El rescate del clásico de culto ‘La condesa sangrienta’ se completa con la publicación más ambiciosa en cualquier lengua de los poemas de esta escritora.
Vencidos los prejuicios de época, una nueva generación de editoras,
comisarias y estudiosas está reescribiendo la historia del surrealismo
para hacer visible la obra de creadoras que la historiografía masculina
había relegado al papel de musas.
La poesía de Valentine Penrose (1898-1978) es una de esas joyas literarias que habían permanecido doblemente ocultas.
Primero, citada solo en su condición de mujer del artista, historiador y coleccionista Roland Penrose, y después, eclipsada por el éxito de la novela gótica La condesa sangrienta, sobre la macabra Erzébeth Bathory, la Gilles de Rais o la drácula femenina, una tirana aristócrata húngara del siglo XVI que insertaba agujas en las yemas de los dedos de vírgenes para desangrarlas y bañarse con su sangre, en búsqueda de la belleza y la juventud perdida.
La editorial Wunderkammer rescata esa novela, hasta hoy descatalogada, que fascinó al gran pensador del mal, George Bataille, o a la poeta Alejandra Pizarnik.
Pero, sobre todo, publicará a primeros de febrero la edición más completa en cualquier idioma de los poemas de Penrose, con el título de La surrealista oculta.
La editora Elisabet Riera contempla así esta doble noticia:
“Es un acto de amor a ella y a su obra, uno de aquellos trabajos que pueden llegar a obsesionar a una durante años y no borrarse de su recuerdo nunca más”.
Nacida Andrée-Valentine Bouée en Mont-de Marsan en 1898, su nombre aparece y desaparece como una luz parpadeante: en la revista de André Breton La Révolution Surrealiste, en L'Àge d'or de Buñuel y Dalí (minuto 31), en el film doméstico de Man Ray La Garoupe (con Picasso, Éluard y Nusch) o en Cataluña durante la Guerra Civil, donde colaboró con el partido troskista POUM, tradujo a Lorca al francés y formó parte de la campaña, encargada por la Generalitat republicana, para salvaguardar el patrimonio artístico y contrarrestar ante las democracias europeas los efectos propagandísticos devastadores que tuvo en Europa la quema de iglesias.
Valentine Penrose no tuvo la vida glamurosa de la millonaria Nancy Cunard, ni la excentricidad de Claude Cahun, ni el desespero suicida de Kay Sage.
Su insumisión y rebeldía ante los dogmas incluía los catecismos burgueses, pero también los de André Breton.
Era una mujer solitaria, magnética e impenetrable, como reflejan los retratos que hicieron de ella Man Ray, Roland Penrose o Wolfgang Paalen.
Una poeta que prefería descifrar los misterios del bosque a la ebriedad de las fiestas, armonizar las vibraciones de la vida interior con la respiración de la tierra y el movimiento de los astros, sin intelectualismos y sin descuidar el compromiso solidario.
“¿Qué decir? ¿Que escribo dentro de mí los poemas de acuerdo con los movimientos eternos? ¿Que nada artificial hay en ellos y que no deseo la espuma, tan hermosa en apariencia, y que se funde en el momento siguiente?”.
Ella buscaba “la raíz que no florece sino que hace florecer y que guarda el secreto de las ramas y de las estrellas”.
En 1937 se divorció de Roland Penrose, alegando “una enfermedad congénita” que le impedía mantener relaciones sexuales con los hombres.
Ella ya se había enamorado en 1928 de Marie-Berthe, la esposa de Max Ernst, y de la poeta y pintora Alice Rahon, pareja de Wolfgang Paalen, cuando Roland Penrose empezó una relación con la fotógrafa Lee Miller.
A partir del divorcio, Valentine prolongó sus estancias en la India y el Himalaya y el estudio de sus místicas, que había alentado desde su encuentro en El Cairo, en 1928, un singular sabio español expatriado, Vicente Galarza, vizconde de Santa Cruz.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Valentine sirvió como chófer en el Ejército de la Francia Libre y en trabajos humildes en Ajaccio y Argel, antes de ser acogida en Farley Farm, la granja que Roland Penrose y Lee Miller habían comprado cuando nació su hijo Anthony.
Se cuenta que Valentine era la única persona a la que se acercaba un gato salvaje y a la que dejaba acariciarle.
Hay una foto en la que se la ve tocando la flauta y una culebra bailando a su son. “Nadie”, escribió Antony Penrose, “pudo amaestrar a Valentine”.
