valentine Penrose, una olvidada joya surrealista
El rescate
del clásico de culto ‘La condesa sangrienta’ se completa con la
publicación más ambiciosa en cualquier lengua de los poemas de esta
escritora.
Valentine Penrose, en una imagen de archivo hecha por Rogi André.
Vencidos los prejuicios de época, una nueva generación de editoras,
comisarias y estudiosas está reescribiendo la historia del surrealismo
para hacer visible la obra de creadoras que la historiografía masculina
había relegado al papel de musas. La poesía de Valentine Penrose
(1898-1978) es una de esas joyas literarias que habían permanecido
doblemente ocultas. Primero, citada solo en su condición de mujer del
artista, historiador y coleccionista Roland Penrose, y después,
eclipsada por el éxito de la novela gótica La condesa sangrienta,
sobre la macabra Erzébeth Bathory, la Gilles de Rais o la drácula
femenina, una tirana aristócrata húngara del siglo XVI que insertaba
agujas en las yemas de los dedos de vírgenes para desangrarlas y bañarse
con su sangre, en búsqueda de la belleza y la juventud perdida. La
editorial Wunderkammer rescata esa novela, hasta hoy descatalogada, que
fascinó al gran pensador del mal, George Bataille, o a la poeta
Alejandra Pizarnik. Pero, sobre todo, publicará a primeros de febrero la
edición más completa en cualquier idioma de los poemas de Penrose, con
el título de La surrealista oculta. La editora Elisabet Riera
contempla así esta doble noticia: “Es un acto de amor a ella y a su
obra, uno de aquellos trabajos que pueden llegar a obsesionar a una
durante años y no borrarse de su recuerdo nunca más”. Nacida Andrée-Valentine Bouée en Mont-de Marsan en 1898, su nombre
aparece y desaparece como una luz parpadeante: en la revista de André
Breton La Révolution Surrealiste, en L'Àge d'or de Buñuel y Dalí (minuto 31), en el film doméstico de Man RayLa Garoupe
(con Picasso, Éluard y Nusch) o en Cataluña durante la Guerra Civil,
donde colaboró con el partido troskista POUM, tradujo a Lorca al francés
y formó parte de la campaña, encargada por la Generalitat republicana,
para salvaguardar el patrimonio artístico y contrarrestar ante las
democracias europeas los efectos propagandísticos devastadores que tuvo
en Europa la quema de iglesias. Valentine Penrose no tuvo la vida glamurosa de la millonaria Nancy
Cunard, ni la excentricidad de Claude Cahun, ni el desespero suicida de
Kay Sage. Su insumisión y rebeldía ante los dogmas incluía los
catecismos burgueses, pero también los de André Breton. Era una mujer
solitaria, magnética e impenetrable, como reflejan los retratos que
hicieron de ella Man Ray, Roland Penrose o Wolfgang Paalen. Una poeta
que prefería descifrar los misterios del bosque a la ebriedad de las
fiestas, armonizar las vibraciones de la vida interior con la
respiración de la tierra y el movimiento de los astros, sin
intelectualismos y sin descuidar el compromiso solidario. “¿Qué decir?
¿Que escribo dentro de mí los poemas de acuerdo con los movimientos
eternos? ¿Que nada artificial hay en ellos y que no deseo la espuma, tan
hermosa en apariencia, y que se funde en el momento siguiente?”. Ella
buscaba “la raíz que no florece sino que hace florecer y que guarda el
secreto de las ramas y de las estrellas”. En 1937 se divorció de Roland Penrose, alegando “una enfermedad
congénita” que le impedía mantener relaciones sexuales con los hombres. Ella ya se había enamorado en 1928 de Marie-Berthe, la esposa de Max
Ernst, y de la poeta y pintora Alice Rahon, pareja de Wolfgang Paalen,
cuando Roland Penrose empezó una relación con la fotógrafa Lee Miller. A
partir del divorcio, Valentine prolongó sus estancias en la India y el
Himalaya y el estudio de sus místicas, que había alentado desde su
encuentro en El Cairo, en 1928, un singular sabio español expatriado,
Vicente Galarza, vizconde de Santa Cruz. Durante la Segunda Guerra Mundial, Valentine sirvió como chófer en el
Ejército de la Francia Libre y en trabajos humildes en Ajaccio y Argel,
antes de ser acogida en Farley Farm, la granja que Roland Penrose y Lee
Miller habían comprado cuando nació su hijo Anthony. Se cuenta que
Valentine era la única persona a la que se acercaba un gato salvaje y a
la que dejaba acariciarle. Hay una foto en la que se la ve tocando la
flauta y una culebra bailando a su son. “Nadie”, escribió Antony
Penrose, “pudo amaestrar a Valentine”.
