El legendario editor Nicolas Coleridge se despide de los años gloriosos de Condé Nast revelando algunos secretos de sumario de la alta sociedad británica.
Raquel Peláez
“El brillo del papel satinado, la fragancia de las tiras de perfume pegadas en las páginas de publicidad, el morbo de las vidas sofisticadas de las que allí se hablaba me atraparon”.
Supo inmediatamente que él quería trabajar en esa industria.
Se puso manos a la obra: mandó a la publicación una columna escrita a mano titulada “Cómo sobrevivir a las fiestas adolescentes”.
Una década después era el director de la revista. También es cierto que su posición social no jugaba en su contra a la hora de hacerse sitio en ese mundillo: su padre, descendiente del poeta Samuel Taylor Coleridge, era el presidente de la uberlondinense aseguradora Lloyd’s y él estudiaba en esa fábrica de prohombres llamada Eton, donde también se formaron todos sus hermanos.
El presidente de Conde Nast Britain (antes también de
Condé Nast Internacional) es una leyenda del mundo editorial: forma
parte de esa élite del periodismo de estilo de vida que en las décadas
finales del siglo XX podían gastar ingentes cantidades ingentes de
dinero en crear páginas prodigiosas, en las que la moda, la belleza, el
lujo y las vidas extraordinarias se convertían en altas expresiones
artísticas.
Ahora que el mundo de las revistas atraviesa una profunda crisis,
Nicholas Coleridge se retira (aunque seguirá formando parte del comité
directivo del museo Victoria and Albert, del Patronato de las artes
Gilbert y del consorcio de la pura lana virgen del Príncipe de Gales).
Pero antes de hacerlo quiere hacer recuento ante el mundo de las cosas
extraordinarias que ha vivido, desde sus comienzos en Tatler al lado de
Tina Brown (también mítica artífice de los años gloriosos de Vanity
Fair) hasta sus años de frenesí e intrigas en Vogue House, donde se
encargó del lanzamiento de títulos tan incontestables como GQ, Glamour o
Love.
Y donde vivió momentos extraordinarios, como aquella vez que el
perro más pijo de toda Inglaterra murió aplastado por la puerta
giratoria del edificio; ese día que un editor de GQ apareció muerto en
un país de Europa del Este tras una orgía bien aderezada con whisky y
drogas; aquella ocasión en que un periodista de Tatler amenazó con
tirarse por la ventana si le quitaban su puesto; o esa vez que la
excéntrica (que es como llaman los británicos a los locos influyentes)
directora de moda Isabella Blow tomó un taxi de Londres a Liverpool para
ir a una sesión de fotos porque no sabía que se podía ir en tren.
Y es esa voz que disecciona con precisión de cirujano los mecanismos de la vanidad es la que usa en su libro para recordar, por ejemplo, aquel almuerzo con Lady Di en el que ella estaba preocupada por unas fotos publicadas por el Daily Mirror en las que salía haciendo topless durante unas vacaciones en un hotel en España.
El príncipe Guillermo, que entonces estudiaba en Eton (ese ambiente que Coleridge conocía tan bien) la había llamado disgustado.
Coleridge cuenta que Lady Diana le dijo:
“Los demás chavales se están burlando de él, diciéndole que mis tetas son muy pequeñas”.
La princesa estaba contrariada también y, en confianza, le preguntó: “Nicholas, se franco, por favor. Quiero saber tu punto de vista. ¿Crees que mis pechos son demasiado pequeños?”.
No es la única indiscreción que contiene el volumen: también narra el acuerdo de 100 millones de libras al que llegó con Mohamed Al-Fayed en el club Bath & Racquets para que retirara una demanda contra Vanity Fair o desliza que John Travolta (amigo íntimo de Diana) viaja siempre con un asistente que se ocupa específicamente de su pelo.
Aunque el libro esté impregnado de la malicia, el sentido
de la diversión y el saber vivir que es necesario para triunfar -y
disfrutar- en el mundo de las revistas de alta gama,
Coleridge también
trasciende los meros cotilleos y habla del funcionamiento de la
industria: analiza la feroz rivalidad entre editoriales, dice que una
buena portada puede significar un aumento de las ventas en quiscos de
hasta le veinte por ciento y hace un análisis de cifras de circulación.
En las entrevistas que ha concedido con motivo del lanzamiento de sus
memorias es realista: sabe que el futuro del papel es incierto, pero
está convencido de que no ha muerto aún.
Y si le preguntan por el rol de
los influencers (como hicieron en The Independent) es enormemente
crítico:
“Los grandes periodistas de moda tienen un conocimiento
profundo de la industria y pueden hacer valoraciones útiles y con
entidad. Los influencers tienen muchos seguidores y los invitan a los
shows, donde les fotografías con un bolso nuevo maravilloso que les ha
regalado una marca.
Pero yo no llamo a eso periodismo”.
Entra dentro de lo previsible que este caballero de Eton acostumbrado a
cerrar tratos con supermodelos y estrellas en los restaurantes más
sofisticados de Mayfair no apruebe la llegada de la plebe a los front rows.
El mundo en el que él triunfó se regía con unos valores muy diferentes.
Él es el último mohicano de un universo que se desvanece.
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