La edición de WunderKammer, fruto de una larga investigación, incluye, entre otros, el extraordinario Hierba a la luna, Las magias (ilustrado por Miró) y el libro de poemas-collage, Dones de les femeninas,
a lo Max Ernst, con la diferencia, dice Elisabet Riera, que aquí las
mujeres no son víctimas humilladas, con un punto sádico, sino las
protagonistas:
María Elona (Mary Alone) y Rubia, que fascinaron a Paul Éluard, así como los poemas dedicados al mito guanche de Tenerife, isla que visitó por su amistad con Maud Bonneaud, del círculo de Óscar Domínguez, y que se había casado con el crítico canario Eduardo Westerdahl.
“Es mejor ser servidor consciente del fuego que rey de la ceniza”, decía la poeta.
Sus poemas de amor lésbico atraviesan el surrealismo, aunque cumplen el requisito de ser versos visuales, bellas imágenes verbales, construidas con consonantes líquidas y sentidas por todos los poros del cuerpo.
Son todo un hallazgo, que completan con su mirada las visiones del amor de surrealistas como Paul Éluard o Robert Desnos.
La poesía de Valentine Penrose (1898-1978) es una de esas joyas literarias que habían permanecido doblemente ocultas.
Primero, citada solo en su condición de mujer del artista, historiador y coleccionista Roland Penrose, y después, eclipsada por el éxito de la novela gótica La condesa sangrienta, sobre la macabra Erzébeth Bathory, la Gilles de Rais o la drácula femenina, una tirana aristócrata húngara del siglo XVI que insertaba agujas en las yemas de los dedos de vírgenes para desangrarlas y bañarse con su sangre, en búsqueda de la belleza y la juventud perdida.
La editorial Wunderkammer rescata esa novela, hasta hoy descatalogada, que fascinó al gran pensador del mal, George Bataille, o a la poeta Alejandra Pizarnik.
Pero, sobre todo, publicará a primeros de febrero la edición más completa en cualquier idioma de los poemas de Penrose, con el título de La surrealista oculta.
La editora Elisabet Riera contempla así esta doble noticia:
“Es un acto de amor a ella y a su obra, uno de aquellos trabajos que pueden llegar a obsesionar a una durante años y no borrarse de su recuerdo nunca más”.
Nacida Andrée-Valentine Bouée en Mont-de Marsan en 1898, su nombre aparece y desaparece como una luz parpadeante: en la revista de André Breton La Révolution Surrealiste, en L'Àge d'or de Buñuel y Dalí (minuto 31), en el film doméstico de Man Ray La Garoupe (con Picasso, Éluard y Nusch) o en Cataluña durante la Guerra Civil, donde colaboró con el partido troskista POUM, tradujo a Lorca al francés y formó parte de la campaña, encargada por la Generalitat republicana, para salvaguardar el patrimonio artístico y contrarrestar ante las democracias europeas los efectos propagandísticos devastadores que tuvo en Europa la quema de iglesias.
Valentine Penrose no tuvo la vida glamurosa de la millonaria Nancy Cunard, ni la excentricidad de Claude Cahun, ni el desespero suicida de Kay Sage.
Su insumisión y rebeldía ante los dogmas incluía los catecismos burgueses, pero también los de André Breton.
Era una mujer solitaria, magnética e impenetrable, como reflejan los retratos que hicieron de ella Man Ray, Roland Penrose o Wolfgang Paalen.
Una poeta que prefería descifrar los misterios del bosque a la ebriedad de las fiestas, armonizar las vibraciones de la vida interior con la respiración de la tierra y el movimiento de los astros, sin intelectualismos y sin descuidar el compromiso solidario.
“¿Qué decir? ¿Que escribo dentro de mí los poemas de acuerdo con los movimientos eternos? ¿Que nada artificial hay en ellos y que no deseo la espuma, tan hermosa en apariencia, y que se funde en el momento siguiente?”.
Ella buscaba “la raíz que no florece sino que hace florecer y que guarda el secreto de las ramas y de las estrellas”.
En 1937 se divorció de Roland Penrose, alegando “una enfermedad congénita” que le impedía mantener relaciones sexuales con los hombres.
Ella ya se había enamorado en 1928 de Marie-Berthe, la esposa de Max Ernst, y de la poeta y pintora Alice Rahon, pareja de Wolfgang Paalen, cuando Roland Penrose empezó una relación con la fotógrafa Lee Miller.
A partir del divorcio, Valentine prolongó sus estancias en la India y el Himalaya y el estudio de sus místicas, que había alentado desde su encuentro en El Cairo, en 1928, un singular sabio español expatriado, Vicente Galarza, vizconde de Santa Cruz.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Valentine sirvió como chófer en el Ejército de la Francia Libre y en trabajos humildes en Ajaccio y Argel, antes de ser acogida en Farley Farm, la granja que Roland Penrose y Lee Miller habían comprado cuando nació su hijo Anthony.
