Esas madres encerradas en sus cuartos
Son pequeñas tragedias sepultadas en las profundidades de lo doméstico.
El hogar como infierno.
El crimen sucedió una semana antes en Foz (Lugo), pero fue el día 10 cuando se publicaron los datos de lo ocurrido. Un chico de 17 años asesinó a cuchilladas a su madre, Minaene, de 36; metió su cuerpo en una maleta que guardó en un armario y luego se pasó la noche viendo televisión.
Minaene, residente en España
pero de origen brasileño, se desvivía por su único hijo.
En cuanto
consiguió estabilidad económica se lo trajo aquí, y soñaba con darle una
carrera.
Pero el chico empezó a ponerse violento con ella. Minaene
lloró ante las amigas, mostró unos cardenales:
“Quiero poner un cerrojo
en mi cuarto, el niño está muy raro”.
Tiene 70 años y un hijo de 50 que vive con ella y que ha
tenido problemas de todo tipo; algunas mujeres le denunciaron por acoso,
por ejemplo.
Él es violento y ha agredido a su madre; ella pasa
interminables noches de terror temiendo que la mate.
Tiene pavor hasta
de publicar su historia, y desde luego no quiere dar datos que los
identifiquen.
Y lo peor es que no hay nadie que la ayude. El sistema se
desentiende por completo de estas mujeres; los psiquiátricos no se hacen
cargo de los agresores, que a menudo tienen trastornos de personalidad
de difícil evaluación y categorización.
Así que no los internan, nadie
puede forzarles a medicarse y las madres (casi siempre son las madres:
los padres suelen borrarse cuando ven los problemas del hijo) están
abandonadas e indefensas.
Pero denunciar tampoco parece ser la solución.
El pasado mes de febrero la policía detuvo a un chico de 26 años en Madrid.
En su casa encontraron el cuerpo de su madre, de 66 años, con la que vivía.
La había troceado en fragmentos menudos que guardaba en táperes. Leí esta espeluznante historia en el digital Madridiario, que añadía con macabro mal gusto algo que, sin embargo, voy a reproducir porque quisiera que este artículo fuera un aldabonazo en las conciencias: “Con actitud fría, el joven confesó a los agentes que se había comido a la fallecida junto a su perro:
‘Nos la hemos ido comiendo”. Pues bien, al parecer este chico tenía una docena de antecedentes policiales, la mayoría por maltratos a su madre. ¿Y de qué sirvió?
Por otra parte me preocupa que estos casos terribles puedan engordar el prejuicio indiscriminado e ignorante que la sociedad mantiene contra las personas aquejadas por alguna enfermedad mental.
Que conste que, según varios estudios, las personas mal llamadas “locas” muestran un porcentaje de violencia contra otras personas igual al de las llamadas “normales”.
De hecho, es mucho más probable que ellos sean víctimas de la violencia a que la ejerzan.
Y además el problema de este tipo de casos es que a menudo los hijos no muestran una patología clara; padecen psicopatías o conflictos de personalidad que la psiquiatría oficial no quiere y no sabe tratar.
Pero no podemos seguir así, hay que hacer algo.
Hay que crear unidades de apoyo específicas en los hospitales, hay que cambiar los protocolos e internar a los violentos.
Hay que ayudar a esas madres (y a esos hijos).
Ahora mismo hay muchas más mujeres sufriendo esta lenta, desgarradora tortura, esta pesadilla silenciosa.
Pero no sabemos de ellas porque están encerradas en sus cuartos apenas protegidas por débiles pestillos.
El pasado mes de febrero la policía detuvo a un chico de 26 años en Madrid.
En su casa encontraron el cuerpo de su madre, de 66 años, con la que vivía.
La había troceado en fragmentos menudos que guardaba en táperes. Leí esta espeluznante historia en el digital Madridiario, que añadía con macabro mal gusto algo que, sin embargo, voy a reproducir porque quisiera que este artículo fuera un aldabonazo en las conciencias: “Con actitud fría, el joven confesó a los agentes que se había comido a la fallecida junto a su perro:
‘Nos la hemos ido comiendo”. Pues bien, al parecer este chico tenía una docena de antecedentes policiales, la mayoría por maltratos a su madre. ¿Y de qué sirvió?
Por otra parte me preocupa que estos casos terribles puedan engordar el prejuicio indiscriminado e ignorante que la sociedad mantiene contra las personas aquejadas por alguna enfermedad mental.
Que conste que, según varios estudios, las personas mal llamadas “locas” muestran un porcentaje de violencia contra otras personas igual al de las llamadas “normales”.
De hecho, es mucho más probable que ellos sean víctimas de la violencia a que la ejerzan.
Y además el problema de este tipo de casos es que a menudo los hijos no muestran una patología clara; padecen psicopatías o conflictos de personalidad que la psiquiatría oficial no quiere y no sabe tratar.
Pero no podemos seguir así, hay que hacer algo.
Hay que crear unidades de apoyo específicas en los hospitales, hay que cambiar los protocolos e internar a los violentos.
Hay que ayudar a esas madres (y a esos hijos).
Ahora mismo hay muchas más mujeres sufriendo esta lenta, desgarradora tortura, esta pesadilla silenciosa.
Pero no sabemos de ellas porque están encerradas en sus cuartos apenas protegidas por débiles pestillos.
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