Sobre los límites del engaño
A veces un caballero, una dama y quienes nunca han querido serlo deben dejarse engañar; y a veces no pueden pasarlo.
Ya en una novela de 1994 hice decir al narrador lo siguiente: “Vivir en el engaño es fácil y nuestra condición natural, y en realidad eso no debería dolernos tanto”.
La vida consiste en gran medida en una
sucesión de ellos, deberíamos estar acostumbrados y no sentirlos como
decepción o disgusto insuperables.
Años más tarde titulé una
recopilación de artículos A veces un caballero,
que en realidad era una especie de lema mío incompleto: “A veces un
caballero debe dejarse engañar”, inspirado, supongo, por unos versos de
Stevenson:
“Corazón Grande fue engañado. ‘Muy bien’, dijo Corazón
Grande”.
Y aunque ya no esté en tiempo de lemas, aún me vale el mencionado, se
sea o no un caballero (de hecho han dejado de existir definitivamente).
Hay ocasiones en que uno se percata de que se lo intenta engañar, y le
toca permitirlo.
Por poner un ejemplo sencillo que todos hemos probado:
si alguien nos pide dinero por la calle y nos cuenta una fábula evidente
(un día tras otro, sin recordar nuestro rostro, nos dice que le han
robado la cartera y que ha de tomar el autobús interurbano porque tiene a
los niños solos), puede que la actitud más noble no sea
desenmascararlo, sino fingir que le creemos y darle algo, para que lo
gaste en lo que quiera.
Y así a menudo con la gente necesitada o
desesperada, que, por así decir, tiene cierto derecho a mentir y a
engañarnos.
Eso es lo que yo opino, al menos.
Con los políticos damos también por descontado que nos tocará sufrir
buenas dosis de engaño, porque en eso consiste su profesión. Prometen e
incumplen, anuncian y postergan, ocultan sus intenciones y juran en
falso.
Pero, claro, todo tiene su límite, del mismo modo que a la quinta
vez que el pedigüeño nos suelta la misma trola, es probable que le
neguemos la ayuda y le pidamos que haga por inventarse otra historia.
El límite también depende de la magnitud del engaño, de la
reiteración, de cuán innecesario sea y de que se ofrezcan o no
explicaciones, aunque éstas no sean convincentes.
Ya había engañado a lo bestia un año antes, con la Guerra de Irak; sin
embargo, el cinismo del Ministro del Interior, Acebes, al afirmar con
rotundidad que la salvajada había sido obra de ETA, sabiendo ya que se
había tratado de un ataque yihadista, resultó intolerable.
Mucha gente,
como yo, nos juramos no votar nunca a ese partido (no que tuviera la menor tentación; pero nos entendemos).
Ahora el PSOE ha rebasado la línea, y en virtud de eso se convierte
en otro partido al que no me será posible votar en el futuro, como no se
lo será a muchos otros.
La dimensión del engaño no es comparable,
obviamente, a la del PP en 2004, entonces estábamos llorando a
doscientos cadáveres. Pero es inaceptable que el pasado julio Pedro
Sánchez declarara (por no insistir en lo del insomnio): “ Necesito un Vicepresidente que defienda la democracia española, que
diga que este país tiene un Estado social y democrático de derecho, que
el poder judicial es independiente del ejecutivo y que aquí no se
persigue a nadie por sus ideas”, y que el 12 de noviembre se abrazara en público a Pablo Iglesias
y anunciara su propósito de nombrarlo Vicepresidente.
Que sepamos los
ciudadanos, Iglesias no se ha retractado de sus antiguas afirmaciones;
es más, después del poco sentido abrazo, aseguró que la
monarquía constitucional que refrendamos es responsable de la
corrupción, de que los jueces no sean independientes y de elecciones
amañadas, si mal no recuerdo.
Tampoco es admisible ni coherente que al PSOE le horrorizara tanto la
condena por corrupción del PP como para impulsar y ganar una moción de
censura —bien—, y que en cambio le parezca baladí la condena del líder de Esquerra Republicana de Catalunya
por el más grave delito de sedición.
Este partido en pleno, junto con
otros, suprimió ilegalmente el Estatut el 6 y el 7 de septiembre de
2017, y puso en marcha una espeluznante Ley de Transitoriedad que
privaba a los catalanes de algunos derechos y discriminaba a una parte.
Por ese motivo sus dirigentes fueron juzgados, no por el referéndum-farsa del 1 de octubre del mismo año.
Cierto que en
política mucho puede cambiar, pero el cambio ha de verse y explicarse,
mal que bien o mal que mal.
Cuando escribo esto, han transcurrido seis
largas semanas desde las elecciones del 10 de noviembre, y Sánchez, con
un desprecio comparable al de Acebes en su momento, no se ha dignado
balbucear unas palabras para justificar que quiera como Vicepresidente a
quien en julio le parecía totalmente inadecuado, o que la condena en
firme a Junqueras y compañía la juzgue una nimiedad que en modo alguno
le impide negociar con su contumaz partido y mendigarle una abstención
retribuida que le permita continuar en La Moncloa.
A veces un caballero,
una dama y quienes nunca han querido serlo deben dejarse engañar; y a
veces no pueden pasarlo.
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