Se cuenta que Valentine era la única persona a la que se acercaba un gato salvaje y a la que dejaba acariciarle.
Hay una foto en la que se la ve tocando la flauta y una culebra bailando a su son. “Nadie”, escribió Antony Penrose, “pudo amaestrar a Valentine”.
María Elona (Mary Alone) y Rubia, que fascinaron a Paul Éluard, así como los poemas dedicados al mito guanche de Tenerife, isla que visitó por su amistad con Maud Bonneaud, del círculo de Óscar Domínguez, y que se había casado con el crítico canario Eduardo Westerdahl.
“Es mejor ser servidor consciente del fuego que rey de la ceniza”, decía la poeta.
Sus poemas de amor lésbico atraviesan el surrealismo, aunque cumplen el requisito de ser versos visuales, bellas imágenes verbales, construidas con consonantes líquidas y sentidas por todos los poros del cuerpo.
Son todo un hallazgo, que completan con su mirada las visiones del amor de surrealistas como Paul Éluard o Robert Desnos.
Artistas y escritoras antes que musas
En los dos últimos decenios el célebre cartel de las Guerrilla Girls:
“¿Tienen que ir desnudas las mujeres para entrar en el Met?” (1989) ha
ido encontrando mayor respuesta.
Libros ya clásicos (Whitney Chadwick o Linda Nochlin) y el trabajo de multitud de comisarias, historiadoras y editoras están consiguiendo que no se clasifique como musas a artistas y escritoras surrealistas negándoles su nombre propio.
Meret Oppenheim, Leonor Fini, Leonora Carrington, Maruja Mallo, Valentin Hugo, Remedios Varo, Ángeles Santos o la inasible Claude Cahun han recuperado su voz. Dorothea Tanning se ha soltado de la mano de Max Ernst, Dora Maar de la de Picasso, Kay Sage de Yves Tanguy y la torturada e inquietante Unica Zürn de Hans Bellmer.
Alice Rahon se ha independizado de Wolfgang Paalen, Sophie-Taueber de Hans Arp, Greta Knutson de Tristan Tzara y Lee Miller de ir asociada a Man Ray o Roland Penrose.
Otras, como Lise Deharme, siguen eclipsadas por nombres masculinos, mientras escritoras o artistas no europeas siguen esperando, como Aikh El Aily. Queda en España por reconocer mejor, entre otras muchas, la obra de la sulfurosa Joyce Mansour, Eileen Agar, Marcelle Ferry, Gisèle Prassinos, Fanny Benzos o creadoras que acudieron para combatir el fascismo en la Guerra Civil española como Mary Low, la fotógrafa Kati Horna o Laurence Iché.
“Me gustaría cambiar cada día de sexo como de camiseta”, proclamaba Breton, aunque en su vida cotidiana mantenía los prejuicios de la época.
Hay también un debate puesto de relieve por artistas que temen quedar taxidermizadas por la sociología que se sirve de su obra para ilustrar sus tesis.
Libros ya clásicos (Whitney Chadwick o Linda Nochlin) y el trabajo de multitud de comisarias, historiadoras y editoras están consiguiendo que no se clasifique como musas a artistas y escritoras surrealistas negándoles su nombre propio.
Meret Oppenheim, Leonor Fini, Leonora Carrington, Maruja Mallo, Valentin Hugo, Remedios Varo, Ángeles Santos o la inasible Claude Cahun han recuperado su voz. Dorothea Tanning se ha soltado de la mano de Max Ernst, Dora Maar de la de Picasso, Kay Sage de Yves Tanguy y la torturada e inquietante Unica Zürn de Hans Bellmer.
Alice Rahon se ha independizado de Wolfgang Paalen, Sophie-Taueber de Hans Arp, Greta Knutson de Tristan Tzara y Lee Miller de ir asociada a Man Ray o Roland Penrose.
Otras, como Lise Deharme, siguen eclipsadas por nombres masculinos, mientras escritoras o artistas no europeas siguen esperando, como Aikh El Aily. Queda en España por reconocer mejor, entre otras muchas, la obra de la sulfurosa Joyce Mansour, Eileen Agar, Marcelle Ferry, Gisèle Prassinos, Fanny Benzos o creadoras que acudieron para combatir el fascismo en la Guerra Civil española como Mary Low, la fotógrafa Kati Horna o Laurence Iché.
“Me gustaría cambiar cada día de sexo como de camiseta”, proclamaba Breton, aunque en su vida cotidiana mantenía los prejuicios de la época.
Hay también un debate puesto de relieve por artistas que temen quedar taxidermizadas por la sociología que se sirve de su obra para ilustrar sus tesis.
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