Ilustración de Valentine Penrose de su libro 'Dones de femeninas'.
La edición de WunderKammer, fruto de una larga investigación, incluye, entre otros, el extraordinario Hierba a la luna,Las magias (ilustrado por Miró) y el libro de poemas-collage,Dones de les femeninas,
a lo Max Ernst, con la diferencia, dice Elisabet Riera, que aquí las
mujeres no son víctimas humilladas, con un punto sádico, sino las
protagonistas: María Elona (Mary Alone) y Rubia, que fascinaron a Paul
Éluard, así como los poemas dedicados al mito guanche de Tenerife, isla
que visitó por su amistad con Maud Bonneaud, del círculo de Óscar
Domínguez, y que se había casado con el crítico canario Eduardo
Westerdahl. “Es mejor ser servidor consciente del fuego que rey de la ceniza”, decía
la poeta. Sus poemas de amor lésbico atraviesan el surrealismo, aunque
cumplen el requisito de ser versos visuales, bellas imágenes verbales,
construidas con consonantes líquidas y sentidas por todos los poros del
cuerpo. Son todo un hallazgo, que completan con su mirada las visiones
del amor de surrealistas como Paul Éluard o Robert Desnos.
Artistas y escritoras antes que musas
En los dos últimos decenios el célebre cartel de las Guerrilla Girls:
“¿Tienen que ir desnudas las mujeres para entrar en el Met?” (1989) ha
ido encontrando mayor respuesta. Libros ya clásicos (Whitney Chadwick o
Linda Nochlin) y el trabajo de multitud de comisarias, historiadoras y
editoras están consiguiendo que no se clasifique como musas a artistas y
escritoras surrealistas negándoles su nombre propio. Meret Oppenheim,
Leonor Fini, Leonora Carrington, Maruja Mallo, Valentin Hugo, Remedios
Varo, Ángeles Santos o la inasible Claude Cahun han recuperado su voz.
Dorothea Tanning se ha soltado de la mano de Max Ernst, Dora Maar de la
de Picasso, Kay Sage de Yves Tanguy y la torturada e inquietante Unica
Zürn de Hans Bellmer. Alice Rahon se ha independizado de Wolfgang
Paalen, Sophie-Taueber de Hans Arp, Greta Knutson de Tristan Tzara y Lee
Miller de ir asociada a Man Ray o Roland Penrose. Otras, como Lise
Deharme, siguen eclipsadas por nombres masculinos, mientras escritoras o
artistas no europeas siguen esperando, como Aikh El Aily. Queda en
España por reconocer mejor, entre otras muchas, la obra de la sulfurosa
Joyce Mansour, Eileen Agar, Marcelle Ferry, Gisèle Prassinos, Fanny
Benzos o creadoras que acudieron para combatir el fascismo en la Guerra
Civil española como Mary Low, la fotógrafa Kati Horna o Laurence Iché. “Me gustaría cambiar cada día de sexo como de camiseta”, proclamaba
Breton, aunque en su vida cotidiana mantenía los prejuicios de la época. Hay también un debate puesto de relieve por artistas que temen quedar
taxidermizadas por la sociología que se sirve de su obra para ilustrar
sus tesis.
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